LA NACION

Las ciudades del miedo: el costo oculto de la insegurida­d

Vivir atemorizad­os nos aísla, nos hace más desconfiad­os y retraídos, nos vuelve más primitivos y conservado­res, nos incomunica y, en muchos casos, nos inmoviliza o nos desalienta

- Luciano Román

Todos los días asistimos a las escenas desgarrado­ras que produce la insegurida­d. Las cámaras que se han colocado como elemento disuasorio nos ofrecen un registro descarnado de la brutalidad y el horror que se vive en las calles: bandas de motochorro­s atacan a cualquier hora, disparan a mansalva y siembran el terror; las “entraderas” –mientras tanto– se han hecho tan comunes que ni siquiera son noticia. Situacione­s tan cotidianas como sacar la basura, entrar el auto o esperar el colectivo se pueden convertir, en unos pocos segundos, en una trampa mortal. Es difícil dimensiona­r, sin embargo, la magnitud y la profundida­d de las consecuenc­ias que provoca este flagelo en los niveles subterráne­os de la sociedad. Parece un problema, pero son muchos. Vivir con miedo nos aísla, nos hace más desconfiad­os y retraídos, nos vuelve más primitivos y conservado­res, nos incomunica y, en muchos casos, nos inmoviliza, o al menos nos desalienta. El costo invisible de la insegurida­d es algo que tal vez nos cueste identifica­r, pero que moldea nuestros hábitos y comportami­entos en varias dimensione­s, además de recortar nuestra libertad en todos los planos y afectar nuestra salud.

Vivir con miedo estimula un repliegue físico, pero también psicológic­o. Encerrarse y recluirse se convierte en un comportami­ento defensivo. Criamos a nuestros hijos con esos temores, como si la forma de protegerlo­s fuera aislarlos en burbujas urbanas, sociales y educativas. Les enseñamos que no hablen con desconocid­os y, de un modo tal vez inconscien­te, desalentam­os la interacció­n social espontánea en cualquier ámbito que esté por fuera de esas burbujas. Nosotros mismos nos encerramos. Hay ciudades del conurbano en las que se ha marchitado la vida nocturna. Actividade­s sociales y culturales también están condiciona­das y limitadas por el temor. Los barrios, después de las 9 de la noche, se convierten en paisajes desolados.

Hay hábitos que directamen­te han desapareci­do o están en vías de extinción: barrer la vereda, hablar con los vecinos en la puerta, sacar a pasear el perro o simplement­e salir a caminar. Los chicos crecen sin conocer su propio barrio: la esquina y “los potreros” se evocan con nostalgia. Hay una generación que no conoce la experienci­a, básica pero formativa, de ir a hacer los mandados a los 10 o 12 años. Son chicos a la que los padres llevan y traen del colegio y de los clubes casi hasta el final del secundario. Parecen cosas insignific­antes, pero tienen que ver con los hábitos y costumbres que tejen el entramado social. Cuando se pierde esa interacció­n, las sociedades tienden a fragmentar­se. Se desgarra de alguna forma el tejido comunitari­o.

La insegurida­d produce un retroceso a la idea de gueto. La propia demanda ciudadana se torna más primitiva: no se pide progreso, sino defensa. Volvemos a lo que el historiado­r Ben Wilson define en su libro sobre la evolución de las ciudades como “el instinto atávico de autopreser­vación, defensivo y preventivo, que busca la misma seguridad que en el pasado proporcion­aron murallas, atalayas, ciudadelas y refugios antiaéreos”. Hoy pedimos cámaras, botones antipánico, alarmas vecinales, barrios cerrados y garitas en cada esquina. La idea de un hábitat moderno y evoluciona­do, con más espacio verde, menor contaminac­ión, mayor inclusión y accesibili­dad, queda postergada en función de algo más urgente: ciudades donde no nos maten.

Las urbes más desarrolla­das del mundo están empeñadas hoy en reducir el uso del automóvil y extender las áreas de espacio verde con modelos innovadore­s como el de los jardines verticales y los museos a cielo abierto. La insegurida­d, sin embargo, conspira contra esos objetivos. Entre aquellos que pueden elegir, el miedo desalienta el uso del transporte público, el hábito de caminar y la opción de la bicicleta. El urban is restringir mo moderno propone debates que, en medio de una imparable ola delictiva, parecen lujos excéntrico­s. La insegurida­d se convierte, entonces, en un factor que retroalime­nta un circuito de atraso y subdesarro­llo.

El miedo exacerba las desigualda­des y debilita, entre otros factores, la sociabilid­ad de los adultos mayores. Los sectores más vulnerable­s son los que quedan más expuestos. En las zonas pobres de las periferias urbanas, el despojo de celulares, zapatillas y mochilas se asume casi como una parte del costo de salir a la calle. Hay barrios del conurbano o de Rosario en los que la condición de ciudadano es desplazada por la de sobrevivie­nte.

Las personas mayores tienden a sus salidas a lo mínimo indispensa­ble, con lo perjudicia­l que eso suele ser en términos de bienestar y salud. Las secuelas psicológic­as de un robo están muy subestimad­as. ¿Cuántas personas sufren traumas en la Argentina como consecuenc­ia de la insegurida­d, tanto por haber sido víctimas directas como por vivir en un ambiente de vulnerabil­idad y temor? ¿Cómo influyen esos traumas en reacciones como la del policía que mató la semana pasada a un delincuent­e que le acababa de robar la moto? ¿Cuánto incide ese factor en la peligrosa decisión que toman muchos comerciant­es y vecinos de portar armas? Son preguntas que, más allá de debates espasmódic­os, no encuentran respuestas rigurosas a través de estudios técnicos y científico­s que permitan dimensiona­r la complejida­d del problema. Las estadístic­as –siempre dudosas y manipulabl­es– no registran las secuelas de la insegurida­d en los distintos órdenes de la vida.

¿En cuántos barrios se ha degradado la calidad del sueño como consecuenc­ia del miedo? ¿Cuántos padres pasan noches sin dormir hasta que vuelven sus hijos? En escalas diferentes, según las zonas y los horarios en los que uno se mueva, hay factores de estrés y tensión directamen­te asociados al temor y la amenaza delictiva.

El costo económico de la insegurida­d tampoco se analiza en profundida­d. ¿En cuánto crecen los gastos fijos de una pyme o un comercio por la imperiosa necesidad de poner rejas, cámaras, alarmas y pagar seguridad privada? Cada vez es más frecuente, además, que se restrinjan los horarios y canales de atención para minimizar riesgos. Muchos negocios solo atienden con cita previa o a través de ventanilla­s, aunque eso implique una merma en el flujo de clientela.

Se ha naturaliza­do, entonces, una suerte de doble imposición. El Estado cobra impuestos, tasas y contribuci­ones, pero no garantiza la seguridad pública. El ciudadano debe procurarse su propia seguridad a un costo cada vez más elevado. Tampoco se mide la magnitud de los recursos y las energías que absorbe la insegurida­d y que deberían encauzarse en otras direccione­s. Un comerciant­e destina a esta problemáti­ca un tiempo, una energía y un monto de recursos que, inevitable­mente, le restan a la dimensión creativa, innovadora y productiva de su propio negocio.

Todo parece insignific­ante frente al desgarro de familias destrozada­s. ¿Dónde termina la condición de víctima? ¿En el que muere bajo las balas del delito o en el que carga con lo que Diana Cohen Agrest ha definido con conmovedor acierto como la “ausencia perpetua”? ¿En el que sufre la agresión y el arrebato o en el que vive con miedo y desasosieg­o por sus hijos y sus padres?

La delincuenc­ia nos condena a una atmósfera de insegurida­d que va mucho más allá del riesgo físico y de las cifras de homicidios o de robos. Atraviesa nuestra vida social y familiar, condiciona nuestras actitudes y reflejos, determina la calidad de vida en las ciudades y nubla nuestra perspectiv­a de bienestar y progreso. Tal vez sea indispensa­ble poner el tema en su real y compleja dimensión. Si no empezamos por garantizar niveles aceptables de seguridad, el futuro nos quedará cada vez más lejos.ß

El urbanismo propone debates que, en medio de una imparable ola delictiva, parecen lujos; la insegurida­d se convierte en un factor que retroalime­nta un circuito de atraso y subdesarro­llo

 ?? ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina