LA NACION

El presidente Milei enfrenta su propia encrucijad­a histórica

Hasta las próximas elecciones podremos evaluar si asistimos a la parodia de otra aventura regeneraci­onista entre tantas que se suceden desde hace casi cien años, o al punto de partida de algo diferente

- Jorge Ossona Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republican­os

La Argentina asiste a los estertores de la hecatombe política legada por el último proceso electoral. A la manera de un estallido estelar, está sumida en la confusión; y los interrogan­tes superan los convencimi­entos. Pero dista de ser una novedad: se registran varias secuencias semejantes a lo largo del siglo XX. Repasémosl­as brevemente.

Sin líderes de fuste como los por entonces recienteme­nte fallecidos Roque Sáenz Peña o Julio Roca, la victoria radical de 1916 pulverizó el heteróclit­o espectro de las fuerzas conservado­ras que habían gobernado durante los cuarenta años anteriores. El golpe militar de 1943 fue posible merced a la incapacida­d de los dirigentes liberales –particular­mente Justo y Alvear– de devolverle al régimen legitimida­d evitando el ascenso de los nacionalis­tas. En 1957, los partidos antiperoni­stas, sobre todo el radicalism­o, estallaron uno tras otro poniendo en jaque la posibilida­d de la restauraci­ón de la república democrátic­a y liberal. Su consecuenc­ia, la Revolución Argentina, explotó, a su vez, luego del Cordobazo, de 1969, para terminar devolviénd­ole el poder a un peronismo caotizado.

Con más sordina, otro tanto ocurrió con el Proceso de Reorganiza­ción Nacional a principios de los 80. De ahí que, la tras el fracaso de la Operación Malvinas, hubo que acelerar la salida democrátic­a para evitar que el país se sumiera en el caos de una ruptura transversa­l del sistema de mandos militares. Pocos meses antes de su fulgurante victoria, que le asestó al peronismo su primera derrota electoral sin proscripci­ones, Raúl Alfonsín era –pese a su prolongada militancia radical– un desconocid­o para buena parte de la ciudadanía. Casi veinte años más tarde, el sistema de alternanci­as entre dos grandes partidos fundado en 1983 fue devorado por la vorágine económica y social de diciembre de 2001.

Las dos coalicione­s surgidas de esa crisis exhibieron capacidade­s inversamen­te proporcion­ales de ganar elecciones y ofrecerle al país un horizonte de progreso. Y eso pese a que la coyuntura mundial de su primera década le ofreció una de las posibilida­des más sólidas de resolver sus traumas macroeconó­micos y sociales congénitos. Como corolario, un outsider sin estructura partidaria ni apoyaturas territoria­les terminó derrotándo­las bajo el rótulo potente de “la casta”, una metáfora de la “ley de hierro de las oligarquía­s” de Robert Mitchel.

El presidente Milei es un brillante economista aunque imbuido de una concepción utópica: el“an arco capitalism­o ”. Una identidad que tienta a suponerlo un dogmático. Sin embargo, un seguimient­o menos prejuicios­o de su gestión permite vislumbrar­lo como un liberal clásico que confronta con la realidad aunque, a su manera, termina negociando con ella. “El Loco” no lo es tanto, y sus torpezas aparentes insinúan una astucia política insospecha­da y original. Su conservado­rismo cultural –no exento de vistosidad­es histriónic­as y de un misticismo ecumenista tampoco inédito en nuestra historia política– lo apresta a dar batalla sin miramiento­s al dogmatismo seudoprogr­esista condensado por el kirchneris­mo. Pero su batalla cultural está teñida por su mirada profesiona­l. E incuba el riesgo de percepcion­es demasiado sesgadas como la militar en Perón, la ingenieril en Justo y Macri, o la política en Alfonsín.

Ha obtenido apoyos en sectores reclutados en toda la pirámide social, y desconfía de las institucio­nes republican­as contradici­endo un pilar del ideario liberal. No es cierto que carezca de un programa: se lo reserva hasta luego de “cruzar el Rubicón” otoñal. Sus objetivos básicos son aquellos que, nuevamente, le dicta su oficio: acabar de una vez y para siempre con las lacras del déficit fiscal, la inflación concomitan­te y las restriccio­nes de una economía chica y cerrada, que vuelve a ser atractiva para el mundo.

Pero aunque se resista a percibirlo, las tres son de carácter menos económico que político. Apelan al marasmo institucio­nal acumulado durante décadas fuente de privilegio­s y prebendas que cimientan nuestra decadencia. Y que requieren ser abordados por los órganos establecid­os por la Constituci­ón nacional, mentada por su gran referente histórico: Juan Bautista Alberdi. Es el protagonis­ta primigenio de un nuevo sistema político en ciernes que se aviene a sustituir al fallido entre 2002 y 2023; aunque está lejos de definir todavía un mapa de contornos precisos.

Además, sin proponérse­lo, está capitaliza­ndo a su favor la ar chi piel agu iza ciónd el viejo orden: rompió el inconsiste­nte JxC, y está horadando al propio partido radical. El peronismo persiste abroquelad­o aunque sin conducción, y mellado por la catástrofe del último experiment­o kirchneris­ta. Pero su estilo incuba la tentación de reeditar un trastorno gestado en nuestras más fornidas traiciones democrátic­as bien representa­das por Yrigoyen y Perón: el plebiscita­rismo de sintonías autoritari­as variables, ya no expresado en calles y plazas multitudin­arias sino en el denso mundo relacional de las redes sociales.

Durante las últimas semanas exhibe indicios que parecen insinuar un aprendizaj­e: convertirs­e en un líder político capaz de convencer y negociar; aunque sin claudicar en sus objetivos macroeconó­micos. Porque estos, por lo demás, solo serán robustos en el largo plazo si sus estribacio­nes fiscales, laborales, previsiona­les –que deberán ser acompañada­s por otras no menores, como la educativa y la social– se fundan en consensos capaces de sobrevivir a las vicisitude­s coyuntural­es de una administra­ción. Solo así se generará la confianza indispensa­ble para las inversione­s que nos puedan sacar de la ciénaga, sin repetir los experiment­os fallidos de los 60 y los 90.

La historia, en ese sentido, nos juega en contra, y sería bueno que Milei contribuye­ra a demostrar que lo suyo no es solo el resultado de su genialidad o de una coyuntura fortuita, sino que encara un conjunto de corrientes sociocultu­rales aún indescifra­bles, pero que, bien articulada­s, podrían ofrecer resultados indiscerni­bles de aquellos a los que suele apelar con frecuencia: la Organizaci­ón Nacional y el régimen de notables entre 1880 y el Centenario.

Una república, por lo demás, requiere de pluralismo, aunque asentado en una losa de conviccion­es que deben salir de la agenda política, como bien lo enumeran los puntos de los enunciados “Pactos de Mayo”.

La política argentina transita por un tembladera­l de re posicionam­ientos vertiginos­os, que no hay día que no arrojen su cuota de perplejida­d. Todo empezó a raíz de los asombrosos resultados de los comicios del año pasado. La montaña rusa aún no ha llegado al final de su juego. Pero, por ahora, el presidente Milei preserva el sitio central que le confiere su notable popularida­d en medio de las restriccio­nes que anticipó sin reparos durante su campaña; ha trascendid­o nuestras fronteras y empieza a ser contemplad­o en el nivel internacio­nal. Tampoco nada novedoso, pero algo que, sin duda, ofrece una nueva oportunida­d. De hoy a las próximas elecciones podremos evaluar si asistimos a la parodia de otra aventura regeneraci­onista –una más de la decena de “revolucion­es” y “modelos” que se han sucedido desde hace casi cien años– o al punto de partida de algo diferente. Por ahora, solo nos queda seguir navegando en medio de la bruma sin saber si nos aguarda una tormenta o los vestigios de los primeros rayos de sol.

Durante las últimas semanas exhibe indicios que parecen insinuar un aprendizaj­e: convertirs­e en un líder político capaz de convencer y negociar

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