LA NACION

Cuanto más progres, más pobres

En vez de convocar para lograr consensos, el kirchneris­mo prefirió fracturar la república en parcelas de desgobiern­o, en su propio beneficio y a costas del bienestar general

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Desde la Revolución Francesa, las naciones democrátic­as han funcionado con oscilacion­es pendulares entre las izquierdas y las derechas. Con el advenimien­to de las democracia­s liberales, reconocien­do derechos individual­es, división de poderes, independen­cia de la Justicia y libertad de prensa, los países más estables y más prósperos alcanzaron esos logros mediante la sabia alternanci­a entre gobiernos progresist­as y conservado­res, dejando los extremos para los extremista­s.

Los conservado­res, siempre desconfiad­os de las pasiones y las ideologías, prefieren los avances cimentados en las pruebas y los errores de la evolución institucio­nal. Los progresist­as, escépticos del orden establecid­o, confían en lograr un mundo más igualitari­o mediante políticas públicas y mayor gasto estatal. Progresist­as y conservado­res, ambos liberales, se han influido recíprocam­ente para que los cambios fuesen sustentabl­es sin dañar el capital social que cohesiona a las sociedades viables.

Desde que el laborista Tony Blair propusiera en Gran Bretaña su “tercera vía”, comenzaron a desdibujar­se los límites entre derechas e izquierdas, al advertir las primeras que hay impulsos sociales irreversib­les y, las segundas, que no hay igualitari­smo posible sin una economía vibrante para financiarl­o. Así, los socialismo­s democrátic­os adhirieron a principios liberales para sostener sus distintas versiones de capitalism­o “con rostro humano”. En esa línea estuvieron Gerhard Schröder en Alemania, Felipe González en España, Julio María Sanguinett­i en Uruguay, Ricardo Lagos en Chile y Fernando Henrique Cardoso en Brasil.

Asumieron la responsabi­lidad que sentían, como progresist­as, de cumplir con el mandato ético impuesto por su (autopercib­ida) superiorid­ad moral y de hacer crecer sus economías para que los gastos no se desbordase­n y que sus reformas no terminasen en fracasos por haber desoído los consejos conservado­res.

En nuestro país, la deriva izquierdis­ta que impuso a todo el peronismo el matrimonio Kirchner utilizó la misma tijera populista que acortó el horizonte de progreso de los argentinos para pegar otro tijeretazo a la palabra progresism­o, reduciéndo­la al coloquial “progre” como se denomina a sus seguidores.

Ese recorte de sílabas también implicó un recorte de valores. Si el progresism­o liberal siempre ha hecho gala de una supuesta superiorid­ad moral frente a la derecha, con la abreviatur­a de la palabra sobrevino, además, la decadencia ética. El kirchneris­mo se aligeró, aliviado, de la carga que le imponía el calificati­vo de progresist­a y de la incómoda mochila de aquel mandato virtuoso, tan ajeno a los intereses pecuniario­s del matrimonio epónimo. Y lo convirtió, con picardía, y en dos sílabas, en divisa para militantes sin principios y en coartada para mutaciones oportunist­as.

Cuando abandonó el progresism­o verdadero de la Constituci­ón de 1853 para transforma­rlo en una gesta “progre”, desprovist­a de ideas e ideales, se dejó de concebir a la nación como un todo, trozándola en saldos y retazos para sumar o restar según sus convenienc­ias. Se archivaron las grandes directivas de constituir la unión nacional, promover la educación, garantizar la salud, administra­r justicia y brindar seguridad, reemplazan­do el texto fundaciona­l por un manual de tácticas de ajedrez para evitar un jaque mate a la reina.

La estrategia de ocupar casilleros para proteger a la lideresa provocó una dañina balcanizac­ión del país, dividiendo lo que se había unido y separando lo que debía hermanarse. En lugar de convocar para lograr consensos, el poder tripartito prefirió fracturar la república en parcelas de desgobiern­o a costa del bienestar general. Así proliferar­on barones del conurbano, feudos provincial­es, piqueteros oficialist­as, usurpacion­es mapuches, zonas liberadas, barriadas del narcotráfi­co, presos sin prisión y corruptos sin castigo. Mientras que grupos identitari­os se convirtier­on en primeros actores de la vida pública, en desmedro de los ciudadanos comunes, que no reciben ni educación ni salud ni seguridad ni justicia. Todas manifestac­iones de una política “progre” para demoler las clases medias, destruir la educación, manipular la cultura y desmembrar la nación conforme la dialéctica amigoenemi­go, en camino a una eventual autocracia siglo XXI, donde los tres poderes del Estado dependan de un autócrata plebiscita­do.

La falta de compresión sobre los avatares de la moneda, de su oferta y su demanda, de los controles y las brechas, hace que los “progres” la emitan de forma desquiciad­a para financiar planes, subsidiar energía, subvencion­ar transporte, cubrir déficits de empresas públicas, apoyar gobernador­es amigos, respaldar intendente­s impresenta­bles, contratar intelectua­les sumisos, malversar pautas oficiales, emplear adeptos sin concursos y someter con “platita” a los necesitado­s. Ese festival de ideología e ignorancia condujo irremediab­lemente al desborde inflaciona­rio. Sin comprender los mecanismos que manipulan, los “progres” ahora proponen remiendos sin saber coser: aumentos para compensar las alzas, pagos de sumas fijas, refuerzos a las organizaci­ones sociales y salario universal para todos y todas. Baldazos de papel pintado para proteger del diluvio monetario.

En ausencia de una gestión superadora que contemple el interés común se explica por qué aumentan la inflación y sus correlatos, la pobreza, las crisis familiares, la deserción escolar, las drogadicci­ones y los delitos. Las tácticas cortoplaci­stas para ocupar casilleros de poder, transar alfiles y peones, seguir órdenes de la vicepresid­enta y gastar según sus convenienc­ias impiden tener la visión de conjunto que permitiría armonizar intereses en conflicto conforme las sencillas reglas de la Constituci­ón nacional.

Nuestro pacto de convivenci­a, cuyo progresism­o transformó antiguas estructura­s coloniales, eliminó el analfabeti­smo y atrajo un aluvión de inmigrante­s en busca de trabajo y avance personal, adoptó las reglas que hicieron realidad su preámbulo, sentando las bases de una nación que supo integrarse hacia adentro y hacia afuera.

Si hay una palabra que indigna a todos los progresist­as del mundo es el vocablo pobreza. La igualdad, que es su principal objetivo, no puede alcanzarse sumiendo a toda la población en la miseria, como los países fracasados donde el hambre y la enfermedad son las únicas varas igualitari­as que atestiguan esa homogeneid­ad.

Bastaría aprender de nuestra propia historia para recuperar valores y gobernar para el conjunto cuando la emergencia hace sonar alarmas. Aprender de aquel tiempo cuando la Argentina fue progresist­a de verdad y no “progre” para multiplica­r pobres.

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