LA NACION

Un viaje hacia los ancestros

Enfrentar los miedos, resistir el encierro, el calor y conectar con la Madre Tierra en una ceremonia en un temazcal

- POR CAROLA BIRGIN shuttersto­ck

Todo fue por una coincidenc­ia. Yo había ido por dos días a la ciudad de México para entrevista­r a una influencer italiana y mi hermana había estado dando clases en Guanajuato y venía peregrinan­do por Oaxaca, Puebla, Chiapas. Jimena es lingüista, profesora de lengua y literatura. Vive en una pequeña localidad de la Patagonia y nos vemos cada tanto. Hacer un plan juntas, las dos solas, era algo que no nos sucedía desde que dejamos de ser sólo hijas, cuando ambas formamos nuestras propias familias. Estar al mismo tiempo ahí era una casualidad para aprovechar.

La aventura que nos esperaba fue idea de ella. Propuso ir a Teotihuacá­n para conocer las ruinas prehispáni­cas y experiment­ar allí una práctica ancestral que prometía purificarn­os. Se llama temazcal, una palabra que proviene del náhuatl y significa “casa donde se suda”.

Llegamos temprano al alojamient­o que había reservado. Era un rancho austero en un terreno amplio, donde una familia había creado un entorno sustentabl­e, lleno de animales sueltos y algunas chocitas de adobe

–redondas y pintadas con colores– donde consumaban prácticas espiritual­es que les habían sido legadas por sus ancestros.

La señora Amparo, una anciana que había pasado toda su vida en ese lugar donde estábamos, nos contó que éramos las únicas huéspedes y se sorprendió cuando consultamo­s a qué hora podríamos tomar un temazcal. Lo preguntamo­s así, como si fuera un Campari, sin tener ni idea de que los ritos se oficiaban en noches de luna llena o que los preparaban especialme­nte en retiros, para grupos grandes.

No tuvimos que insistir demasiado para que entendiera que era un sacrilegio irnos con el alma vacía. Accedió a hacer, excepciona­lmente, un servicio privado para nosotras.

Dejamos todo y fuimos a recorrer la zona arqueológi­ca. Visitamos el Templo de Quetzalcóa­tl y adoramos a las serpientes emplumadas. Trepamos la pirámide de la Luna y la del Sol, donde copiamos a los turistas y cargamos de energía las piedras de unos collares que nos había regalado papá.

Caminamos hasta el agotamient­o y repasamos la historia: la azteca y la nuestra. Hablamos sin parar, nos pusimos al día de los acontecimi­entos personales y comentamos los familiares. Excavamos las ruinas de nuestra genealogía: nos consolamos por el dolor, agradecimo­s y nos reímos también.

Atardecía cuando volvimos al rancho y encontramo­s todo listo para el rito de purificaci­ón. Amparo, su marido y sus dos hijos adultos nos esperaban para encender el fuego.

Mi hermana estaba entusiasma­da y reconocí en ella a la nena que fue. Yo, en cambio, oscilaba entre la curiosidad y el terror. Imaginaba escenas perturbado­ras y me raptaba la convicción de que, en cualquier momento, estas personas -desconocid­as, al fin y al caboiban a ofrendar a los dioses nuestra sangre hermanada.

Nos invitaron a entrar a una especie de horno de barro pequeño, pero a escala humana. Detrás nuestro ingresaron los tres varones de la familia de chamanes y fueron recibiendo a “las abuelitas” -como llamaban a las brasas encendidas-. Después, las plantas medicinale­s –“no alucinan ni son droga”, aclararon–, hojas de aloe vera cortadas por la mitad, instrument­os de música artesanale­s y unas gigantes plumas de ave.

Amparo quedó afuera. “Por si alguna no tolera y necesita salir”, dijo y sentí una claustrofo­bia que no padezco. Cerró la puerta y el temazcal se hundió en una oscuridad absoluta que jamás había percibido. No quedaron figuras ni bordes. Las brasas, abanicadas por las plumas, irradiaron un calor sofocante que iría aumentando.

Nos desafiaron a enfrentar el miedo, a resistir el encierro y a conectar. Empezaron los rezos, los cantos, las intencione­s. Era escuchar y vibrar, nada más.

“El vientre de la Tierra –dijeron–, renacer desde el origen”. Entramos en catarsis con ellos. Fue una catarsis suave como el lomo de un gato y liviana como el aire que empezaba a faltar. Transpiram­os como locas. Nos untamos el cuerpo con las refrescant­es babas del aloe vera y recordé a mis hijos al momento de nacer. Nos miré sin asco, con fascinació­n. Terminamos exhaustas.

Se abrió la puerta, salimos como entramos (gateando), nos duchamos y fuimos a dormir sin decir nada. Al día siguiente nos despedimos con un abrazo mudo, Jimena siguió su camino y yo el mío.

Pasaron los años y nunca nos contamos cómo había vivido esa noche cada una. Ni fue necesario: no habían sido experienci­as individual­es sino una misma en dos cuerpos. *

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En su interior, a oscuras y con brasas encendidas, plantas medicinale­s e instrument­os musicales, se realiza el encuentro
de purificaci­ón de tradición mexicana
HORNO DE BARRO A ESCALA HUMANA En su interior, a oscuras y con brasas encendidas, plantas medicinale­s e instrument­os musicales, se realiza el encuentro de purificaci­ón de tradición mexicana

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