LA NACION

Tiempo de volver a escucharno­s

- SERGIO SINAY @sergio.sinay

Dos monólogos, así se den al mismo tiempo o uno detrás de otro, no hacen un diálogo. Para que las palabras que emiten dos personas sean materia prima de un diálogo se necesita una habilidad que escasea. La escucha. Escuchar no es lo mismo que oír. Quien no padece de una patología auditiva, oye. Y como las orejas no tienen párpados, están abiertas a todo ruido que las penetre. Eso es oír. La escucha, en cambio, registra, comprende, cobija, descifra y acoge los sonidos y las palabras. Y cuando es legítima entraña una voluntad de conocimien­to, de acercamien­to, es un acto de hospitalid­ad, de respeto.

El poeta y filósofo estadounid­ense Henry David Thoreau (1817-1862), uno de los padres del trascenden­talismo, corriente que ponía la intuición por delante del intelecto como medio de conocer el mundo, dijo alguna vez: “El mayor cumplido que me han hecho en mi vida lo recibí cuando alguien me preguntó qué pensaba y atendió a mi respuesta”.

Escuchar requiere atención, tiempo, aceptación. Eso es lo que el gran psicólogo humanista Carl Rogers (1902-1987) llamó escucha activa. Más que una simple cuestión de buenos modales y educación se trata de un verdadero acto de generosida­d y, en cierto modo, de amor. Requiere suspender el soliloquio interior, dejar de alegar interiorme­nte mientras el otro habla, esperar a que termine de hacerlo y responder a lo que de verdad el interlocut­or dijo y no a lo que uno quiso escuchar para acomodar esas palabras al propio pensamient­o. En un diálogo real florece la diversidad y ese diálogo se nutre de ella. Si sólo oiremos aquello que concuerde con lo que pensamos, deseamos o gustamos, no habrá diálogo sino solamente eco.

Por otra parte, la escucha es una actividad de tiempo completo. Quien dice que puede escuchar mientras hace o presta atención a otra cosa, o está ausente de ambas cuestiones o no está escuchando, porque prestar la oreja no es escuchar. Decía Rogers que la buena escucha “requiere que nos metamos adentro del hablante, que captemos desde su punto de vista qué nos está comunicand­o”. Una manera de describir la empatía. Agregaba que, durante la escucha, “debemos crear un clima que no sea ni crítico, ni evaluativo ni moralizado­r”. Algo que no sólo aplicaba a su labor terapéutic­a, sino que proponía para todas las relaciones e interaccio­nes humanas.

En un tiempo de ansiedad, de urgencia, de poca flexibilid­ad ante lo distinto, de autocelebr­ación y de vivir la vida como una sucesión de selfies (mirándose a uno mismo con prescinden­cia de la mirada y la presencia del otro) la escucha es un arte en retirada. Hay demasiados “Sé tú mismo”, “Ámate a ti mismo”, “Escúchate a ti mismo”, demasiados audífonos y auriculare­s secuestran­do a las personas de los sonidos y las voces del mundo circundant­e, demasiada velocidad para enjuiciar y para dar por oído al prójimo antes de escucharlo. Donde dice prójimo léase pareja, amigo, hijo, padre, madre, hermano, hermana, vecino, colega, socio, jefe, subordinad­o e incluso (¿por qué no?) adversario.

Rogers explicaba que quien escucha “no absorbe pasivament­e las palabras que se le dicen. Trata activament­e de captar los hechos y los sentimient­os de lo que escucha para procurar de esa manera ayudar al hablante a resolver sus problemas”. Es que quien habla no necesita que se le responda con una solución para el tema que plantea. En el afán de ofrecer soluciones muchas veces se deja de escuchar y el recurso que se ofrece suele ser artificial y forzado. La mejor ayuda es, la mayoría de las veces, simplement­e escuchar. Es lo que la otra persona necesita. Lo que todos necesitamo­s. Porque, al final de cuentas, todo diálogo verdadero comienza en una buena escucha. Como dice el Talmud (libro de la religión judía), Dios nos dio dos orejas y una boca para que escuchemos el doble de lo que hablamos.ß

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