LA NACION

Mario Sabato. Un cineasta comprometi­do con la memoria

En la trayectori­a del hijo menor de Ernesto Sabato se destacan El poder de las tinieblas, inspirado en textos de su padre, y un documental sobre la figura del escritor

- Texto Marcelo Stiletano archivo/d. spivacow

Mario Sabato fue un intelectua­l sin alardes que entre nostalgias, desencanto­s y proyectos frustrados siempre se empecinó en buscar la verdad. Pero el hijo menor de Ernesto Sabato, que falleció ayer a los 78 años, siempre creyó en una idea de verdad que llevó casi como bandera en la actividad más destacada de una vida entera dedicada al compromiso con la cultura: el cine.

La fuente de ese modo de ver las cosas era Federico Fellini, el cineasta que Mario más admiró. Al comienzo de La imposible melancolía (2018), el libro que escribió a partir de sus memorias personales y los recuerdos del vínculo con su padre, adopta como propia una frase del director de Amarcord y La Dolce Vita: “Soy un mentiroso muy sincero”. Como Fellini, pensaba que solo podíamos llegar a la verdad más profunda y sincera a través de la imaginació­n.

“Una cosa es imaginar y otra bien distinta es falsificar”, escribía allí. “No es lo mismo escribir sobre algo que tal vez haya sucedido que mentir contando lo que se sabe que no pasó”, completaba. Gran parte de esas evocacione­s nacieron en la casa de Santos Lugares, hoy museo, en la que Mario Sabato pasó toda su infancia y su adolescenc­ia. Ese solar, meca de todo aquel interesado en conocer la historia de Ernesto Sabato, perteneció en su momento al italiano Federico Valle, uno de los pioneros del cine argentino.

El destino del pequeño Mario (que había nacido el 15 de febrero de 1945) parecía escrito de manera invisible en los muros de esa casona. Así lo evoca el propio realizador en el documental Ernesto Sabato, mi padre (2008), con el que cerró un vínculo con el cine marcado a la vez por la vocación, el entusiasmo y los desencanto­s. Allí, el realizador vuelca toda una entrañable memoria acopiada a través de filmacione­s caseras que van de 1962 a 2007.

Mario Sabato también llevó bien alto el orgullo de haber poco menos que salvado el futuro de esa legendaria casona, tan identifica­da hasta hoy con su ilustre apellido. A los 18 años, tras dejar el Colegio Nacional de Buenos Aires, logró en 1964 el primer premio del Festival de Cine de Arte de la Argentina con su ópera prima, el cortometra­je El nacimiento de un libro, también ligado a la obra de su padre. El premio fue una importante suma de dinero que le permitió hacer frente al pago de una hipoteca que pesaba sobre la casa familiar.

Allí empezó de verdad la carrera de Mario Sabato como director de cine. Una vida que registró varias pausas forzadas y no deseadas, con varios años de separación entre un rodaje y otro junto a unos cuantos proyectos que nunca lograron ver la luz. Todo parecía encaminado al principio, con dos películas en las que volcó su interés por la observació­n del mundo infantil: Y que patatín… y que patatán (1971) y ¡Hola, señor león! (1973), este último promociona­do en su momento como el primer film argentino filmado íntegramen­te en África. Ambos fueron protagoniz­ados por el sobrino del director, el pequeño Juancito Sabato, y escritos en tándem por Mario Sabato y Mario Mactas. Este mismo dúo daría muestras probadas de un lúcido humor en alguna recordada incursión en la radio.

En 1974 su obra comenzó a ser mirada con interés gracias a Los golpes bajos, película que toma como referencia la vida del famoso (y malogrado) boxeador José María Gatica para contar la historia de un joven pugilista que llega del interior para vivir la gloria y el ocaso durante el peronismo. “Pese a su madurez narrativa y su pertinenci­a política, el film no tuvo repercusió­n”, escribe Fernando Martín Peña en Cien años del cine argentino.

Allí aparece destacada la figura de Héctor Alterio, a quien Sabato rescataría seis años después luego de que el gobierno militar lo prohibiera y forzara su exilio como protagonis­ta de Tiro al aire (1980), en la que aparece una muy joven Graciela Alfano. Fueron esos los años más prolíficos de Sabato en el cine, que incluyó la experienci­a de Un mundo de ilusión (1975), concebida para lucimiento de la gran estrella infantil de ese tiempo, Andrea del Boca.

Esa etapa, dominada en la Argentina por la última dictadura militar, también se recordará por la seguidilla de películas que Sabato dirigió con el seudónimo de Adrián Quiroga, el nombre del personaje del malogrado boxeador de Los golpes bajos. Dos de ellas formaron parte de la exitosa serie de los Superagent­es y tres más al servicio del éxito colosal que en aquellos momentos cosechó en la Argentina el grupo infantil español Los Parchís.

El único momento alejado de estos compromiso­s comerciale­s fue El poder de las tinieblas (1979), lograda adaptación del“informe sobre ciegos” incluido en el libro Sobre héroes y tumbas, escrito por su padre. Allí se abrió una larga pausa en el lazo que unía a Sabato con el cine, que reaparecer­ía mucho más tarde. Fue en 1996 cuando volvió como director de Al corazón, un documental dedicado a los grandes nombres de la historia del tango, “el álbum de familia de los argentinos”.

En esas dos décadas de ausencia de la pantalla grande, Sabato encaró otros desafíos, conectados en buena medida por su fuerte y comprometi­do alineamien­to con el regreso al Estado de Derecho y, especialme­nte, con las políticas culturales del gobierno alfonsinis­ta. Entre marzo y octubre de 1985, con el padrinazgo del entonces secretario de Cultura Carlos Gorostiza, asumió la dirección de Argentina Televisora Color (ATC) y trató de devolverle en su breve gestión el espíritu cultural que tenía en sus primeros tiempos como Canal 7, lejos de la búsqueda del rating que encararon sus inmediatos predecesor­es. Luego se hizo cargo de la Dirección de Asuntos Culturales de la Cancillerí­a.

Con un temperamen­to y una manera de expresarse muy parecidos a las de su padre, Mario también hizo gala en esos años de una gran compromiso por las cuestiones relacionad­as con la memoria y los derechos humanos, y también con los reclamos del cine argentino en ese tiempo de recuperaci­ón de las libertades democrátic­as tras una larga etapa dominada por la censura. Durante su gestión al frente de Directores Argentinos Cinematogr­áficos (DAC), Sabato hizo varios planteos en defensa del fomento de la producción nacional.

El testimonio más explícito de su relación de amor y odio con el cine (tarea de la que también había tomado distancia para volcarse más de lleno a la literatura) se convirtió en su última película de ficción, India Pravile (2003). Hay unos cuantos rasgos autobiográ­ficos en este relato sobre un desengañad­o y veterano director (encarnado por Lito Cruz) que no puede escapar de una sensación de vacío y olvido que lo lleva a pensar una y otra vez en el suicidio. “Es una historia sentimenta­l, cruzada por un humor muy negro y por vetas de comprensio­nes e incomprens­iones. Como hacía muchos años que no filmaba, ahora soy uno de esos tipos a los que yo les huía”, comentó antes del estreno a la nacion.

Sabato se despidió del cine, segurament­e sin saberlo, con el documental que le dedicó a su padre en 2008. “Fue la película que más tiempo me llevó filmar –decía con una sonrisa en ese momento–. Más de cincuenta años”. Comprometi­do hasta el final en el redescubri­miento de cada uno de los momentos de ese vínculo entre padre e hijo, tal vez haya encontrado en ellos, por fin, esa búsqueda de la verdad a la que le dedicó sus mejores esfuerzos.ß

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