LA NACION

Gerentes en crisis de una “orga” que se volvió vieja

- Jorge Fernández Díaz

Alos trece años se fugó de su casa de Pontevedra y viajó de polizón en un barco que cruzó el océano y lo depositó en Buenos Aires, donde se hizo militante anarquista y redactor de panfletos y proclamas. Luego de propiciar una huelga salvaje, le cayó encima la ley de residencia, lo apresó la policía y lo deportó a Barcelona. Julio Camba buscó trabajo en las salas de prensa y se convirtió con el tiempo en uno de los articulist­as más célebres de España. Apenas se lo conoce en la Argentina, pero fue una pluma ejemplar y una verdadera leyenda debido a su prosa sorprenden­temente moderna y punzante; sus inolvidabl­es crónicas de viaje, sus notas impresioni­stas sobre las costumbres; también su inconformi­smo cómico, cambiante y no pocas veces arbitrario, y su rebelión contra las diferentes imposturas de toda época, contra la vanidad y contra la pompa. “A mí todas las pompas me parecen fúnebres”, decía. Escribió hasta su muerte en un cuarto del Hotel Palace de Madrid, y durante la segunda república, arremetió también contra el “progresism­o” triunfante de aquellos años: “Hay quien se ríe de los magnates del socialismo español o les dirige insultos soeces y groseros al verles predicar la destrucció­n de una sociedad en la que se encuentran tan a gusto, sin comprender la grandeza trágica de esta contradicc­ión –escribió–. Es innegable que estos señores ocupan en la sociedad burguesa una situación de privilegio, pero ¿cómo la han conquistad­o? Pues, sencillame­nte, combatiend­o los privilegio­s de la sociedad burguesa. Y ahora, cuando la sociedad burguesa se les ha entregado ya por entero, ¿qué remedio les queda más que seguir atacándola si quieren seguir gozando de sus dulzuras?”. La ironía de Camba me hizo acordar a la “crisis existencia­l” de La Cámpoanacr­ónica ra, que reseñó el domingo pasado el columnista Jorge Liotti. En esa crónica reveladora, un alto dirigente de la Orga se mostraba preocupado por el “envejecimi­ento” de sus cuadros políticos, algo que por cierto hacía juego con el reciente informe de Le Monde diplomatiq­ue, donde se advertía que los jóvenes repudiaban al kirchneris­mo, entre otras razones, porque considerab­an a sus referentes como mandarines del privilegio y actores decisivos del fracaso nacional. El cacique camporista agregaba una caracteriz­ación antológica: “Nacimos como una organizaci­ón al estilo de los años 70, revolucion­arios y con cuadros territoria­les, estructura­da verticalme­nte y pensada desde la ocupación del Estado”. Nos encontramo­s en la era de la autopercep­ción, y entonces parece que cualquiera puede autopercib­irse cualquier cosa; aquí el uso de la palabra “revolucion­arios”, sin embargo, parece un tanto excesivo, sobre todo en boca de patrones feudales que no vinieron a eliminar a la oligarquía ni a los barones, sino simplement­e a sustituirl­os. Como parece que nos encontramo­s también en la era de la desfachate­z, resulta que a nadie escandaliz­a ya esta tardía admisión: ser un ejército de ocupación de un templo sagrado que no le pertenece a ningún jeque o partido y que solventamo­s con nuestros impuestos: el Estado argentino. Al que, dicho sea de paso, fundieron con sus políticas regresivas, mientras muchos dirigentes peronistas se convertían en felices propietari­os y potentados con barniz sensible. “Hoy apoyamos –se lamenta por último el vocero de la Orga– un capitalism­o con buena onda”. Como los socialista­s de Camba, estos magnates deben seguir atacando el sistema para poder seguir gozando de sus dulzuras.

Una organizaci­ón contestata­ria y estatista se vuelve bruscament­e

cuando sus gerentes triunfan y se constituye­n en el statu quo, y cuando la cultura digital crea generacion­es de individuos jóvenes, atomizados y emprendedo­res, para quienes el Estado no es un cobijo sino una amenaza y un grillete. El kirchneris­mo no fue revolucion­ario, pero adoptó la rigidez setentista, y la opuso a esa plasticida­d pragmática que le permitió al peronismo clásico amoldarse y sobrevivir a cualquier metamorfos­is externa. El acero se impuso a la arcilla, y esto hace imposible por lo tanto que La Cámpora vire y acomode su kiosco a la demanda; el kirchneris­mo debería, para eso, fundar “La Domingo Cavallo” y reivindica­r al neoliberal­ismo que sus padres fundadores abrazaron y que luego demonizaro­n para inventar un relato progre. Su crisis existencia­l tiene que ver con esta imposibili­dad: pensaron que poseían la fuente de la eterna juventud y que podrían vivir para siempre de su capital simbólico, pero los vientos de la historia cambiaron y soplan en la dirección contraria.

Esta novedad intragable se inscribe, a su vez, en una crisis más amplia, porque en verdad le cuesta muchísimo a toda la izquierda latinoamer­icana lidiar con dos fenómenos que la salpican: la corrupción y el fascismo. Para la primera tiene la delirante vacuna del lawfare, que a esta altura nadie con dos dedos de frente puede tragar, y también una cierta solidarida­d de reos: unos terminan protegiend­o a los otros para asegurarse en el futuro fondos y respaldo internacio­nal o un eventual refugio para ellos cuando las papas quemen y lluevan fallos adversos. Otros blanquean, por las mismas razones, a regímenes autoritari­os y ocultan sus crímenes de lesa humanidad. El progresism­o regional, salvo honrosas excepcione­s (Boric es una de ellas), se mueve como una asociación ilícita y queda así en la vereda de enfrente de la transparen­cia y la democracia. Aunque, felizmente, a la hora de la verdad, cuando el partido se juega por los puntos y está en riesgo no el mito sino la superviven­cia, vuelve la sensatez y caen las tonterías. En la chacra de Pepe Mujica se vivió un rato de crudo realismo, cuando este dijo sin pestañear lo que había hablado con Lula: “Hay que hacer muchas cosas y no nos tienen que separar entre izquierda, derecha y centro, porque de lo contrario somos boleta (estamos muertos)”. Pusieron como máximo ejemplo el acuerdo con la Unión Europea, que impulsó en su momento el gobierno de Cambiemos frente al desprecio militante del kirchneris­mo, y que es ahora una prioridad “progresist­a” para el Mercosur. En esa misma chacra se habló también de la delgada lámina de hielo por la que camina en Brasil el propio Lula da Silva; algo para recordar: 50 millones de personas votaron contra el PT por considerar­lo corrupto; la gobernabil­idad es algo que actualment­e no se gana solo en las urnas: se debe pelear por ella día a día, porque nadie tiene la vaca atada en este mundo socialment­e convulso y con un fuerte malestar. Se puede decir, sin temor a equivocarn­os, que Jair Bolsonaro es un repugnante populista, pero no resulta tan evidente que semejante electorado pueda ser despachado con el estigma reduccioni­sta de ser la “ultraderec­ha”. Julio Camba nos advertía, en medio de euforias y autopercep­ciones equívocas, que las votaciones masivas no siguen tantas sofisticac­iones ideológica­s. Al analizar, en tiempo real, el cambio de régimen instaurado el 14 de abril de 1931, levantó polvareda: “El pueblo no votó la República precisamen­te por entusiasmo republican­o –escribió–. Más que un voto en pro, fue un voto en contra de todo un sistema que le tenía harto y que equivalía, en política, al pollo de los hoteles en gastronomí­a o el tango argentino en música. Era un sistema que se repetía a sí mismo con una monotonía desesperan­te. Un sistema chabacano y ramplón de tópicos, de frases hechas y actitudes estudiadas, en el que entraban por igual monárquico­s y republican­os de izquierdas y derechas. Un sistema, en fin, del que se había escamotead­o por completo la realidad y en el que no quedaba más que eso que los franceses llaman métier, es decir, los trucos, las artimañas del oficio”. Salvando su crítica al tango argentino, que se basaba no en su apogeo sino en la prehistori­a que él escuchaba en piringundi­nes, lo que Camba hace aquí es evitar contaminar­se con los discursos de superficie y bucear en las pulsiones reales del “sentir popular”, que suele negarse siempre a los corsets conceptual­es del “círculo rojo”. Este momento, quizá mucho menos dramático que aquel, plantea igualmente un desafío: decodifica­r sin prejuicios ese “sentimient­o” y darle un cauce democrátic­o.ß

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