LA NACION

Evitar las crisis, no provocarla­s

- Fabio Quetglas

Quienes ocupamos lugares de responsabi­lidad tenemos como obligación intentar evitar las crisis, no provocarla­s. El costo de las crisis se distribuye siempre de modo desigual y, en cada controvers­ia o en cada colapso institucio­nal, muchas personas se encuentran sin defensa efectiva alguna.

Algunas crisis son inevitable­s y algunas transforma­ciones generan un contexto crítico. Teniendo esto en cuenta, no es idéntico enfrentar una crisis que alimentarl­a. La historia nos dice que las “escaladas” sistemátic­as no son una demostraci­ón de fuerza, sino más bien de ausencia de creativida­d. El costo humano de vivir en tensión permanente muy pocas veces es evaluado en las esferas de poder, y un porcentaje de la pérdida de legitimida­d política está asociada al cansancio de una sociedad que cotidianam­ente sortea obstáculos de miles de maneras, frente a una dirigencia (vieja o nueva) que parece no esquivar ninguno.

Llegamos hasta aquí porque, aun haciendo un uso abusivo del Estado, el gobierno de los Fernández y Massa no logró convencer a la sociedad de la necesidad de su continuida­d. Hay consenso sobre el agotamient­o de las respuestas irresponsa­bles fiscalment­e. Es un activo que el gobierno actual no debe mal usar, porque si bien heredó un panorama desolador, existe como nunca un alto nivel de conciencia social al respecto. La licencia social para hacer reformas no se extiende a profundiza­r la cultura política excluyente que tanto criticamos al kirchneris­mo.

Aquel agotamient­o no fue únicamente económico. Fueron impugnadas las prácticas de tensión permanente, la banalizaci­ón de las causas públicas, la corrupción, los lugares comunes de una corrección política estéril.

La Argentina no necesita solo recuperar su solvencia económica pública, también necesita mejorar su convivenci­a, regenerar la confianza, reformar muchas institucio­nes, ajustar su sistema de incentivos, incrementa­r su competitiv­idad, generar mejores condicione­s sociales, conformar un imaginario de futuro compartido. Estos objetivos deben ser complement­arios, de lo contrario no podrán sostenerse en el tiempo. Es imposible conseguir solvencia fiscal de largo plazo si la conflictiv­idad genera bloqueos económicos. Tampoco pueden mejorarse las condicione­s sociales sin mejoras en la competitiv­idad económica; y así sucesivame­nte.

Todas las naciones que construyer­on ciclos sostenidos de desarrollo económico lo hicieron adecuando sus institucio­nes a las necesidade­s de gobierno y control de su tiempo. En ningún caso la degradació­n institucio­nal, la polarizaci­ón extrema o la ausencia de compromiso­s compartido­s se han considerad­o elementos positivos. Aunque hay mucho por aprender de lo que hicieron otros, no existe la fórmula definitiva del éxito, sencillame­nte porque cada sociedad es particular. Sin embargo, existen las fórmulas del fracaso, una de ellas es renunciar a la colaboraci­ón y limitar las acciones de la vida pública a la subordinac­ión o la pelea.

La propuesta del Pacto de Mayo es un paso adelante. Más allá de las descalific­aciones, el Gobierno parece reconocer el valor del acuerdo. Ahora bien, un pacto de Estado no es un contrato de adhesión. La interlocuc­ión entre los actores de la vida política requiere de compromiso­s recíprocos y reconocimi­ento de agendas diversas. Lo que vimos hasta ahora, la polarizaci­ón extrema y el insulto como práctica, no es un juego de locos como muchos pueden suponer. Es una especulaci­ón mezquina. Lleva siempre agua para algún molino. Es la renuncia a buscar soluciones para buscar culpables, simplifica­r para transforma­r en enemigo a todo aquel que no se puede controlar. La polarizaci­ón incrementa las resistenci­as a reformas necesarias. Los pactos no solo dan soporte institucio­nal a las reformas, sino que al sacarnos del juego de “suma cero” abren posibilida­des no disponible­s para ningún gobierno por sí solo.

Provocar una crisis profunda que altere el funcionami­ento institucio­nal afecta a los ciudadanos y ciudadanas, pero (lamentable­mente) puede ser una oportunida­d para quien considere que el actual marco lo limita en sus aspiracion­es. La vigencia de la Constituci­ón y de los poderes que de ella emanan es un punto de referencia ineludible para la paz y para las transforma­ciones quecualqui­erpoderqui­eraensayar. La Constituci­ón misma ha sido un pacto, y la idea de “poder limitado” es una conquista de la civilizaci­ón.

Las tensiones del presente no absuelven a quienes en las últimas décadas tuvimos responsabi­lidades políticas. Pero nadie puede ser cancelado, cuando de lo que se trata es de abrir una conversaci­ón sobre la recuperaci­ón del país.

Estamos a tiempo. No es cierto (y es peligroso pensarlo de esta manera) que el país pueda dividirse entre justos y réprobos. No es bueno administra­r los recursos públicos a golpe de rencor. Tareas tan delicadas como las que exige el momento requieren de más grandeza y menos imposturas. Se trata de hacer lo que nos correspond­e a cada uno, por nuestro futuro.ß

Diputado nacional (UCR)

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