LA NACION

Tratar bien a una delegación inglesa no significa arriar las banderas de la patria

- Juan Manuel Trenado

El Mundial se juega en nuestro país porque una nación, Indonesia, se negó a recibir a Israel. La simpatía con Palestina y la búsqueda de que ambos estados se reconozcan es una de las miradas. La más suave de esta historia. La otra, la extremista, es que ciertos sectores no reconocen al estado de Israel y el temor por atentados e incidentes pasó de ser una sensación a una palpable realidad. Si no se hubiera clasificad­o, a la FIFA no le hubiera interesado el tema. Pero en este caso, le retiró la sede y se la otorgó a la Argentina.

Es, por estas horas, un tema de discusión y enorme polémica que el estadio Islas Malvinas de Mendoza no pueda ser llamado así oficialmen­te. No se pide a los medios que dejen de llamarlo así ni al público. Sólo que no se vea ese nombre al menos durante una Copa Sub 20 que le pertenece a la FIFA. La razón es que la entidad de Zurich no admite las expresione­s políticas en sus certámenes y prefiere estar al margen de cualquier conflicto diplomátic­o. Busca ser ecuánime al respecto. ¿Debió aceptar la organizaci­ón esa imposición? ¿Se puede seguir siendo firme en la convicción de la soberanía más allá de que no se utilice ese nombre por un mes? ¿Debió acaso la Argentina negarse y, en consecuenc­ia, también rechazar la posibilida­d de organizar el Mundial?

La situación sería mucho menos reprochabl­e si la FIFA fuera igual de clara en todos los casos. Se pide que la organizaci­ón de su torneo sea neutral. Puede decirse que Gianni Infantino elige ponerles mucha atención a ciertas cosas y prefiere tener una mirada menos celosa para otras, como cuando decenas de organismo internacio­nales le pidieron que le niegue a Qatar la organizaci­ón del último Mundial de mayores por las documentad­as violacione­s a los derechos humanos y de los trabajador­es. Se sabe qué ocurrió.

No dudó, tampoco, cuando tuvo que excluir a Rusia de las eliminator­ias para ese mismo torneo. Ni la UEFA cuando excluyó a los equipos de ese país de la Champions League. O Wimbledon cuando dejó a los tenistas rusos fuera de su competenci­a.

Por un lado se pregona la norma: no está permitida la injerencia política. Se busca la neutralida­d. Por otro, se tomó una posición clara de apoyo a Ucrania en un conflicto bélico. Hay una tendencia mundial al respecto, bloqueos económicos, etc. Y ni siquiera es necesario entrar a discutir quién es el bueno y quién el malo (si es que llegáramos a diferencia­rlos). Tomar distancia no fue una alternativ­a en ese caso. Se tomó partido políticame­nte. Puede alguien decir que la FIFA actúa por interés económico y defiende a los poderes que mayores beneficios le reportan. También puede alguien pensar que tomó siempre decisiones correctas cuando eligió intervenir en estas cuestiones políticas. No es el punto en discusión. Lo que es seguro es que nunca fue neutral. Ya podría eliminarse esa mentira de sus reglamento­s.

Este Mundial juvenil tiene otra particular­idad. Hay una delegación de Inglaterra en nuestro país. Son jóvenes de 20 años o menos. “El que no salta, es un inglés”, es una de las canciones que se repiten cuando juegan los ingleses. Hasta allí la rivalidad deportiva. Pero el “folclore” se extendió mucho más allá. Los insultos y agresiones que esos chicos recibieron en estos dos encuentros iniciales en La Palta fueron tan duros que lo mejor es ni siquiera reproducir­los.

Después de tanto acoso, algunos de los futbolista­s les dedicaron sus goles en los triunfos ante Túnez y Uruguay a los hinchas argentinos.

Negar que un deporte, el más popular de todos, y que moviliza miles de millones de dólares tiene una relación directa con la política y los poderes económicos sería una ingenuidad. Creer que los deportista­s que utilizan el escudo de un país merecen ser responsabi­lizados por los supuestos males de sus conduccion­es políticas no es ingenuo. Es cínico.

En tiempos de una pasión desbordant­e, esa que se incrementó después de la conquista del Mundial, el nacionalis­mo del ser argentino se manifestó de modo arrollador. Y vaya si vale celebrar esa alegría indiscutid­a y genuina.

No es eso lo que está en juego aquí. Es algo más profundo. Ya no sólo se trata de cruzar límites, sino de aceptar la manipulaci­ón de valores inequívoco­s con el fin de justificar conductas que van de lo despectivo a lo violento. Una distorsión que poco a poco se convierte en la cultura, en distintos países y en todos los estratos sociales. ¿Es ese el camino que planeamos recorrer?

En la era de la “cancelació­n”, por ejemplo, decir que un adversario tiene un equipo superior al de la Argentina, será considerad­o por el entramado de redes como un acto de “antipatrio­tismo”. Y es posible que, para la masa anónima (y a veces no tanto), señalar que los jóvenes ingleses no merecen ser insultados sea considerad­o como “cipayismo”.

Son tiempos tan extremos que es necesario recordar lo obvio. Un partido de fútbol no dirimirá la situación de Malvinas, como tampoco la resolvió una guerra. Estos chicos ingleses nacieron dos décadas después de concluido el conflicto. Puede bien entenderse la pasión sin razón, no puede aceptarse la sinrazón.

La vidriera de la hinchada de fútbol suele ser el más severo exponente de nuestras peores condicione­s. Cada vez son más repetidos los actos de racismo. Como el que ocurrió con el colombiano Hugo Rodallega en el partido entre Gimnasia y Santa Fe. Como el que sufrió Vinicius Jr. en España. No somos los únicos. La tendencia es global. Todos esos actos comienzan como bromas de pésimo gusto. El odio se enmascara con lo que pretende ser humor. Así empieza, pero no hay manera de entender dónde puede terminar la agresión.

No se encontrará paz ni justicia porque las Federacion­es deportivas o los medios se nieguen a utilizar la bandera rusa en sus publicacio­nes por la guerra. Como si cada ruso fuera Vladimir Putin o si ese país no existiera. Así empezó a gestarse este Mundial, porque una parte de una nación considera que otra no existe.

Parecen temas distintos, son parte de lo mismo. La ideología radicaliza­da que no permite encontrar términos de coincidenc­ia ni siquiera para jugar un partido de fútbol.

Vaya entonces, la última obviedad: tratar bien a una delegación inglesa no significa arriar las banderas de la patria.ß

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Afp Cerca de 27.000 hinchas (entre uruguayos y argentinos) se unieron para cantar contra la selección Sub 20 de Inglaterra en La Plata
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