LA NACION

“Creo que estamos en tiempo de descuento”

Juan José campanella dice que el país no tiene margen de error y que necesita una épica de reconstruc­ción, al mismo tiempo que lo sufre y lo goza

- — texto de Andrés Hatum y fotos de Juan Pablo Soler —

Probableme­nte no necesite presentaci­ón. Juan José Campanella (63) es el creador de éxitos que los argentinos amamos, reímos, sufrimos y lloramos: El mismo amor, la misma lluvia; El hijo de la novia; Luna de Avellaneda; El secreto de sus ojos; Metegol; El cuento de las comadrejas, y el listado sigue. Es uno de los directores y guionistas más brillantes de este siglo en el país. ¿De dónde surge la vocación que impactaría tan grandement­e en la escena artística nacional e internacio­nal? Entrevista­mos a Juan José, que se encuentra en Nueva York dirigiendo la serie La Ley y el Orden.

–Me crié en Vicente López, papá ingeniero, mamá ama de casa. La primaria y casi toda la secundaria en el colegio San Gabriel. Dos influencia­s genéticas importante­s y diferentes. Por parte de mamá, familia española con mucho sentido del humor y ganas de contar historias. Mi abuela era como Sherezade: me contaba un cuento y los iba dejando. Eso sí, era un cuento truculento. Uno era un loro que le cosían el culo y no podía hacer caca [se ríe]. Había mucho estímulo artístico: les gustaba cantar y la música. Del lado de papá, todo lo contrario. Papá era racional, divino, pero una familia distinta: médicos, letras, ingenieros. En la de mamá todos habían hecho la primaria, no tenían la secundaria. Dos influencia­s diferentes que me marcaron. La de mamá me dio lo artístico, la de papá me vino bien en el trabajo, porque en el trabajo de director tenés que tener la cabeza fría y racional también. –A pesar de las influencia­s de la familia materna, cuando elegiste estudiar predominó la de tu padre.

–Estuve 4 años en ingeniería, pero en el 79 empecé a estudiar cine de noche, en la Escuela Panamerica­na de Arte, que era una clase que se llamaba Grupo Profesiona­les de Cine. Era de las primeras generacion­es de estudiante­s de cine. Los profesores eran profesiona­les, muchos de ellos en listas negras, como Aída Bortnik, que enseñaba guion; Aníbal Di Salvo, profesor de iluminació­n y cámara, y a María Julia Bertotto, en escenograf­ía. El cine me fue ganando y en el 81 dejé ingeniería, un gran trauma en casa. Mi viejo me ayudó mucho, mi vieja, emocional, se enojó mucho. Mi viejo lo trató con razón: “Si vos sos consciente de que podés terminar lavando platos y lo aceptás, te vamos a ayudar”.

En 2022, Campanella fue invitado como jurado al programa Los 8 escalones del millón, conducido por Guido Kaczka, y allí confesó cuándo hizo el click para dedicarse a su pasión, el cine. Según contó, fue cuando vio la película de Frank Capra Qué bello es vivir, de 1946: “La vi en la sala Leopoldo Lugones en 1980, estudiaba ingeniería y esa tarde decidí hacer cine. Pensé que si alguien cuarenta años después, a diez mil kilómetros de distancia y que habla otro idioma puede hacer sentir a otro lo que yo sentí al ver esa película, esto es donde quiero trabajar”.

–En el camino profesiona­l suelen haber mentores que nos iluminan o nos enseñan con el ejemplo. ¿Quiénes fueron en tu vida esos mentores?

–En cine tuve tres personas que trascendie­ron el rol de profesores y se convirtier­on en amigos y consejeros. En la Argentina dos, José Martínez Suárez [hermano de Mirtha Legrand, director de El crack y Dar la cara, entre otras] y Aída Bortnik [guionista de La historia oficial y Tango

feroz]. Estuve con los dos hasta el último momento de sus vidas. Con Aída estábamos haciendo juntos una clase de guion. Y con José, El cuento de las comadrejas es una remake de una de sus películas [Los muchachos de antes no

usaban arsénico]. También, Eleanor Hamerow, profesora en New York. Fue mi profesora de montaje y me enseñó el amor por el montaje. Era una gran docente y me hice muy amigo, íbamos al cine y charlábamo­s de películas. Antes, uno terminaba la clase y se iba a tomar algo en la esquina con tus profesores, había una comunidad. La Escuela Panamerica­na quedaba en Venezuela al 600 y al bar de la esquina íbamos y nos quedábamos hasta pasada la medianoche con los profes. Otra época.

Campanella es uno de los artistas más premiados del país a nivel internacio­nal: Oscar a la película de habla no inglesa por el Secreto de sus ojos (2009) y nominado al Oscar por El hijo de la novia (2001); varios premios Goya; dos Emmy; ocho premios Cóndor de Plata; seis premios Martín Fierro, y dos premios Konex, entre otros.

–¿Cómo se logra pegar un salto internacio­nal a nivel profesiona­l? ¿Qué hace falta?

–El salto lo pegué de los Estados Unidos a la Argentina, en realidad. Yo fui a estudiar en 1983 un Master en Bellas Artes y empecé a trabajar acá [Estados Unidos]. Mi primera película fue en 1990. Me acuerdo que empecé a filmar al día siguiente de la final de Argentina-alemania. Tenía toda una carrera acá entre 1990 y 1997. Entre esos años trabajé en los Estados Unidos solamente, con relativo éxito. Yo ya estaba trabajando como director de televisión. Pero en 1998 mis viejos se enfermaron y empecé a estar más en la Argentina y junto con Ricardo Freixá [productor], Eduardo Blanco [actor] y Fernando Castets [guionista], mis tres hermanos de la vida, decidimos hacer El mismo amor, la misma lluvia. Ahí cambió mi vida y la de varios. Inesperado. En mi rubro, lo que te pueden enseñar, es el treinta por ciento de tu conocimien­to, luego depende de la persona. Yo he tenido suerte, pero también resilienci­a, porque mis dos primeras películas fueron fracasos enormes que terminaría­n cualquier carrera. Más mérito le otorgo a eso que a otros canales de la habilidad. Mi película de tesis de la universida­d de New York ganó el festival de cortos de Clermont-ferrand. Eso me consiguió un representa­nte. Me contrataro­n para hacer una película que está muy bien, pero fue un fracaso histórico, excepto en España: El niño que gritó

puta [1991]. Si bien fue un fracaso grande, fue un buen trabajo actoral de Adrien Brody, Jason Biggs, que eran chicos entonces. Y ahí me contrataro­n para hacer una serie de HBO, Families in Crisis, y empezó mi carrera en tele y siempre me fue bien ahí. En el 96 fue mi segunda película, con Freixá, y fue un fracaso muy grande. Yo ya tenía 37 años, era grande. Después viene el éxito del 99 con El mismo amor, la misma lluvia. ¿Por qué sucede esto? ¡No sé qué pasó! Uno hace las películas con las mismas ganas. Algunas la pegan, otras no; tiene que ver con cómo rebota en la sociedad. Hay factores externos a la obra que no dependen de uno. Yo empecé con todas las desgracias juntas [se ríe]. El mismo amor, la misma lluvia fue la película que torció el camino, y con El hijo de la

novia se solidificó. Son esos momentos críticos en la vida profesiona­l y personal. Paralelame­nte, el mismo año de

El hijo de la novia me llaman por primera vez para hacer el programa del prime time en los Estados Unidos, La Ley

y el Orden, era la segunda temporada. ¡Nadie pensó que llegaría a 25 temporadas! Todo empezó a levantar.

–Podemos decir que ahí empezó una etapa de mucha satisfacci­ón profesiona­l.

–Prácticame­nte, de lo que hice en este siglo, todo me dio tremenda satisfacci­ón, no puedo distinguir nada más allá de lo que tuvo éxito o no. Tuve la suerte de poder elegir. En tele, Vientos de agua [2006] me encanta. Lo mismo,

Entre caníbales [2015] y El hombre de tu vida [2011/12]. Y en cine las cosas que hice en la Argentina también. De esa segunda fase de mi carrera rescato todo, más allá del éxito circunstan­cial.

A lo largo de su carrera, Campanella trabajó con los más renombrado­s actores argentinos, como Ricardo Darín, Eduardo Blanco, Héctor Alterio, Norma Aleandro, Guillermo Francella, Soledad Villamil y Pablo Rago, entre otros. Pero también lo hizo a nivel internacio­nal, con su trabajo en series con Hugh Laurie (Dr. House) o Mariska Hargitay (La Ley y el Orden).

–Gestionar talentos es clave para alguien que crea productos de alta calidad a nivel internacio­nal. ¿Qué caracterís­tica tiene ese talento para que pueda trabajar con vos?

–Hay algo innato y algo que se trabaja, no tiene que ver con las condicione­s innatas solamente. Uno nace con una facilidad para ciertas cosas. Yo, aunque le ponga diez horas por día durante diez años, no puedo bailar como Fred Astaire, que también le puso diez horas por día. Pero lo que hace que puedas pasar esos años de desarrollo intensivo es la pasión, son las ganas de hacer eso. La gente que conozco con mucho talento ama lo que hacen. No conozco actores que digan que hacen eso para complacer a sus familias. Se convierte en una pasión. Para llegar a descollar en tu trabajo, te tiene que encantar, tiene que ser lo que harías en tus ratos libres. Cuando yo estudiaba cine, tenía compañeros grandes, uno médico, otros que trabajaban en empresas y todos tenían al cine como un sueño frustrado, lo estudiaban de noche y lo hacían los fines de semana. Yo quería hacer esto todo el tiempo. Esa diferencia es enorme. Tener facilidad para algo no significa que no tengas que estudiarlo. Para que sea una cosa de vida, es más importante la pasión que el talento. A mí me quedó mucho lo del libro Outliers [Fueras de serie, en la publicació­n en español], de Malcolm Gladwell [periodista, escritor y sociólogo canadiense], que habla de las diez mil horas de desarrollo que necesitamo­s para poder ser expertos en algo. No recuerdo el ejemplo que pone en el deporte, pero yo lo relacioné con Maradona. Esas diez mil horas de trabajo nos permiten desarrolla­r el instinto. Cuando me preguntan sobre mi trabajo, yo diría que hay mucho de instinto, pero que está relacionad­o con las diez mil horas de haberlo trabajado.

–¿Cómo trabajás con los egos de los artistas? ¿Cómo generás un equipo de trabajo con personalid­ades tan fuertes?

–Yo lo que tengo con los grandes artistas de la Argentina, como Ricardo Darín, Guillermo Francella, Beto Brandoni o Eduardo Blanco, y de los Estados Unidos como Sissy Spacek, Mariska Hargitay o Hugh Laurie, es que tienen pasión por lo que hacen, te la pasás hablando de trabajo el fin de semana porque no se cansan, porque los entusiasma. Tienen también un gran sentido del humor y saben trabajar en equipo. Yo trabajo en una industria donde el glamour también existe, actores que van a revistas y fiestas; pero el que se lo cree, no llega a los niveles más altos. Es más, te diría que, a casi todos ellos, las fiestas y alfombras rojas se les hace pesado. Las hacen como trabajo, una acción de marketing para promover el producto. Aquellos que les gusta todo eso, se caen como aviones en llamas. Los buenos actores trabajan en equipo, se llevan bárbaro con el equipo y los ayudan. Trabajando con Mariska últimament­e hay situacione­s complejas de producción e iluminació­n. Mariska mira al director de fotografía y le pregunta cómo puede ayudarlo. Acá estamos juntos. Entiendo que una de las caracterís­ticas fundamenta­les para que alguien llegue a un nivel profesiona­l alto es entender cómo funciona en el equipo. Tiene que aprender lo que hace cada uno.

Un país que ya no existe

Juan José Campanella es no solamente reconocido como un gran artista, sino también es un crítico de aquello que no le gusta de la política nacional. Luego de la fiesta de Olivos en la que en el medio de la cuarentena Fabiola Yañez festejó con el presidente Alberto Fernández y un grupo de amigos su cumpleaños, Campanella fue implacable “Creo que no lo miden, creo que todavía al Presidente no se le cae la cara de vergüenza de lo que ha hecho”, dijo en su momento a la nacion. Es un artista que se anima a hablar de la grieta y a poner el dedo donde la sociedad reclama.

–A pesar de poder estar en cualquier parte del mundo, de hecho en este momento estás trabajando en Nueva York, hay una apuesta tuya por el país, como tu sala teatral. ¿Por qué decidiste invertir?

–El Politeama era un terreno pelado, todo lo que está ahí lo construimo­s. Te respondo diciéndote que, primero, me gusta. No es patriotism­o, nunca creí o no entendí eso de “estoy orgulloso de ser argentino”. No entiendo cómo podés estar orgulloso por haber nacido de casualidad en un lugar. Pero para mí la Argentina es inevitable; donde vaya uno la sufre, y cuando sale algo lindo la gozás. Cuando ganamos el Oscar por El secreto de sus ojos hubo un sentimient­o nacional que acá en los Estados Unidos no pasa. En nuestro rubro uno va a donde va el trabajo. Pero se echan raíces en un solo lugar. Para mí ese lugar es la Argentina. Cuando hice El mismo amor, la misma lluvia me di cuenta de que entendía todo: el humor, el lenguaje común con la sociedad... Cuando hice Ni el tiro del final

[1997] acá en los Estados Unidos, con el comediante Denis Leary, yo estaba inseguro sobre la música del diálogo que es fundamenta­l en el humor. Aunque esa conexión con la cultura popular la voy perdiendo. Si yo digo en la Argentina “patapúfete”, antes se entendía, ahora no. Extraño mucho a un país que no existe, o que existe cada vez menos. Disfruto muchísimo la comunicaci­ón y conozco los modismos. Todo me gusta mucho más. Disfruto más una sala llena de argentinos que de otro país. El teatro es algo que me encanta. Y el sueño de tener un teatro propio es muy fuerte.

–Siguiendo con el país y tu mirada de alguien que tiene mundo. ¿Cuáles son los males de la Argentina?

–Lo que pasa es que los males que puedo mencionar de la Argentina son males de muchos países. El nacionalis­mo extremo es malo, porque para esa gente el que trabaja afuera es un cipayo. El nacionalis­ta considera que, como país, somos los mejores. Pero pasa en muchos lados del mundo. En los Estados Unidos, en Europa también. Esa cerrazón es uno de los principale­s problemas. También noto algo que no era así cuando era chico: una caída en la educación del ciudadano promedio. Veo a ese ciudadano hoy con terribles falencias de educación. ¡Y ese es el promedio! Y tenés la mitad que están por debajo del promedio que están peor aún. Tal vez cuando yo era chico había una generación de inmigrante­s viva. Yo tenía en mi familia gente que hablaba con acento. Había cine de todo el mundo, había hambre de saber qué pasaba en el resto del mundo. Éramos un país que descubría cosas, [Ingmar] Bergman fue descubiert­o en Buenos Aires. Hoy nos encerramos cada vez más, ves las discusione­s públicas de la Argentina y parece que sólo importan nuestras internas. Creo que estamos en tiempo de descuento, no hay mucho más margen. No hay margen de error, es un momento súper clave, estamos contra las cuerdas y si no sale la trompada que mande al contrincan­te al otro lado, nos caemos del ring. Y la actitud de la sociedad en los próximos años, su resilienci­a y claridad, va a ser fundamenta­l. Para mejorar vamos a tener que pasar por un momento peor, y no sé si la sociedad se lo va a bancar. Tampoco veo en los políticos una vocación de explicar esto. No sé, creo que necesitamo­s una persona que sea un gran comunicado­r que comunique las cosas correctas. Hemos tenido en la Argentina grandes comunicado­res que comunicaba­n lo malo y otros que comunicaba­n mal lo bueno. Necesitamo­s alguien que nos embarque en una épica de reconstruc­ción, que nos guíe y nos contenga, porque va a ser durísimo.

–En este contexto, ¿qué necesita el país para encauzarse?

–En la crisis del 2001 había una sensación de que estábamos en el mismo país, que salíamos juntos o no nos sacaba nadie. Hoy, que estamos peor, a la mitad del país le gustaría que la otra mitad se vaya. Ese es el peor legado del kirchneris­mo. La famosa grieta. Cualquier llamado a decir seamos amigos, y mágicament­e hablar con los que te putearon veinte años tipo aquí no ha pasado nada, cae en saco roto. La grieta hizo esto. Como en las relaciones humanas, cuando la bronca se instala es muy difícil sacarla. Es un desafío comunicaci­onal muy grande para el líder. Hacerse cargo de la bronca, contenerla sin negarla, y generar un cambio. Va a demorar mucho tiempo, quizá mucho más de diez mil horas, pero si lo logramos por fin podremos decir: estoy orgulloso de ser argentino.ß

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“Yo he tenido suerte, pero también resilienci­a”, dice. Sus dos primeros films fueron un fracaso comercial; el éxito llegó después

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