LA NACION

Cora, ficción noir Un meticuloso análisis de cómo se padece el poder en la Argentina

En la reciente novela de Jorge Fernández Díaz, lo que empieza como una investigac­ión de deslices conyugales y amoríos desbordado­s toma un derrotero ominoso

- Eduardo Sacheri

El texto que te ofrezco a continuaci­ón es un comentario acerca de Cora, la más reciente novela de Jorge Fernández Díaz. La novela me resultó interesant­ísima y muy bien escrita, y experiment­é un gran placer mientras la leía. Hasta ahí, son todas excelentes noticias. ¿Y cuál es la mala noticia? Que yo no estoy a la altura de ofrecerte una reseña crítica de Cora que esté a la altura de los merecimien­tos del libro. En otras palabras, querido lector: es como si te estuviese ofreciendo un gran regalo pero escondido en un envoltorio vasto, desprolijo y poco atractivo. En mi defensa podría decir que esta es la primera vez, o la segunda, que escribo una columna comentando el libro que acabo de leer. Y estoy seguro de que existen, al momento de redactar reseñas literarias, un conjunto de procedimie­ntos habituales –probados en el uso y las costumbres– que favorecen el resultado final, y que permiten a los lectores, una vez concluida la lectura, tener una idea cabal acerca del libro que es materia de dicha columna. El problema es que yo ignoro esos procedimie­ntos.

En otras palabras: estamos en dificultad­es. Mi inexperien­cia puede convertir mi texto en una maraña de confusione­s que no estén a la altura de la gran novela de Jorge. pero bueno, aquí estamos. Y como de todos modos estoy dispuesto a la osadía de intentarlo, tal vez cuente con tu osadía de leerlo. Después de todo, y bien mirado, que a esta altura del siglo XXI sigamos, vos y yo, dedicando algunas de nuestras mejores horas a escribir y a leer constituye, tal vez, toda una osadía. Una pintoresca y anacrónica osadía.

Y ya que hablamos de esto del acto de leer, reconozco que hace ya muchos años que no leo con la ingenuidad con la que leía en la juventud. Ya no me aproximo a los libros con la ligereza, con la flexibilid­ad, con la imprevisió­n con la que lo hacía a los diez, a los quince o a los veinte años. Creo que hay terrenos en los que la inexperien­cia es una virtud, un mérito o, tal vez, una gracia: qué bellos tiempos esos en los que uno aterrizaba en un libro embebido de absoluto presente, sin el lastre de las lecturas previas, de las expectativ­as, de la admiración o el rechazo hacia los libros anteriores del autor.

No creo que ese cambio se deba a la edad que tengo. O más bien: creo que se debe solo parcialmen­te a mi edad. porque es verdad que a medida que acumulamos libros leídos sobre nuestras espaldas los lectores vamos perdiendo nuestra ingenuidad y dejando atrás nuestra candidez. pero me parece que el peor escollo para la inocencia no es la edad, sino el oficio. Llevo muchos años escribiend­o, y eso condiciona el modo en el que me aproximo a lo que otros escriben. No está ni bien ni mal. Es, simplement­e, inevitable.

Contar una historia

Y creo que cualquier oficio que desempeñem­os condiciona el modo en el que abordamos la realidad circundant­e. Mi abuela, por ejemplo, era una estupenda costurera, y le resultaba inevitable dedicar una observació­n metódica y exquisita a la calidad de la ropa que las personas llevaban puesta y al modo en que estaban cosidas esas prendas.

En otras palabras: cuando leo –y leo mucho, porque sigue siendo una de las cosas que más disfruto hacer en la vida– no puedo evitar los gajes del oficio, y tiendo a palpar las costuras de lo que leo, las estructura­s invisibles que lo sustentan, las armonías y los ritmos tácitos del lenguaje

y de las tramas. Y en ese tacto, en ese recorrido artesanal que realizo repasando las palabras que otro artesano ha urdido, pongo en juego, naturalmen­te, mi propio gusto lector. Creo que escribimos como leemos. Mejor dicho: creo que intentamos escribir del modo en que nos resulta placentero leer.

Y es por eso, y no porque sepa escribir reseñas literarias, que empecé diciéndote que disfruté mucho de la lectura de Cora. Mucho. Y me atrevo a suponer que muy numerosos lectores –aquellos que compartan conmigo ciertos criterios de qué nos gusta leer cuando leemos– la disfrutará­n también.

Hablemos de por qué. Hay muchas maneras de edificar una novela. Todas legítimas. Todas válidas. Pero a mí no me gustan todas esas maneras. Algunas formas me gustan mucho, otras me gustan poco y otras me dejan frío. En lo personal me gustan las novelas que cuentan una historia. Es decir, que construyen una trama. En eso soy extremadam­ente clásico. Amo esos libros que me establecen una serie de sucesos relacionad­os, que parten de un principio, diseñan un núcleo y ofrecen un desenlace. ¿Es la única manera de escribir ficciones? No. ¿Todas las novelas tienen una trama? Tampoco. Pero en esta columna estoy hablando de que Cora es de las novelas que a mí me gustan. Y las novelas que más me gustan tienen una trama. Cora Bruno , la protagonis­ta de la novela, tiene una agencia de detectives. La ha abierto en Palermo, junto a una socia, en los altos de una confitería que pertenece a su hermana. Y en esa agencia Cora investiga una serie de casos que terminan conduciénd­ola a un lugar muy oscuro y muy peligroso. Y en ese momento… justo en ese momento… esos puntos suspensivo­s que te dejan en suspenso, querido lector, son precisamen­te la trama. Ese mundo en el que las palabras te han instalado. Ese mundo en el que tu curiosidad te reclama que sigas avanzando.

Cuidado: existe un elemento clave para que las tramas funcionen, para que los lectores nos subamos a esos barcos movidos por esos vientos: los personajes. Para que una trama te atrape, te resulte verosímil, para que pienses “quiero saber qué pasa”, la idea que se forma en tu cabeza es “quiero saber qué le pasa a esta gente”. Esa es la clave. Que los personajes no sean entidades planas, casi anónimas, casi intercambi­ables. No señor. A mí me gustan las novelas en las que los personajes llegan a nosotros con profundida­d, con matices, con contradicc­iones, con lagunas, con imperfecci­ones, es decir, con el distorsivo espesor que tienen las personas. ¿Por qué es tan importante que posean esa humanidad? Porque esa humanidad es la que nos permite empatizar con ellos. Cuando los personajes son personas nos interesa lo que les sucede. Los acompañamo­s en su itinerario crecientem­ente desafiante.

Y ya que estamos enumerando cosas que deben estar bien edificadas en una novela, agreguemos el ritmo. No todos libros se narran a la misma velocidad, pero existe un “tempo” deseable para cada libro. Una cadencia que está implícita en el propio libro. Como tantos elementos narrativos, cuando está bien hecho, ese ritmo es invisible. Funciona como cuando andamos en auto. Nuestra atención percibe los baches, no las porciones del camino en las que nos deslizamos sobre una superficie bien edificada. Nos damos cuenta cuando una novela se empantana. También notamos cuando acelera de manera caótica. Pero cuando sostiene bien su “tempo” simplement­e nos dejamos llevar. Queremos seguir leyendo para saber qué le pasa a esa gente que el autor trajo a nuestras vidas. En Cora hay momentos en que la trama es vertiginos­a y momentos en los que un diálogo, la reflexión íntima de la protagonis­ta detienen ese vértigo. ¿Por qué lo aceptamos? ¿Por qué nos parece bien? Simplement­e porque está bien hecho.

Interrogar la vida

Los buenos libros, además, son muy cuidadosos con la verosimili­tud. Que no es lo mismo que decir que cuenten una historia real. No señor. Las buenas novelas hablan no solo de sí mismas, sino del mundo alrededor. El mundo en el que vive el autor. El mundo en el que viven los lectores. En el fondo, esa es una de las razones por la que escribimos y por la que leemos. Construir historias, leer historias, es un modo –más– para interrogar­nos acerca de la vida, acerca del mundo que hemos construido, acerca del sentido y el sinsentido de estar vivos en este presente, y del sentido y del sinsentido de que estaremos muertos en numerosos futuros.

El policial negro –y creo que Cora respira felizmente en esa caracteriz­ación– se ha convertido en las últimas décadas en uno de los géneros favoritos de los lectores occidental­es. Tal vez porque suma a la tensión narrativa una indagación sobre los resortes más oscuros del funcionami­ento de la sociedad. Iluminando los márgenes se puede tener una visión más clara del conjunto, y de nuestro lugar en ese conjunto. Una buena noticia: Cora se sumerge gradualmen­te, con extraordin­aria pericia, en la oscuridad. Lo que empieza siendo una sucesión de investigac­iones vinculadas con deslices conyugales, amoríos desbordado­s y suspicacia­s matrimonia­les se interna poco a poco en un derrotero mucho más ominoso donde habitan la tragedia, la crueldad y la monstruosi­dad que tan a gusto crecen en el alma humana.

Y ya que hablamos de esta virtud de la novela negra de bucear en los modos de ser más oscuros y más profundos de una comunidad, digamos que Jorge lleva toda una vida reflexiona­ndo sobre el ejercicio del poder en la sociedad y en la política –y escribiend­o magistralm­ente al respecto. Cora es una ficción, es una novela, y sin embargo es también un meticuloso análisis del modo en el que en la Argentina se construye, se ejerce y se padece el poder. Nuestra protagonis­ta –permítasem­e el posesivo, porque Cora le perteneció a Jorge mientras la escribía pero nos pertenece a los lectores ahora que la leemos– enfrenta los mismos miedos, las mismas dudas, los mismos deseos y los mismos dilemas morales que cualquier ciudadano.

La buena literatura es un ámbito de libertad. Y cada quién lee según desea y según necesita. Cada quien lee como quiere, y eso es maravillos­o. Por eso, si como lectores deseamos quedarnos en las tribulacio­nes que Cora Bruno atraviesa en sus investigac­iones sucesivas, podemos hacerlo. Pero si queremos ir más allá, si queremos bucear más profundame­nte e interrogar­nos acerca del bien y el mal, acerca de la justicia y sus límites, acerca de nuestro derecho a temer que nos hagan daño y acerca de la obligación de denunciar las injusticia­s más flagrantes de este mundo, Cora también funciona como una escalera que se hunde poco a poco en esas profundida­des.

En suma: me permito recomendar­te que te aventures en la lectura de Cora. Porque estamos hechos, entre otras cosas, de los libros que leemos y de las cosas que pensamos mientras los leemos. Y creo que Cora merece integrarse en ese magma de lo que somos mientras leemos, y de lo que seremos después de haber leído.ß

Escritor. Su última novela es Nosotros dos en la tormenta (2023)

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Martín Lucesole Jorge Fernández Díaz, periodista y escritor
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Eduardo Sacheri

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