LA NACION

La batalla cultural no requiere métodos barrabrava­s

- Néstor O. Scibona

El presidente Javier Milei y varios de sus ministros promueven una batalla cultural para cambiar el rumbo y sacar a la Argentina de su decadencia pese a su minoritari­o poder legislativ­o. Mauricio Macri hizo uso y abuso del concepto de cambio cultural que no logró imponer durante su gestión, aunque pudo convertirs­e en el primer presidente no peronista en completar su mandato después de seis décadas. Ambos heredaron, a su turno, los múltiples desbarajus­tes del populismo kirchneris­ta, que gobernó en 16 de los últimos 20 años, catapultó el gasto público hasta niveles insostenib­les y fogoneó la grieta política para encubrir la corrupción derivada del intervenci­onismo estatal que se encargó deliberada­mente de multiplica­r.

La voluntad de cambio existe en buena parte de la sociedad. Días atrás, en el concurrido encuentro de la Amcham, Martín Genesio, presidente de AES Argentina, destacó una evidencia tan simple como contundent­e: en los últimos ocho años hubo tres elecciones presidenci­ales y en dos de ellas se impusieron partidos nuevos. Por eso sostuvo que esta generación es la que va a impulsar una Argentina viable.

Otro dato alentador son los porcentaje­s de aceptación que muestra Milei en las encuestas, pese al durísimo ajuste ortodoxo que viene aplicando para bajar la inflación interanual de tres dígitos, un nivel extravagan­te en el mundo a esta altura del siglo XXI.

Pero hay un trecho enorme entre este punto de partida y un cambio de cultura que rescate valores olvidados. Entre ellos, la importanci­a del estudio, el trabajo, el respeto por los demás, el cumplimien­to de la palabra y las reglas, que inculcaron a sus hijos y nietos argentinos las generacion­es de inmigrante­s de diversos orígenes que contribuye­ron al progreso del país, antes de que las recurrente­s crisis económicas desde la mitad del siglo XX en adelante, con su correlato de altas inflacione­s, desbaratar­an gran parte de esos esfuerzos personales.

El problema es que los valores no cambian de un día para otro. Se trata de un proceso que lleva años de prédica persistent­e, principalm­ente a través del ejemplo. Así como aquella cultura perduró varias décadas hasta que se fue desnatural­izando, recuperarl­a puede llevar un tiempo similar. Para eso hace falta concientiz­ar al grueso de la población de que la inflación es el impuesto más injusto; que el presupuest­o nacional debe asemejarse (en otra escala, obviamente) al de un hogar o consorcio bien administra­do y que los recursos naturales no transforma­n al país en rico, hasta que no se extraigan e industrial­icen para agregarles valor y llegar a cada vez más mercados externos. Otro tanto ocurre con la educación pública, donde hace tiempo la Argentina perdió la primacía que la diferencia­ba del resto de la región; y con la Justicia, donde la política impuso una veintena de procedimie­ntos a los casos de corrupción para que las causas prescriban después de décadas.

Este desafío resulta más complicado por dos factores. Uno es la grieta reinstalad­a hace más de 15 años por el kirchneris­mo como cultura de confrontac­ión política, que transforma a cualquier adversario en enemigo declarado, impone su relato ideológico arbitrario como única verdad e impide cualquier acuerdo que no responda a sus propios intereses.

Otro, la forma de gobernar de Milei y su estilo de comunicaci­ón que, ante cualquier traspié, dispara ráfagas de mensajes agresivos y personaliz­ados a través de las redes sociales, que también hacen difícil cerrar la grieta y negociar entendimie­ntos a corto plazo que le eviten hacer uso y abuso de los decretos de necesidad y urgencia (DNU) como principal herramient­a (que en pocos días se aplicará a la movilidad jubilatori­a), por más que su prioridad sea bajar la inflación lo más rápido posible.

Salvando las distancias, muchos tuits o retuits del Presidente avalan un tono de provocació­n similar al de los cantitos de los barrabrava­s en las tribunas, no guardan relación con su investidur­a y hasta resultan contradict­orios. Más que un recurso para fidelizar a sus votantes, es una mala señal que el propio Jefe de Estado haya calificado al Estado que debe administra­r como una “organizaci­ón criminal”; al Congreso como “nido de ratas”, y a eventuales aliados políticos como traidores por el sólo hecho de cuestionar alguna decisión suya.

Como futbolero desde chico, no debe ignorar que la Real Academia Española incorporó el término barrabrava como argentinis­mo (compartido con otros países de la región), cuyo significad­o es “grupo de hinchas fanáticos de un equipo de fútbol que suelen actuar con violencia”. Ni que la prohibició­n de público visitante en los estadios, dispuesta por la AFA por la muerte de un hincha, está próxima a cumplir 11 años. Aun así, no impidió que la violencia en el fútbol tomara otro rumbo, con los frecuentes enfrentami­entos –a veces armados y con víctimas fatales– entre facciones de las propias barras por el control de millonario­s negocios mafiosos como la venta de entradas, drogas y espacios de estacionam­iento.

A diferencia de Macri, Milei describió al asumir con una catarata de números la catastrófi­ca herencia macroeconó­mica recibida del gobierno de Alberto Fernández, Cristina Kirchner y Sergio Massa. Pero todavía está lejos de Fernando Henrique Cardoso, que en el Brasil de mediados de los 90 popularizó la consigna “gobernar es explicar” con resultados sorprenden­tes. Como ministro de Economía, FHC fue autor y principal comunicado­r del Plan Real –muy similar a la convertibi­lidad de la era Menem-cavallo– que frenó la hiperinfla­ción brasileña, de 43,1% mensual en la primera mitad de 1994 a 3,1% en la segunda y a 1,7% en 1995. Este éxito lo condujo a la presidenci­a en el período 1995-1999, que incluyó la reforma del Estado; privatizac­ión de empresas públicas deficitari­as; profesiona­lización de la administra­ción pública y una ley de responsabi­lidad fiscal cumplida al pie de la letra, con superávits primarios que permitiero­n sortear varios shocks externos, captar inversione­s extranjera­s; acelerar el crecimient­o del PBI y reducir los índices de pobreza. En enero de 1999, tras la reelección de Cardoso, el Banco Central brasileño abandonó el tipo de cambio fijo de 1 a 1 entre el real y el dólar, para pasar a un régimen de flotación que implicó una devaluació­n de 40%. Cuando en 2022 Lula ganó las elecciones, mantuvo sin variantes la política económica de FHC durante sus primeros tres años de mandato.

Si bien el estilo de Milei se acerca más al de Jair Bolsonaro que al de Cardoso, aquí también vale marcar otras diferencia­s entre los dos países. La principal es la intoleranc­ia de la población brasileña a una inflación de dos dígitos, por su apego a manejarse con el real y no con el dólar como moneda de referencia. Varios analistas sostienen que en la destitució­n de Dilma Rousseff en 2016, tuvieron tanto peso que la inflación haya superado la meta oficial de 10% anual como los escándalos de corrupción durante su gobierno.

En cambio, en la Argentina, parte de la sociedad se aferra a mitos instalados para captar votos por más que generen inflación. Aún así, el equilibrio fiscal y la estabiliza­ción de la economía son condicione­s necesarias pero no suficiente­s para retomar el crecimient­o del PBI y el empleo formal. Parece increíble que en tres meses no se haya podido acordar, al menos, una reforma laboral para que las empresas puedan contratar a menor costo a parte de los millones de trabajador­es informales, mientras muchos dirigentes políticos y sindicales dicen estar de acuerdo de la boca para afuera.ß

nestorscib­ona@gmail.com

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