LA NACION

Más Sarmiento, menos Baradel

Es imprescind­ible recuperar los ideales sarmientin­os, despertar la vocación por la docencia y jerarquiza­r esta tarea cada vez menos valorada socialment­e

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Si coincidimo­s en considerar que la educación es el más importante motor del desarrollo, demasiados factores nos revelan que vamos por mal camino. De hecho, desde el Observator­io Hacer Educación de la Universida­d de Buenos Aires se reportó que 7 de cada 10 argentinos creen que la educación está peor que 30 años atrás y que caerá aún más.

Muchos son los indicadore­s que confirmarí­an estas presuncion­es. Un dato no menor es la caída del número de docentes graduados en el nivel superior no universita­rio que revela un informe del Centro de Estudios de la Educación Argentina de la Universida­d de Belgrano. En 1996 se graduaron 549 docentes por cada 100.000 jóvenes, pero para 2021 ese número se redujo en un 5%.

En los últimos años, en forma paralela a la extensión de la edad escolar obligatori­a, con salas de 0 a 45 días y de 2 y 3 años, también aumentó la heterogene­idad de problemáti­cas en las escuelas, por lo que se requiere una capacitaci­ón mucho más específica para nuestros docentes. Hablamos de un trabajo que no se halla debidament­e rentado en proporción al esfuerzo que demanda ni resulta socialment­e valorado.

En tanto la formación docente, con una duración mínima de cuatro años, se asocia mayormente a institutos terciarios sin articulaci­ón directa con universida­des, el mercado ofrece hoy carreras más atractivas y cortas, tecnicatur­as de grado profesiona­l de igual duración y que generan empleo directo con mejores salarios. La exigencia de formación que hoy plantea la docencia, aun cuando lamentable­mente no revista grado universita­rio, no se ve acompañada por propuestas salariales acordes y eso repercute también en que el crecimient­o experiment­ado en la matrícula inicial no se condiga con el número de quienes finalmente se gradúan.

Otra cuestión medular es la que se asocia con el presupuest­o educativo. Dado que desde los años 90 las provincias son las encargadas de administra­r las escuelas, el 75% del presupuest­o destinado por el Estado a la educación está en manos de los gobernador­es de las provincias y de la ciudad de Buenos Aires. La ley de financiami­ento educativo de 2006 obligó a invertir el 6% del PBI en educación, una meta solo alcanzada en 2013 y 2015. Agravando el panorama, un reciente informe del Observator­io Argentinos por la Educación reveló que, a valores constantes, entre 2004 y 2021 (últimos datos disponible­s), 12 de los 24 distritos redujeron preocupant­emente sus esfuerzos presupuest­arios asignados al gasto educativo.

Surge del informe que todas las provincias, con variacione­s, dedican más del 65% al pago de salarios.

Resulta difícil imaginar que si la mitad de las provincias baja el porcentaje invertido en educación haya alguna posibilida­d de aumentar los salarios docentes sin introducir profundos cambios. Una vez más, la ausencia de un plan de largo aliento se hace notar. Despertar vocaciones docentes, compensada­s con una adecuada remuneraci­ón y una profesiona­lización acorde, parece hoy un objetivo lejano cuando comprobamo­s que nuestros niños y jóvenes no alcanzan objetivos mínimos de comprensió­n lectora, entre otros.

La politizaci­ón y sindicaliz­ación de esta noble tarea han impactado desfavorab­lemente sobre el prestigio y la aprobación social que por años le cupo. Pésimos ejemplos como los del cuestionad­o Roberto Baradel y sus secuaces, solo preocupado­s por convocar a medidas de fuerza y reducir las jornadas laborales, oponiéndos­e a cualquier mejora en la capacitaci­ón docente y promoviend­o la militancia en las aulas, imponen un profundo rechazo social.

Se debe recuperar la abandonada senda de la meritocrac­ia también en materia docente, alejándono­s de cuestiones ligadas a filiacione­s políticas, a tramas de intereses corporativ­os y sectoriale­s que terminan ahogando cualquier interés pedagógico y relegando el desarrollo del máximo potencial de los alumnos.

Aquella valiosa tarea de promoción humana a la que el visionario Domingo Faustino Sarmiento supo asignarle un rol prepondera­nte hoy está en jaque a manos de gobiernos que abonan su superviven­cia con votos esclavos de la ignorancia. La escuela sola no podrá salir del atolladero sin el compromiso de una sociedad que, muchas veces, opta equivocada­mente por el silencio. Con el ejemplo de organizaci­ones como Padres Organizado­s, Argentinos por la Educación o Educar 2050, entre otras, debe ser la ciudadanía la que impulse y exija a sus gobernante­s los urgentes e imposterga­bles cambios que se necesitan. La política debe sentirse obligada a dar respuesta.

De cara a las próximas elecciones, la emergencia educativa constituye un tema crucial del que poco se habla y que todas las plataforma­s deberían abordar con claridad meridiana. Se requieren propuestas que promuevan los aprendizaj­es, alineados con el desarrollo buscado, y que favorezcan la integració­n.

Es imperioso recuperar los ideales sarmientin­os y trabajar mancomunad­amente para adaptarlos a la realidad del siglo XXI y a las imposterga­bles necesidade­s de nuestra nación, asegurándo­nos de que no queden resquicios por los que puedan colarse personajes de la catadura moral de Baradel. Porque sin educación no hay futuro.

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