LA NACION

LAETITIA D’ARENBERG, UNA PRINCESA EN URUGUAY

LA INTRÉPIDA ALTEZA SERENÍSIMA PERTENECE AL JET SET ESTEÑO: “NO ME ENLOQUEZCO CON NINGÚN PODER. ¿DÓNDE PUEDO IR MÁS ALTO?”

- — texto de Pablo Sirvén —

Confirmado: las princesas no transpiran. La siesta esteña se presenta abrasadora. Una humedad veraniega envuelve el parque de una regia casa, ubicada en Solanas.

En tanto fotógrafos y este periodista transpiran la gota gorda, ella luce atérmica. “Su alteza serenísima” (así sería la manera más correcta de dirigirse a ella) se maquilla a sí misma y con buen pulso frente a un espejo. Su rostro está inmaculada­mente seco.

“No sé lo que es transpirar”, repite mientras quienes la rodean no dan más de calor por esa pesadez agobiante y pegajosa con que el verano da sus primeros pasos en Punta del Este. Impertérri­ta revuelve en su estuche lleno de pinturitas, delineador­es y demás utensilios de embellecim­iento que maneja con mano diestra.

“No es mucho lo que se puede hacer a los 82 años”, suelta. No reclama piedad ni ningún piropo forzado. Es tan solo un pensamient­o resignado en voz alta que no espera comentario­s de su séquito, siempre alerta a sus requerimie­ntos, que pueden ser muchos, salvo tocarle la cara. “De eso me ocupo yo”, lanza con voz alta y firme por si a alguno se le olvidó.

Cuando nos saluda, llaman la atención las dos largas trenzas juveniles que cuelgan a cada lado de su cabeza. Se asemeja involuntar­iamente a la pequeña Dorothy, el personaje que Judy Garland compuso para El mago de Oz, siendo una adolescent­e. “Es que tengo el pelo tan lacio –se justifica– que debo hacérmelas para que me luzcan unos rulos, al menos por un rato”. Coqueta y previsora, la princesa ha preparado un par de cambios de vestuario.

Laetitia Marie Madeleine Susanne Valentine de Belsunce d’arenberg, reconoce que sus nombres y apellidos son lo suficiente­mente kilométric­os como para que no entren en ningún documento de identidad normal. Y eso que la enumeració­n no incluye su larga lista de títulos nobiliario­s.

Ella es una princesa, con todas las de la ley, por vía paterna, la asiste en esa condición el marqués Henri de Belsunce, que murió combatiend­o por Francia en la batalla de Montecassi­no, y también por su padrastro, Erik Karl Hedwige Englebert, duque de Arenberg.

En su colección íntima de ilustres tampoco podía faltar el aporte matrimonia­l que sumó el archiduque Leopoldo Francisco de Austria–toscana, con quien tuvo dos hijos, Sigmund (gran duque de Toscana) y Guntram, archiduque de Austria, que quedó parapléjic­o y en silla de ruedas después de un gravísimo accidente de moto, a la altura del balneario Buenos Aires, en Punta del Este, ya hace 16 años. Recuerda la madre que su hijo “venía a 230 kilómetros por hora, la moto quedó incrustada dentro de la cabina de una camioneta y él salió volando por arriba; los médicos lo daban por muerto, pero yo batallé para que lo atendieran los mejores especialis­tas y finalmente salió adelante”.

Hoy, ese hijo está al mando de todas las empresas del Grupo d’arenberg, que incluye al tambo Lapataia, un lugar entrañable y campestre, tierra adentro de Punta Ballena, que

fascina a los chicos con sus cabras, riquísimos productos y unos panqueques caseros memorables. “Encontramo­s la receta original del dulce de leche de Lapataia”, se ufana ella, que salvó a ese emblemátic­o enclave esteño de su desaparici­ón.

La princesa sabe que en la Argentina la llaman “Laetitia”, así como suena, aunque la pronunciac­ión correcta es simplement­e Leticia. “Es el nombre en latín de la virgen de la alegría”, explica.

Su nombre, en el Río de la Plata, no trascendió por logros o escándalos ligados a las monarquías europeas, sino porque ya hace unas cuantas décadas se convirtió en un personaje relevante del jet set veraniego del Este uruguayo.

–¿Pro y contra de ser princesa?

–Hay muchas desventaja­s porque, al fin y al cabo, uno nunca sabe quién se acerca por mí y no por lo que soy. Cuando era muy chica, tendría seis años, un día dije: “Yo pienso que...”. Y mi madre me cortó: “A su edad no se piensa; se aprende”. Cuando llegamos al Cantegril Country Club, acá en Uruguay, no entendíamo­s por qué teníamos que movilizarn­os a pie o en bicicleta. Los otros tenían chófer; yo no tenía nada. Nunca se me dio por ver siquiera qué zapatos tenía. A mí me ponían la ropa y chau, arreglátel­as como puedas. Nosotros, franceses, austríacos, alemanes, italianos hemos perdido muchísimo en las dos guerras mundiales. Pero de eso se olvidaron.

–¿Cómo es la educación de una princesa?

–Muy severa. Se nos inculca el respeto hacia todo ser humano y, más aún, a todo ser que vive. El respeto también hacia todas las religiones y creer en la nuestra. Y luchar por lo de uno.

–¿Requisitos para ser “alteza serenísima”?

–Depende con quién se case. Lo soy de nacimiento por mi padre. Soy marquesa y alteza real e imperial. Pero, ¿qué cambia todo eso? La Revolución Francesa me la metieron acá [se señala la cabeza] bien clarita. Si me llaman simplement­e “señora Leticia” me importa un bledo. O que me digan “che, Leti, vení acá” es lo mismo para mí.

–¿Y cuál es, entonces, su filosofía de vida?

–Cada uno es como es y no trates de cambiar lo que tú puedes ser. Más grande uno se pone, más se ven las cosas más claras. Cuesta entender cómo puede haber tantos odios, tantos problemas, tantas disputas. Yo soy una mujer con suerte que pude llegar a conocer tantos mundos y gente diferentes, tantas religiones y países. Y, sin embargo, nunca juzgué. No somos nadie para juzgar a nadie. Todos nos equivocamo­s y todos hacemos cosas bien. Todos tenemos un lado más oscuro.

–¿Qué aspectos de usted le dan más trabajo?

–Lo que más trabajo me da es aceptar a la gente necia. Me da mucha pena que mucha gente me hiera profundame­nte por la manera en la que me juzgan. Me dicen: “¡Qué fácil es para ti!”. Pero yo nací en momentos muy difíciles, muy duros. Hablan de lo que no saben. Nací en plena guerra, en Líbano, porque mi padre era capitán del quinto regimiento marroquí y se iba a la campaña en Italia. Mi madre, con tal de estar cerca de su marido, también se enroló. Era jefa de ambulancia­s en Beirut y hubo una masacre espantosa durante un enfrentami­ento con Siria. Al ir a buscar a los

heridos saltó sobre una mina y la llevaron muy mal a un pueblito cercano. Estaba de siete meses, pero nadie sabía que esperaba un hijo. Me tenía a mí apretada dentro de su uniforme como si fuera una salchicha. A las 24 horas de haber parido la llevaron de emergencia a Beirut. Mi padre la puso en el último barco que salía para Francia y para Marruecos. Una locura. Nací como muerta, pesaba apenas 800 gramos.

–Europa tiene varias casas reales. ¿Por qué en América no prendió la monarquía?

–Por la Revolución Francesa. Pero es una mentira que la realeza nunca se ocupó del pueblo. Sí se ocupó. Le daba cobijo, trabajo y, cuando había una guerra, lo protegía, pero se vendió otra cosa. Es un horror. Prefieren oír eso, que somos unos chantas, que nos gastamos la plata, que vivimos como reyes. ¿A usted le parece que es lindo vivir como vive la familia real de Inglaterra? ¿Le gustaría vivir ahí? Cuando yo era joven y frecuentab­a las familias reales de España, Italia y Bélgica, me quería morir.

–¿En qué sentido?

–¡En todo! Cualquier mínimo gesto ya tienen que decir algo. Usted siempre es el foco de algo que no hizo. Los chismes lo ensucian todo. Lamentable­mente, porque hicieron mucho para que Europa sea lo que es hoy.

–¿Y por qué sucede esto?

–El ser humano es así porque hay gente que se enloquece cuando llega al poder. Yo no me enloquezco con ningún poder. ¿Dónde puedo ir más alto? Tengo primos que son condes y marqueses. Todos trabajamos. No conozco uno que no esté trabajando o en las cárceles, con los chicos abandonado­s o con las madres solteras. Pasan las de Caín. Cuando yo tenía 30 años formé parte de Médicos sin Fronteras y trabajé mucho en hospitales. Primos míos que son curas, están trabajando en África, en pueblos alejados, con 60 grados de calor.

–¿Por qué cree entonces que la monarquía tiene tan mala prensa?

–Por envidia, me dan pena. La envidia no lleva a nada. No puedes envidiar nada de nadie. Tienes que dar las gracias a Dios, o a la cebolla en la que tú creas, de lo que tienes. No puedes odiar a una persona porque sea de la nobleza. ¿Qué culpa tiene si no te ha hecho nada? Me dicen: “¿Usted lava platos?”. En mi casa, hasta los 18 años, nunca tuve mucama ni chofer. En los veranos tenía que trabajar un mes y medio en la cocina. Después pasaba al planchader­o y planchaba las camisas de mi padre. He hecho de todo.

–¿Procuraron, tal vez con esa educación que no fuera engreída, que no se la creyera?

–Mis padres nos decían [a ella y a Rodrigo, su único hermano]: “Ustedes no existen, no son nadie. Heredar no quiere decir nada. Prueben que ustedes pueden hacer algo para el otro. Fuera de eso no existen”. A mí no se me cruza decirle a una mucama: “Che, traeme una Coca Cola”. Si yo antes de los 18 años hacía eso creo que mi niñera me hubiese puesto en penitencia tres días. Si quería un vaso de agua tenía que pedir permiso e ir yo a buscarlo a la cocina. Y eso que la Villa d’arenberg tenía una cuadra de largo.

–¿Eso se llama “educación”?

–Educación, respeto. Siempre me decía mi padre: “Hoy usted está acá, no sé mañana. Usted de a poco está aprendiend­o su historia”.

–¿Me está hablando de su padrastro, ¿no?

–Así es. Con mi padre estuve un solo día recién nacida. Mi madre se casó con d’arenberg cuando yo tenía siete años. Éramos veinte en la casa, con mis primos chicos. Me sacaron el apellido Belsunce y me quedó el d’arenberg toda mi vida. Pero yo soy quien soy y mi padre de sangre fue un hombre increíble. Hay libros escritos sobre él. En Montecassi­no era el capitán del quinto regimiento marroquí y murió al poner la bandera para que llegasen los aliados y no dejar pasar a los alemanes.

–¿Qué fue de su vida de niña y adolescent­e?

–Me encantaba bailar. Desde los 7 a los 18 años hice todos los cursos de ballet. Quería ser bailarina. Durante seis meses también estudié teatro en Londres. Pero me sa

caron como a un gato del agua, y me llevaron a Uruguay.

–¿Por qué llegó tan chica a Uruguay?

–Porque mis padres tenían terror a una tercera guerra mundial. Ellos vivieron cosas horribles y sufrieron muchísimo. Entonces buscaban a qué país podían ir, que no los conociera nadie ni que estuvieran encima de nosotros. Él no quería aparecer en ningún lado. La embajada suiza lo mandó a Punta del Este porque no había nadie. “Acá nadie lo va a conocer, van a pasar totalmente inadvertid­os”, les dijeron. Nos quedamos en Uruguay y a los tres meses compraron una casa, la Villa d’arenberg, en la Parada 7. Vivimos unos cinco años yendo y viniendo entre Europa y Uruguay. Y allá, alternábam­os entre Montecarlo, Suiza y Francia.

–¿Nunca pensó en irse del Uruguay para afincarse en otro lado?

–Me fui cuando me casé con Leopoldo, pero la vida en Europa era insoportab­le por tantas obligacion­es. Cuando íbamos a Europa nos agarraban a los dos, nos tenían podridos. La madre de él era la princesa de Babiera, Dorotea. Pensábamos volver, pero aquí estaban mis padres. Entonces decidimos ir a la Argentina. Estuvimos ocho años en un séptimo piso de Pueyrredon y Vicente López, en Buenos Aires, aunque yendo y viniendo todo el tiempo a Europa.

–¿Y qué tal le cayó la Argentina?

–Estoy enamorada de la Argentina. La amo. He recorrido 195.000 kilómetros, de Montevideo a Ushuaia y de Ushuaia a La Quiaca.

–Pero se volvió a Uruguay...

–Otra vez probamos Uruguay y le dije a Leopoldo: “Yo me quedo acá”. Él quería volver a Europa. Yo ni loca. A Europa voy una vez al año. Yo quiero andar a caballo, vestirme como quiero, tener el pelo suelto, andar en botas. En Europa hay un cóctel, un almuerzo, una cena. Todos los días hay algo. A mí no me importa un pepino. Leopoldo era un divino, lo adoraba, lo quería muchísimo, gran tipo, excelente persona, un corazón de oro, loco por la naturaleza, muy inteligent­e, muy capaz, amoroso. Era sobrino de mi padre, pero un día le dije “me voy” y me separé. Mi padre se enojó muchísimo y me dijo: “Usted sabe que acá no vuelve más”. Siete años estuve fuera de mi casa.

–Y entonces llegó la etapa, para decirlo con el título de un famoso hit de Ricky Martin, de “La vida loca”...

–Con Rodrigo empezamos a tener una vida de locos, de cine, de jet set, de joda total, una cosa loca. Tenía 28 años. Ahí caí en el tema del alcohol. Rodrigo estaba con las drogas desde los 18 años. Yo, que siempre había trabajado en los hospitales, quise ayudarlo y no pude. Él se me volaba porque las mujeres le sacaban todo lo que podían cuando estaba drogado.

–¿Cómo era su relación con Rodrigo?

–Traté de estar muy cerca de él, pero no estaba bien. Siempre manejado por esas mujeres. Sufrió mucho. Yo le decía a mi madre: “Mami, usted lo castró”. Y ella enojada me respondía: “¿Cómo se atreve a decirme eso?”. Y yo: “Usted no puede decirle que todo está bien. No sabe las cosas que hace Rodrigo. ¡Ayúdelo! Se droga, es alcohólico, timbero”. Nunca entendí como a un chico tan inteligent­e, tan divino, un tipo amoroso, podía pasarle todo eso.

–Pero después, ¿no se casó con Patricia Della Giovampaol­a?

–¿Se casó? Ah, no sabía. No tengo idea. Sí, puede ser. Me parece que sí.

–¿Qué le dejó Rodrigo d’aremberg a Punta del Este?

–¿Rodrigo? Las fiestas que hacía. Todas hechas por nosotros. Como preparar la fiesta de rojo o de blanco y amarillo. O lo llamábamos a Alfredo Etchegaray para que convocase a la gente. “Y yo me voy a levantar a las chicas más lindas de la Argentina en la playa”, decía Rodrigo.

–¿Usted también era “pícara” como él?

–Muy pícara. Era insoportab­le, pero no en esa onda. Primero por el respeto que me tengo a mí misma. Yo soy un bicho rarísimo, pero no puedo soportar que un tipo me meta la pata encima. ¡Y todos creían que podían hacerlo! Se equivocaro­n. No traten de metérmela porque la van a recibir en la cara. Soy muy independie­nte.

–Entonces algo de aquella educación tan rígida finalmente falló con ustedes. ¿Cómo sigue la historia?

–Fui al Victoria Plaza, porque a mi casa no podía volver. “Necesito hablar con usted”, llamo a mi padre. Subo a esa torre maldita de la Villa d’arenberg y le digo: “Papi: no quiero más esta vida. Si usted me compra un campo, yo voy a trabajar allí”. Me mira y me dice: “¿De qué me está hablando usted?”. Y yo le respondo: “Adoro los animales, quiero tener vacas, ovejas, una casita chica. Si usted me dice que no, voy a terminar muy mal con mi vida”. Dos días después me llama: “¿Usted sabe cuántas hectáreas quiere?; ¿sabe de qué está hablando?”. “Sí –le respondo–, quiero dos mil hectáreas porque tengo dos hijos y, si me muero mañana, le quedan mil hectáreas a uno y mil hectáreas al otro”. Llamé a un amigo para que me ayudase a buscar un campo porque yo no tenía ni idea. Después de seis meses mi padre me dice: “Tiene un mes para decidirse o ya no le compro el campo”. Finalmente, en Florida, encontré mi campo y por siete años me encerré ahí y dejé todo, el alcohol y la chifladura. La terapia me la hice yo misma, pero había días que me quería dar la cabeza contra las paredes. Usted no sabe las cosas que me pasaron en el campo: ¡De todo! Me han robado, me han estafado, pero ¿sabe qué? Un día me empecé a levantar. Me compré un perro policía. Julio se llamaba, 58 kilos, y tenía un bufoso. Y nunca dejé ni a uno ni al otro.

–¿Y tuvo que usarlos?

–Ya lo creo. Una vez, uno de los que trabajaba en el campo se quiso pasar de vivo conmigo y subió la pata al escritorio. “O usted la baja o yo le doy la orden a este [por Julio, el perro] que lo saque”. Y el tipo reculó. Yo no sabía ni cómo se hacían los despidos. Era una bestia. Nunca más tuve problemas. Una sola vez entraron 32 tipos a robarme en casa. Eran cazadores. Fue una noche, a las tres de la mañana. Empecé a tirar al aire, y por un parlante les dije: “Salen todos con las manos en alto o les limpio el cerebro”. Cuando prendí las luces de mi rancho no vi más nada. A uno le llené el trasero y le dije: “Yo le tiro con sal gruesa, pero el otro cachete, va con plomo”. Manejando mi auto los alejé un kilómetro y medio.

–¿Qué cosas le interesan?

–A mí me interesan los animales, las plantas. Los árboles me traen sombra, clorofila, limpieza de pulmones, los pájaros. Siempre cuidé los árboles, las plantas y los animales que tengo. Hay que entender que todo tiene un por qué en la cadena de la sobreviven­cia del ser humano.

–¿Come carne?

–Lo menos posible, porque me cae horrible. Trato de evitarla, pero no soy ninguna santa. Como de todo lo que me sirvan, pero si puedo evitar la carne, la evito. Prefiero pescado, en dosis muy pequeñas. Sí mucha verdura, mucha fruta.

–¿Qué aprende de los perros y los caballos?

–Todo. Son consciente­s de que tienen un amo. Ellos saben hasta dónde pueden dar y nosotros, a través de ellos, tenemos que aprender a ser humildes. La humildad no es fácil para el ser humano. Pero si no hay lealtad, no hay vida.

–Y los animales nunca defraudan.

–Jamás. Yo tuve caballos muy difíciles que nunca me fallaron y la única vez que me mordió un perro la culpa fue mía porque lo castigué mal, sin hacerle doler, pero él me la devolvió. Eso me hizo aprender muchas cosas. Mi primer perro [actualment­e tiene nueve] fue un caniche que vivió 18 años. Perdí 14 kilos cuando murió. Creí que me iba con él.

–Entonces le debe tener mucha simpatía a nuestro nuevo presidente, Javier Milei, por la inclinació­n que también tiene hacia los perros.

–Milei me tiene loca con sus perros. ¿Cuánta gente podés decir que son realmente tus amigos como ellos?

–¿La invitaron a la asunción de Milei?

–Me invitaron a través de mi amiga Graciela Company, que es una hermana que nunca tuve, como Lucía Uriburu, a la que amo. Cincuenta años de amistad. Yo sabía desde el primer día que Milei iba a ganar. Conociendo a la gente del interior estaba convencida de que los argentinos lo iban a votar. Me decían que estaba loca. Y yo insistía: “Futuro presidente de la Argentina y van a ver ustedes qué país va a hacer una persona de derecha que realmente piensa con amor hacia su patria”. Lo dije desde el principio. Para mí fue un descubrimi­ento. Mi sueño. Es el hombre de mi vida. Lo adoro. Quiero eso para toda Sudamérica. En el Congreso lo tuve enfrente. En la Catedral, estaba casi al lado. Y yo rezaba: “Ay Dios, hacé que a este hombre nadie lo pueda tocar para salvar a este país”. Y no me falló hasta ahora. Y no va a fallar. Acuérdense. Su hermana no lo va a dejar fallar y, si a él lo aprietan, ella va a ir por el otro lado. La Argentina va a ser uno de los grandes países de América Latina porque tiene todo. Créame, lo tienen todo. No saben lo que es ese país. La cosa es que hasta ahora nunca han tenido suerte. Soy extranjera y no puedo tirar una piedra a un país tan maravillos­o como el de ustedes. Tienen tanto para dar. Nos han salvado durante la última guerra mundial. Todos vivimos de la comida de ustedes, que son un granero, y la carne. Y además tienen oro, plata, petróleo.

–¿Y qué falló?

–Los gobiernos, como en el mundo. Porque primero son ellos y después el país.

–Uruguay, al que usted conoce desde los 8 años, ¿también?

–Uruguay podría estar mucho más arriba, pero no tiene las riquezas con las que cuenta la Argentina.

–Igual Uruguay hace rato que se está poniendo de moda...

–Cuando llegamos en los años 50 era un país florecient­e, pero lo han fundido. Han usado y administra­do mal la plata porque no han pensado en el país sino en su ombligo, como de costumbre.

–¿Qué hace con su fundación?

–La fundación fue un sueño mío desde muy joven. Ya a los 15 años tenía esa idea. Todos los años ayudamos a niños del interior para que puedan llegar a ser alguien algún día.

–Pensar que en una época a Uruguay le decían que era la “Suiza de América”...

–Era, perdón, era.

–Y la gestión del presidente Luis Lacalle Pou, ¿qué tal?

–Es un divino, pero es un país muy difícil de manejar. Está tratando de hacer todo lo que puede, pero basta que abra la boca, paf. ¡Dejen actuar, por favor! Dejen hacer, dejen producir, que la gente pueda dar un paso para adelante. ¿Qué esperan? ¿Terminar como Venezuela, Nicaragua, Cuba? Para que un país sea próspero, y para que las cosas caminen, hay que sufrir, hay que saber apretarse, afrontar los momentos difíciles y la realidad de la vida. Las cosas no se dan, el pan no sale del cielo, muy lindo en palabras, pero hay que hacerlo. Hay que plantar el trigo, hay que dar vuelta la tierra, hay que hacer la harina, hay que cocinar los panes. Y tienen que ser buenos.

–¿Cuál es su experienci­a no ya como “alteza serenísima” sino como empresaria?

–Largué todo. Di los mejores años de mi vida. Y se lo estoy pasando a mi hijo Guntram von Habsburg–lothringen. Como estoy viva, lo puedo ayudar mucho. Tengo una experienci­a y la experienci­a no tiene precio.

–No me quiero ni imaginar qué malos momentos habrá pasado cuando tuvo aquel grave accidente.

–Estaba más muerto que vivo. Iba a 230 kilómetros por hora y voló 300 metros. No se mató porque yo le había comprado un nuevo casco. Era tal el tamaño que tenía cuando llegó al hospital que lo pusieron en dos camillas. Caía la sangre por todos lados. Era una foca podrida. Pero nunca pensé que se iba a morir. No me podía hacer eso Dios y pensaba: “No me merezco esto porque pagué mi cuota de todo lo que hice mal”. No me podían sacar a un hijo y me lo devolviero­n. Mi otro hijo está en Suiza y tiene tres hijos divinos. Es un flor de tipo que trabaja con las cosas mías en Alemania, Canadá y en los Estados Unidos.

–¿Duerme bien?

–Muy bien. Y espero que me siga durando. Todos los días, cuando me despierto, agradezco a Dios estar acá.

–¿Planes para este verano?

–Pasarla, como siempre, en mi rancho de José Ignacio.

– Laetitia, ¿cuán “serenísima” logra usted ser en su vida cotidiana?

–No soy ni serenísima ni serena. Nunca lo fui ni nunca lo seré.

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foto de Luis Delgado/gentileza
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 ?? ?? boda real En 1965, Laetitia se casó con el archiduque Leopoldo Francisco de Austria– Toscana, en una ceremonia religiosa en Menetou-salon, Cher, Francia. Con él tuvo dos hijos: Sigmund, gran duque de Toscana, y Guntram, archiduque de Austria
boda real En 1965, Laetitia se casó con el archiduque Leopoldo Francisco de Austria– Toscana, en una ceremonia religiosa en Menetou-salon, Cher, Francia. Con él tuvo dos hijos: Sigmund, gran duque de Toscana, y Guntram, archiduque de Austria

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