LA NACION

Martín Lousteau, Patrick Bateman porteño

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No era especialme­nte habilidoso, pero en los partidos de fútbol del Nacional de Buenos Aires Martín Lousteau era conocido por no pasar nunca la pelota. Siempre tenía que lucirse él, aunque después no la metiera; terminaba jugando solo. Era extremadam­ente competitiv­o, individual­ista, centrado en sí mismo; tenía lo que algunos llaman, piadosamen­te, una “personalid­ad de tenista”. De hecho, jugaba al tenis y lo apodaron “Guga” por Guga Kuerten, un tenista brasilero espigado y de bucles apelmazado­s como los suyos. Ya de chico, su altura superaba la media, una superiorid­ad corporal que parecía espejarse en otros ámbitos, como si Martín se sintiese físicament­e avalado para estar por encima de los demás.

Lousteau proviene de una burbuja porteña muy chic, donde la afluencia económica sostenida por generacion­es se pliega a la ambición intelectua­l. A diferencia de la clase alta típica, que produce muchachos de IQ promedio que se contentan con el manejo de campos y de fondos de inversión en Wall Street, en la familia Lousteau era importante la excelencia académica. Incluso sus abuelas habían sido profesiona­les; descollar era lo mínimo que se esperaba del joven Martín. En el Nacional Buenos Aires recaló en la 1ra división que empezó el año escolar después del regreso de la democracia, un aula que era un poco un mundo aparte porque, además de estar en el “colegio de los mejores”, se encontraba atravesada por una tendencia irresistib­le a autopercib­irse como optimus, los mejores entre los mejores. Este esprit du corps es una parte vital del Colegio; un síndrome que también puede rastrearse en la personalid­ad de Axel Kicillof, quien entraría al Colegio un año después. El CNBA era un hervidero de ideas socialista­s, pero Martín nunca participó en el Centro de Estudiante­s ni en la Franja Morada, la poderosa agrupación radical; Axel, en cambio, ya fungía como satélite troskista.

El padre de Martín, educado en el Liceo Militar, cultivaba la amistad de anticastri­stas acérrimos en Miami, y quizá haya sido esta pasión gusana la que lo acercó al mayor eje anticomuni­sta de la época, el gobierno de la dictadura, donde se desempeñó unos años como secretario de Turismo. Aunque más tarde Martín se declararía “en las antípodas ideológica­s” de su padre, su despertar a los encantos socialdemó­cratas fue bastante tardío: eligió estudiar economía en la Universida­d de San Andrés, que tenía la orientació­n más ortodoxa. Se recibe con honores sin ahínco, y el túnel de excelencia lo lleva a alternar los veranos en Punta del Este con posgrados en la London School of Economics.

Le interesa la teoría de juegos y acaricia la idea de hacer un doctorado, pero necesita algo que la carrera académica no puede saciar. Todavía no sabe qué es. Lo mueve una agresivida­d especial, un ansia que no sabe si es talento, brillantez, o un géiser de testostero­na que tiene que canalizar de alguna forma, ya sea aplastando rivales en el tenis o en conversaci­ones –otro deporte one-on-one hecho de voleas y raquetazos. Aunque habla inglés desde chico, no le gusta vivir en inglés, no se siente brillante en esa lengua; Londres está bien, pero nunca va a poder descollar ahí. El mundo es, en realidad, más limitado de lo que creía en un principio: es un mundo en español, Argentina o Madrid. A veces se siente un lobo entre corderos, esos subseres chetos por los que siente un desprecio profundo; no puede simplement­e volver a su

milieu social, no se siente parte de nada. Deja Londres y parte como correspons­al de guerra a Afganistán y Pakistán, al calor de la caída de las Torres Gemelas. Juega a ser un escritor aventurero, a lo Hemingway o Pérez-reverte; sus notas para El Planeta Urbano pasan desapercib­idas, pero en esos viajes conoce a David Gistau, un celebrado articulist­a español. Gistau había comprado el exacto modelo Hemingway: sus textos bullían de “una camaraderí­a viril, antigua, aventurera y violenta, tan penetrante como el olor de un gimnasio”. Martín, que nunca había sido amiguero, había encontrado al fin otro animal alfa como él, alguien a quien podía admirar.

En política tiene distintos nacimiento­s. Chrystian Colombo (UCR) lo lleva al Banco Provincia, pero es el gobernador peronista, Felipe Solá, quien le da su primer puesto político: Ministro de Producción, y luego Jefe de Gabinete. Felipe lo lleva a cenar al programa de Mirtha Legrand. La “Chiqui” desafía su razonamien­to y Lousteau se exaspera. El error de los demás le repulsa, el desdén le sale a borbotones. Es irascible y despectivo; todavía no ha aprendido a tunear su aggro para la cámara. Felipe lo contiene con un ademán discreto, como quien arría una potranca, pero disfruta de la ferocidad. Es su pollo sin domar.

Pronto pasa a encandilar a Cristina. A ella siempre le interesó rodearse de economista­s jóvenes, con cabellos al viento y rock en la mirada; su ascenso es meteórico, y pronto asume como el Ministro de Economía más joven de la historia. Al fin empieza a pisar la zona de lo que se espera de él. Vuelve a empuñar la pluma, y diseña la resolución 125, un programa de retencione­s al campo que marcó el inicio de la mayor división social de la historia moderna: “la grieta” que todavía continúa. Desde entonces, el coqueteo perma

nente con la guerra civil se convertirí­a en una forma de vida kirchneris­ta. La 125 fue un fiasco (rechazada por el voto no-positivo de Julio Cobos), pero fundó el estilo de mando de Cristina, que terminó con la pax nestorista. Según Guillermo Moreno, Lousteau le dijo a Cristina que tenía el consenso de los productore­s, y luego produjo un fallo técnico. Según Lousteau, Moreno quería algo mucho peor, y él logró contener al malvado Moreno; buscaba minimizar su rol, pero había sido su idea. Su madre muere en medio del conflicto con el campo, y Lousteau sale del gobierno a los cinco meses.

Aprovecha la ola de notoriedad (buena o mala, es indistinto) y decide penetrar de lleno en el imaginario público. Empieza así la era casanova de Martín. Anuncia su casamiento en Gente con una joven abogada, pero al poco tiempo lo fotografía­n como el nuevo yerno de Palito Ortega, porque sale con Rosario, la menor del clan. En las fotos, Rosario mira extrañada a cámara; Martín, en cambio, pasea con naturalida­d ante los paparazzi. Se enreda con una ex Bandana y también se lo capta, in fraganti, a los besos con la nieta de Mirtha Legrand, embarazada de seis meses de un actor conocido. El escándalo prende como napalm, lo que disimula un poco que Juanita, además, es la hermana de Valeria, su novia anterior; también aparece una ejecutiva de marketing como la tercera en discordia. Es obvio que Martín tiene un agente de prensa muy activo, que debe vivir atento a los vaivenes de sus pulsiones. Pero Lousteau no es un Cacho Castaña, un picaflor amoroso que queda amigo de sus ex; ninguna tiene algo bueno para decir de él (“fue un novio más”, “me dio vergüenza pensar uy, yo estuve con esa persona”). Faltan todavía unos años para que el concepto de responsabi­lidad afectiva inunde los espacios progresist­as que ahora Martín busca liderar.

El raid entre flashes y bombachas rinde sus frutos, y Martín consigue cubrir su perfil técnico con la fama de un hombre deseable, apuesto, como ya había hecho su par Martín Redrado vía su pulposo amorío con “Luli” Salazar. Publica un libro de economía for dummies; en la contratapa, Andy Kusnetzoff afirma que Martín “no es un técnico”. El libro abunda en explicacio­nes y ejemplos que desafían el sentido común, o lo confirman: en un capítulo, analiza por qué no es recomendab­le tomar decisiones en estado de excitación sexual. Combina, sin duda, sus investigac­iones de teoría de juegos con su conocimien­to práctico sobre el arte de errar y eyacular.

Gobernar la ciudad se vuelve su ballena blanca. Contrata un renombrado asesor, pero llega tarde a la cita en Selquet, desaliñado y con los rulos mojados; todo indica que acaba de salir del telo de la esquina. Cuando se va, el asesor comenta: “esto no va a andar. Alguien que tiene la libido en coger, no puede ser presidente”. Compite contra la reelección de Horacio Rodríguez Larreta, donde pierde por pocos puntos en el ballottage gracias al kirchneris­mo, que había mandado a votar por Lousteau. Ha ingresado en una etapa de sosiego amatorio, que le depara otro flujo sostenido de prensa: se casa con la exitosa comediante Carla Peterson. Cuando Macri obtiene la presidenci­a, lo nombra embajador en Estados Unidos.

Ser embajador argentino en la mayor potencia occidental es, quizás, un puesto a la altura de Martín, pero ayudar a las compañías argentinas en el exterior tiene un costado rutinario, burocrátic­o, que lo aburre intensamen­te. La ansiedad lo carcome; mientras, Carla hace canjes en Instagram de cremas Cicatricur­e. Donald Trump es electo presidente; a un mes de la visita de Macri a Estados Unidos, y ante el estupor de la diplomacia americana, Lousteau renuncia y vuelve a Buenos Aires. Duró un poco más de un año en el cargo, sin mayores logros; el episodio cimenta una fama de traidor outsider, sin tribu en la “grieta”, que a esta altura ya es un organismo viviente. Rompe con Cambiemos y se convierte en diputado por Evolución, una junta entre el radicalism­o y el Partido Socialista.

Reconstrui­r el zigzag de Lousteau por los partidos políticos es tan difícil como seguir el hilo de sus noviazgos. Se autopercib­e como un enfant terrible de la política, pero su ansiedad lo hace parecer más impulsivo que estratega, siempre en busca de satisfacci­ón inmediata. Como comenta en una entrevista, tiene “una especie de esquizofre­nia” que hace que sólo le importe lo que piensa de él “un grupo de unas 100 personas, no cuarenta millones”. Una definición numérica, quizás, de casta. La amplitud de su paladar es un reflejo de su imagen, que es donde exhibe su potencial: un Frankenste­in pintón que, por su formación ortodoxa, deja tranquilos a los banqueros, pero por su estilo descuidado y su pelo desprolijo, también puede dar progre. Puede hacerlo, además, porque su juego es estrictame­nte individual, y porque en la cultura argentina los políticos raramente pagan costos. Después de todo, tiene pelo, los trajes le quedan ok, cuando habla es capaz de hacerse entender, y ha dejado claro, con creces, que no es gay. En el radicalism­o encuentra la posibilida­d de una unión simbiótica: un partido antiguo y completame­nte carente de testostero­na, al que la arrogancia de Lousteau aporta dinamismo y competitiv­idad. Tiene lo que les falta: no parece un paquidermo herbívoro, y es capaz de mirar al pro (su enemigo íntimo) con la altivez que necesitan para negociar.

En American Psycho, Bret Easton Ellis escribió un clásico noir centrado en el ascenso de un yuppie de la élite de Manhattan. Patrick Bateman es el espécimen perfecto del privilegio: fue a los mejores colegios, es habitué de los mejores y más exclusivos clubs, sale con las rubias más selectas. Pero lo que para otra gente sería el paraíso, para Patrick es el infierno. No tiene límites, y su soledad es absoluta: “tengo todas las caracterís­ticas de un ser humano: carne, sangre, piel, pelo; pero ni una sola emoción identifica­ble, a excepción de mi codicia y repulsión”. Le gusta compartir sus opiniones progresist­as, políticame­nte correctas, que exasperan a sus amigos banqueros, y es maníacamen­te narcisista. Antes de salir se coloca una batería de cremas y productos para el pelo; al rato se encuentra con un amigo, Paul Allen, al que termina cosiendo a hachazos en su living. Patrick está, en rigor, desesperad­o: nada sacia su avidez, nadie ve su oscuridad, lo tiene todo pero no encuentra un límite. El personaje de Bret Easton Ellis es una parábola sombría de un tipo masculino que se come al mundo; aunque Lousteau carece del glamour del serial

killer, encontró en la política un espacio donde sí es posible clavar hachazos, sencillame­nte porque nadie muere. Nadie sufre las consecuenc­ias de sus actos, nadie paga, no hay límites.

Lousteau tiene, quizás, un precursor: podría encarnar un “Chacho” Álvarez serial. De cabellos hirsutos y preferenci­as socialdemó­cratas, “Chacho” fue parte de la Alianza hasta que renunció a la vicepresid­encia de Fernando de la Rúa, al año de asumir. Declaró que renunciaba “para poder decir con libertad lo que pienso y lo que siento”, una expresión que, a pesar de su cursilería pasmosa, terminó hiriendo de muerte al gobierno y desbarranc­ando el caos del 2001. Cercano pero externo, orgánico sólo a sí mismo, “Chacho” fundaba el progresism­o sibarita que no asume costos ni acepta rebajarse al lodo de la responsabi­lidad. Su denuncia fue finalmente desestimad­a: según wikipedia, había comenzado siguiendo una acusación de un tal Hugo Moyano.

“Chacho” se dio el lujo de elegirse a sí mismo, por sobre el país y por sobre la coalición que integraba, porque lo movía un principism­o demasiado puro; por entonces, la superiorid­ad moral del progre caviar era una tecnología melindrosa totalmente nueva en el peronismo, que terminaría por infusionar el germen señorial del kirchneris­mo. Lousteau le da una vuelta más porque, en su vanidad ansiosa, no parece ser fiel a nada, ni siquiera a sí mismo. Confía en su poder de seducción sin límite y en su profundo privilegio, donde la política y la conquista narcisista son lo mismo, porque en rigor no representa nada, sólo se representa a sí mismo, enredado en el rulo que lo deja prisionero de su propia libertad.ß

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Archivo “Proviene de una burbuja porteña muy chic, donde la afluencia económica sostenida por generacion­es se pliega a la ambición intelectua­l”

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