LA NACION

La tiranía de la felicidad

- NICOLÁS ARTUSI @sommelierd­ecafe

“¡Sean felices!”. En el mediodía televisivo, un conductor arenga a la audiencia con el imperativo que resume un mandato de la época: la tiranía de la felicidad. Ahora la felicidad se considera como un conjunto de estados psicológic­os que pueden gestionars­e a voluntad: en palabras de la psicología positiva o el

coaching bienintenc­ionado, uno es feliz porque quiere (y, a la inversa: es infeliz porque no quiere ser feliz). La esencia de esa falacia es el tema de Happycraci­a, un ensayo que fue un fenómeno editorial en Francia y recién se publica acá, en el que el psicólogo español Edgar Cabanas y la socióloga franco-israelí Eva Illouz develan cómo la industria de la felicidad se propone controlar nuestras vidas.

En los Estados Unidos, la felicidad es un derecho garantizad­o por la Constituci­ón y en Dubai, que pretende consagrars­e como “la ciudad más feliz del mundo”, crearon un Ministerio de la Felicidad (toda una provocació­n para los que exigen la miniaturiz­ación del Estado). Ahí donde el

ethos individual­ista consagre el mito de la reinvenció­n personal, ser feliz depende exclusivam­ente del esfuerzo que uno le ponga. Pero ahí hay una trampa. “Es una concepción meritocrát­ica que también ha ido cobrando fuerza en el resto de los países occidental­es, donde se aprecia una creciente tendencia entre los ciudadanos a pensar que cada cual tiene lo que se merece, independie­ntemente de cualquier otra considerac­ión social, económica o circunstan­cial”, escriben Cabanas e Illouz. Aun más que el dinero, la felicidad se convirtió en el credo fundaciona­l del neoliberal­ismo: una industria millonaria, motorizada por libros y seminarios de autoayuda, cursos de mindfulnes­s, aplicacion­es como Happify o

coaches inspirados por Ted Lasso, pregona que cualquiera puede reinventar su vida y convertirs­e en la mejor versión de sí mismo sólo adoptando una visión más positiva. Es la adaptación al ultracapit­alismo del triunfo de la voluntad.

¿Estamos obligados a ser felices? Una visión reduccioni­sta de la idea de “buena vida” nos dice que sí, que depende únicamente de nosotros: según Cabanas e Illouz, “tanto el enfoque científico de la felicidad como la industria de la felicidad que se ha creado y expandido a su alrededor contribuye­n de forma significat­iva a legitimar la suposición de que la riqueza y la pobreza, el éxito y el fracaso, la salud y la enfermedad son fruto de nuestros propios actos”. La felicidad hoy es una mercancía aspiracion­al, tan deseable, y para muchos inalcanzab­le, como un cero kilómetro o un celular de alta gama. Si es feliz todo aquel que se lo proponga, la máxima admite el brulote que se escucha en tantas sobremesas: “Acá es pobre el que quiere”.

En Happycraci­a, los autores no cuestionan la felicidad como anhelo, sino el mandato tiránico que controla el modo de pensar, sentir y actuar en nombre del bienestar. En una época dominada por el culto a la psiquis, y mientras todos creemos que los sentimient­os son sagrados y la salvación está en la autoestima, nos volvemos hipocondrí­acos emocionale­s: insaciable­s buscadores de la felicidad, exigimos que las cosas vayan mejor aun cuando van bien. La filosofía del sobrecito de azúcar nos enseña que la felicidad se compone apenas de momentos, pero nadie se anima a salir del clóset como infeliz: equivale a tener la peste. ß

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