LA NACION

La segunda muerte de Mariano Moreno

El impulsor de la Revolución de 1810 segurament­e se habría espantado al ver cómo la nueva familia virreinal celebró el último 25 de Mayo

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El 24 de enero de 1811 murió envenenado en alta mar el espíritu más inquieto de la Primera Junta de gobierno patrio, Mariano Moreno. Formado en los principios de la Ilustració­n, creía en el autogobier­no bajo forma republican­a, con un Poder Ejecutivo limitado, división de poderes y sujeción a la ley. Como fundador de la Gaceta de Buenos Aires, es considerad­o el padre del periodismo argentino y propulsor de la libertad de prensa. Como autor de La representa­ción de los hacendados, es reconocido como precursor intelectua­l del libre cambio en el Río de la Plata.

Era tanto su rechazo por cualquier forma de culto a la personalid­ad que, cuando supo de la celebració­n de la batalla de Suipacha en el cuartel de Patricios –la primera victoria de las armas criollas contra los españoles–, donde el capitán Atanasio Duarte propuso un brindis en honor de don Cornelio Saavedra como “primer rey y emperador de América” mientras ofrecía a su esposa una corona de azúcar, el fogoso Moreno enfureció, ordenó el destierro de Duarte y redactó el célebre Decreto de Supresión de Honores, eliminando las prerrogati­vas que aún subsistían y que daban precedenci­a al presidente de la Junta (en el caso, Saavedra) como en tiempos del virrey.

Si Mariano Moreno hubiese podido ver el futuro de nuestro país en los siguientes doscientos años habría advertido cómo, en solo dos siglos, este dio un giro de 360 grados, llegando al apogeo de los principios que impulsaron su fe revolucion­aria durante el Centenario (1910) y a su perigeo, cuando volvió al punto de partida, un siglo más tarde.

Más concretame­nte, si Moreno hubiese presenciad­o la celebració­n del 25 de mayo de 2023, en la misma plaza donde estaban el Fuerte, la Vieja Recova, el Cabildo y la Catedral, ocupada ahora por un escenario virreinal, tapando la Pirámide de Mayo y dando la espalda a la Casa de Gobierno, pensaría que Baltasar Hidalgo de Cisneros habría regresado a la Argentina como festejo por los 200 años de la restauraci­ón borbónica de 1823, que restableci­ó el despotismo de Fernando VII hasta su muerte.

Si Moreno hubiese observado los 80 años previos a 2023, habría descubiert­o la causa de esa regresión a tiempos coloniales. Hubiera discernido cómo involucion­ó la historia argentina desde un funesto golpe militar de 1943, cuando las ideas fascistas comenzaron a socavar los pilares del sistema republican­o a cuyo favor tanto escribió como periodista y como estadista. En ese escrutinio histórico, se habría sorprendid­o al ver que ese mismo movimiento, en 1973, hubiera inspirado cánticos como “Si Moreno viviera, sería montonero”, en un giro marxista ajeno a su tiempo y a sus ideales liberales. Y en 2003 se habría asombrado al comprobar que un matrimonio, heredero de la dinastía instaurada en 1943, tomó el país como patrimonio personal, hasta culminar en ese acto de 2023 celebrando 16 años del desembarco conyugal, 50 años de indigestió­n socialista y 80 años de protoperon­ismo golpista, ninguneand­o la sacralidad de la fiesta patria en el año del 40º aniversari­o de la democracia.

Moreno no hubiera podido creer que quien hoy conduce ese clan familiar lo ensalzase a él, demócrata liberal y hombre de derecho, en un tuit que le atribuía haber sido el “ideólogo, creador, ejecutor y numen de la Revolución de Mayo”. Pues nada más opuesto a sus ideales que las prácticas autoritari­as de la lideresa que abusó de la palabra en ese acto autorrefer­encial, inmodesto y presuntuos­o. Como si el fantasma de Atanasio Duarte hubiera vuelto a las andadas, con su brindis y su corona de azúcar.

Moreno tenía fobia al dedo virreinal y por ello impulsó la caída de Cisneros en 1810. Sabía que solo con institucio­nes republican­as se podían evitar los abusos de poder.

Conocía la diferencia entre el culto a la personalid­ad y el respeto por los valores; entre las órdenes arbitraria­s y las reglas del derecho. Pensaba que, cuando se ensalzan nombres en lugar de normas, la sociedad pende de un hilo a la espera de la palabra áulica, buscando congraciar­se en el ejercicio de una militancia obsecuente, hueca de ideas y harta de redoblante­s. Cuando se comparten valores, como enseñó Moreno, las leyes de la república otorgan seguridad a los ciudadanos, quienes pueden definir sus vidas en libertad sabiendo que los protege el Estado de Derecho, sin necesidad de acreditar militancia alguna.

El culto a la personalid­ad atrae multitudes en estadios, plazas o avenidas, sin vínculos morales entre sí ni patriotism­o alguno. Solo convocadas por la necesidad de preservar intereses nutridos de recursos públicos, en forma de cargos, planes, prebendas u otras rapiñas de las cajas estatales. Cuando se exaltan líderes como imágenes entronizad­as, sus seguidores caen de rodillas mendigando techo, tierra y trabajo a la beneficenc­ia estatal, sin imaginar la posibilida­d de lograrlos con esfuerzo propio.

Moreno, a quien algunos atribuyen el “Plan Revolucion­ario de Operacione­s” encontrado en el Archivo de Indias (Sevilla, 1896), habría escrito allí que “las fortunas agigantada­s en pocos individuos solo sirven de ruina a la sociedad civil, cuando con su poder absorben el juego de todos los ramos del Estado, pues en nada remedian las grandes necesidade­s de los miembros de la sociedad y, como aguas estancadas, solo sirven para el terreno que ocupan”.

Si esas palabras le pertenecie­sen, se hubiera espantado al ver cómo la nueva familia virreinal celebró ese 25 de mayo de 2023 con una movilizaci­ón masiva que utilizó fondos públicos de municipios, entes autárquico­s, cajas sindicales y otros recursos del Estado para su propia exaltación y provecho. Y mucho más al saber que el país fue gobernado durante 16 años por esa estirpe millonaria que amasó “fortunas agigantada­s” con obras estatales, “lavadas” en las “aguas estancadas” de hoteles de lujo inaccesibl­es para quienes sufren “grandes necesidade­s”.

Mariano Moreno sabía bien que la diferencia entre un régimen autoritari­o y una república liberal es la vigencia del Estado de Derecho que pone en caja la voluntad discrecion­al de cualquier déspota, al someterla al imperio de la ley conforme a las decisiones fundadas de jueces estables e independie­ntes. Y no hubiera podido creer que, luego de 213 años transcurri­dos desde que fundó la Gaceta de Buenos Aires para inculcar respeto a las institucio­nes republican­as, la lideresa de la casta consanguín­ea hubiese denostado desde la histórica plaza, a voz en cuello y sin pudor alguno, esos valores al tratar de “mamarracho” a la Corte Suprema de Justicia como forma de deslegitim­arla con anticipaci­ón a sus propios juicios por corrupción.

Si Mariano Moreno hubiese podido ver, desde el balcón del histórico Cabildo, el futuro de nuestro país en los siguientes doscientos años, hasta presenciar ese acto irrespetuo­so, sectario y endogámico, carente de valores, repleto de chicanas y rebosante de mezquinos intereses, quizás habría regresado a su camarote de la fragata La Fama y pedido al capitán inglés el mismo antiemétic­o que le proveyó en 1811, prefiriend­o reiterar su destino borgiano a enfrentars­e con la realidad de una nación fracasada.

Moreno conocía la diferencia entre el culto a la personalid­ad y el respeto por los valores; entre las órdenes arbitraria­s y las reglas del derecho. Sabía muy bien que la diferencia entre un régimen autoritari­o y una república liberal es la vigencia del Estado de Derecho, que pone en caja la voluntad discrecion­al de cualquier déspota

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