Sergio Massa, tema del traidor y del héroe
“La acción transcurre en un país oprimido y tenaz”, comienza el cuento de Borges que se titula “Tema del traidor y del héroe”. Narra la historia de Fergus Kilpatrick, un conspirador que murió en la víspera de la revolución que había soñado. Ordenando sus papeles, el historiador encuentra cosas extrañas: encuentra repeticiones que “imitan una secreta forma del tiempo”, escenas que parecen combinar hechos pasados. El historiador acaba de dar con una
fake news, una noticia fabricada: se da cuenta de que el cronista que cantó la gloria de Kilpatrick mezcló partes de Macbeth y Julio César, de Shakespeare, dos clásicos famosísimos del complot y la traición.
Porque Kilpatrick, el venerado, el más sutil de los conspiradores, era en realidad el traidor oculto (el que secretamente desbarataba la revolución; siempre algo pasaba y se cancelaba). Entonces, diseñan un plan: nadie sabrá que Kilpatrick es un traidor. Lo ultimarán en la víspera de la revolución: su nombre no será mancha, servirá para la gloria del movimiento. En el teatro, una bala cruza el pecho del traidor y del héroe, que son la misma persona. El tema principal del cuento parece ser la paradoja (ser traidor y héroe a la vez), pero es la manipulación de la historia que hacen los cronistas, y los líderes, para narrar sus mitos.
Borges no imaginó que existiría un peronismo borgiano, que imitaría también una “secreta forma del tiempo”. Que basta el paso del tiempo para que los traidores se conviertan en héroes. Que la historia todo lo apelmaza, y que la extrema pericia de Sergio Tomás para manejar a la prensa, y que no lo estorben, se parece a los trabajos de ese historiador, que alterna pasajes de Macbeth y Julio César para contar la gloria de Kilpatrick, traidor y héroe. Sergio Tomás, traidor espectacular del kirchnerismo, se emplaza en ser su héroe y la prensa, solícita, lo cubre de gloria inventada.
El kirchnerismo llega exhausto al fin de su cuarto mandato, disfrazado de facciones en pugna. Massa renueva la promesa de Alberto, el otro traidor que fue un héroe por un período breve. Para Cristina, la promoción de los conspiradores que pidieron su cabeza es una situación win-win o, como le gusta decir a ella en anglosajón, “wine-wine”. Si Massa logra maniobrar la carcasa averiada de la economía argentina, evitando una hiperinflación y un estallido social, Cristina se regodeará en haber sido quien lo invistió, la dueña del instrumento. Si a Massa, en cambio, le va mal, Cristina tendrá la felicidad de haberlo destruido, de haberlo elevado para después verlo estallar en pedazos. Su fracaso será vendido como el triunfo de la rama de izquierda del partido, donde ella todavía es reina absoluta.
La diferencia es que Sergio no soñó ninguna revolución. Sólo se ha amoldado, como las masitas de plastilina que vienen en distintos colores, a los requerimientos del poder. Desde hace tiempo, los derechos de los trabajadores y la “justicia social” ya no son los temas del peronismo; son parte de las églogas heredadas, repetidas hasta el infinito en teatros despoblados. Sergio se dedica a complacer a los sin voz: los empresarios amigos que mantienen el país cerrado a las importaciones para poder extraer el máximo tributo. La prensa canta la gloria de que las computadoras sean un 80% más caras; las cuentas se acomodan, hay “satisfacción empresarial”. Ante su incapacidad para hacer políticas sociales para transformar la realidad, sólo queda la lucha por tareas discursivas: por los derechos humanos, el feminismo, las infancias trans, etc.
El karma de Cristina es tener que cargar con sus vencidos, a los que va promoviendo a medida que el humor social ante el caos avanza y Argentina se hunde. El infierno debe ser eso, tener que convivir con los vencidos, que siguen dando vueltas. Por suerte, ella los vuelve útiles a la revolución imaginaria, que nunca tiene lugar.ß