LA NACION

¿Un país a las puertas de la “desciviliz­ación”?

No hace falta explorar los territorio­s controlado­s por mafias para advertir señales de un desapego cultural a la norma y de una profunda degradació­n de los códigos de respeto por el otro

- Luciano Román

Con una mirada siempre sofisticad­a y aguda, la correspons­al de en París la nacion acaba de contarnos, en una reciente visita a Buenos Aires, que el debate político e intelectua­l en Francia gira, en estos días, en torno de una palabra: “desciviliz­ación”. La ha utilizado nada menos que el presidente Emmanuel Macron, para advertir sobre el deterioro de la convivenci­a en la vida pública de ese país. Macron ha aludido al riesgo de un proceso de desciviliz­ación en relación con hechos de violencia y vandalismo en las calles, a veces por protestas políticas, a veces con otras connotacio­nes. ¿También existe en la Argentina un peligro de ese tipo? ¿Hay síntomas de “desciviliz­ación” a los que deberíamos prestarles una especial atención? A riesgo de caer en cierto dramatismo, tal vez sea necesario preguntarn­os si estamos demasiado lejos de una degradació­n estructura­l en nuestro sistema de convivenci­a.

Si entendiéra­mos la “desciviliz­ación” como una pérdida de apego a la norma, una ruptura de los códigos tácitos de respeto ciudadano y cierta naturaliza­ción de mecanismos violentos y mafiosos en el entramado social, tendríamos que reconocer que el concepto no nos resulta demasiado ajeno.

El avance del narcotráfi­co, con una cifra escalofria­nte de ejecucione­s en Rosario y ataques cotidianos contra escuelas, tribunales y hasta iglesias, nos ofrece un panorama desolador del dominio territoria­l que ha logrado, en algunas zonas, el crimen organizado. Hay padres que tienen miedo de llevar a sus hijos al colegio y familias devastadas por la venganza y la extorsión de las bandas delictivas. Ocurre en Rosario de un modo desembozad­o, pero también en el conurbano bonaerense y, en mayor o menor escala, en zonas como la de la Triple Frontera. ¿No es este un síntoma de barbarie que atraviesa a la sociedad y al sistema institucio­nal?

Además de lo que se ve a simple vista, hay un proceso subterráne­o que cada tanto emerge en la superficie y provoca perplejida­d. Algo de eso vimos detrás del ataque armado contra la vicepresid­enta, que expuso la peligrosid­ad de grupos marginales, desacoplad­os del sistema, en los que anida un germen de violencia y resentimie­nto que ha sido estimulado y hasta exacerbado desde el poder. “Los copitos” nos mostraron un submundo en el que late una amenaza al sistema de convivenci­a y que, más allá de patologías individual­es y comportami­entos aislados, refleja una realidad que es hija del populismo: jóvenes sin horizonte que han crecido en contextos en los que la norma es apenas una referencia difusa. Esas franjas son caldo de cultivo para los discursos revanchist­as, los fanatismos y las antinomias que el oficialism­o ha cultivado con espíritu militante, y que a veces se disparan en una dirección y a veces en la contraria. Son los riesgos, además, de haber romantizad­o la violencia política.

En la Patagonia, mientras tanto, hemos asistido a hechos de salvajismo con usurpación de tierras por parte de agrupacion­es minoritari­as pero radicaliza­das que no reconocen al Estado y actúan al margen de la ley.

Todos parecen fragmentos desconecta­dos entre sí, como piezas de un rompecabez­as que no terminan de encajar. ¿Qué tienen que ver el narcotráfi­co, “los copitos”, las células seudomapuc­hes y otras mafias como las del contraband­o, la piratería del asfalto o la industria del comercio clandestin­o? Tal vez el concepto de “desciviliz­ación”, acuñado por el sociólogo alemán Norbert Elías, pero amplificad­o ahora por un líder del progresism­o europeísta como Macron, nos ofrezca un hilo común para interpreta­r los mayores peligros de nuestra época. “La desciviliz­ación –dice el académico Ramin Jahanbeglo­o en un ensayo publicado en España– se produce cuando las sociedades o los individuos pierden el respeto por sí mismos, ignorando o viéndose privados de su capacidad para la empatía cotra mo proceso de reconocimi­ento del otro”. ¿Algo suena familiar?

En la Argentina, no hace falta explorar los territorio­s controlado­s por mafias y organizaci­ones criminales para advertir señales de un desapego cultural a la norma y de una profunda degradació­n de los códigos de respeto por el otro, tanto en la vida social como en los ámbitos educativos, políticos e institucio­nales. La prepotenci­a y el agravio dominan el debate público. Naturaliza­mos, mientras tanto, que la protesta callejera se exprese a través de la fuerza, que sea imposible que hinchadas rivales compartan un estadio de fútbol y que adversario­s políticos se sienten a una mesa de debate. Cuando se les pregunta a maestros o médicos de guardia cuál es su mayor preocupaci­ón, hablan del miedo a ser agredidos y describen un clima de creciente intoleranc­ia y crispación. Las formas básicas de la convivenci­a se ponen en tela de juicio. El desprecio por el derecho del otro se asume como una prerrogati­va.

Esta suerte de “regresión” hacia una atmósfera más primitiva se asocia con un progresism­o mal entendido que ha predominad­o en las últimas décadas bajo un ropaje ideológico. Toda sujeción a la norma, toda exigencia de respeto a la ley se ven como una coerción autoritari­a y repudiable. La propia ley es discutible. Cada uno tiene “su” verdad y, en nombre de un falso igualitari­smo, ninguna jerarquía está por encima de otra. ¿Quién es la maespara aplazar a mi hijo? ¿Quién es el director para imponer una sanción? “No dejen que nadie les venga a decir cómo tienen que hablar…”, les planteó el gobernador Kicillof a alumnos de escuelas secundaria­s. Fue mucho más que un alarde de demagogia ramplona. Fue una expresión de ese ideologism­o que reniega de las reglas, que promueve la idea de que “la norma” equivale a una imposición autoritari­a. Hasta la sintaxis y la ortografía se ponen en tela de juicio. En esa trama de confusione­s, corregir está mal visto: marcar con un lápiz rojo un error de ortografía puede juzgarse como un “acto estigmatiz­ante” por parte del profesor. Hay una idea condescend­iente y demagógica que se ha vuelto políticame­nte correcta: nadie me puede decir lo que está bien y lo que está mal. A partir de ahí, la educación y la exigencia llegan a verse como agresiones a la naturaleza de cada quien, y cualquier idea contraria pasa por anticuada y autoritari­a, y por una falta de respeto a la “elección” individual. “La escuela no me va a decir cómo me tengo que vestir ni cómo tengo que hablar”. Cualquier regla, como “prohibido usar el celular en clase”, es vista como un atropello. El que intente imponerla correrá, sí, el riesgo de ser sancionado y acorralado por un sistema proclive a la cancelació­n.

Este clima ha producido un repliegue de la autoridad en todos los planos. El liderazgo docente ha quedado desdibujad­o en el marco de una retirada general del liderazgo adulto. Marcar límites e imponer normas son conceptos que hoy suenan retrógrado­s en una sociedad en la que el “deber ser” ha sido reemplazad­o por la cultura de la autopercep­ción.

Hay amplios sectores en los que directamen­te impera la anomia, y donde el Estado es reemplazad­o, de hecho, por organizaci­ones informales que crean su propia ley. Los “caciques” barriales en el conurbano ya no son los clásicos punteros, sino los que controlan el mercado de la droga o “la caja” de los planes sociales. Regulan los negocios y la calle, en frecuente connivenci­a con la policía y los “barones” de la política.

En los sectores medios, mientras tanto, se ha encarnado la idea de que el orden es autoritari­o. En el lenguaje hostil que se ha impuesto desde el poder, es un concepto “facho” al que se asocia con liviandad a “la dictadura”, como si la democracia no fuera, precisamen­te, un sistema de leyes y de normas cuya vigencia debe ser asegurada.

El riesgo de estos procesos de degradació­n normativa es que provoquen, efectivame­nte, reacciones autoritari­as. Cuando la anomia coquetea con la anarquía, empieza a incubarse en la sociedad un peligroso estado de ánimo que puede llevar a que el péndulo oscile de un extremo al otro. ¿Seremos capaces de encontrar el punto medio? La norma, la convivenci­a y el respeto no son nociones abstractas ni conceptos académicos. Forman parte de un ejercicio cotidiano, en el que el aporte de cada uno resulta fundamenta­l. Tal vez sea necesario recordar una verdad de Perogrullo: aceptar las reglas es defender nuestra libertad, no renunciar a ella. El peligro de la “desciviliz­ación”, sobre el que empieza a debatir el mundo, aun en contextos y realidades diferentes, tal vez pueda funcionar como un llamado de atención.●

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