LA NACION

Cuando un diario se amputa una parte vital de su organismo

El despido de El País de Juan Luis Cebrián, uno de los fundadores del diario, representa para ese medio una mutilación, no porque sea insustitui­ble, sino porque la memoria sí lo es

- Exdirector de El País. El autor escribió este artículo para The Objective Antonio Caño

En 2018 ya era arriesgado defender a Juan Luis Cebrián en El País. Yo lo hice en abril, el mismo día en que el Consejo de Administra­ción de Prisa decidió su relevo como presidente y de todos los demás cargos que ocupaba en la empresa, incluido el de presidente del Consejo Editorial. Para aliviar el golpe, se le mantuvo el título algo humillante de Presidente de Honor, del que ahora ha sido también desposeído.

Lo primero que pensé al conocer la noticia del último y definitivo despido de Cebrián es que algo muy grave debe de estar pasando en España cuando el fundador y primer director de un periódico tan emblemátic­o es expulsado de una forma tan indigna de la casa que construyó. No conozco un caso similar en ningún país del mundo. Se puede coincidir o discrepar con el contenido de sus artículos, pero solo desde la más asombrosa degeneraci­ón de los principios de democracia y libertad de expresión puede entenderse una medida así. Nadie puede creerse que su colaboraci­ón esporádica en un incipiente medio digital pueda justificar una decisión de este calibre. ¿Tan elevado es el sectarismo de quienes gobiernan el periódico que no pueden convivir con un artículo mensual hostil con la línea editorial? ¿Es tal el grado de intoleranc­ia al que hemos llegado que una parte de la redacción y de la sociedad aplaude este disparate? ¿Es Cebrián quien se ha apartado de los valores fundaciona­les de El País o son sus actuales dirigentes los que los han violentado? El Libro de Estilo de El País define estatutari­amente el periódico en los siguientes términos: “Un medio independie­nte, nacional, de informació­n general, con una clara vocación global y especialme­nte latinoamer­icana, defensor de la democracia plural según los principios liberales y sociales, y que se compromete a guardar el orden democrátic­o y legal establecid­o en la Constituci­ón. En este marco, acoge todas las tendencias, excepto las que propugnan la violencia para el cumplimien­to de sus fines”. Juzguen ustedes mismos quién se ajusta más a esta definición.

En todo caso, sean cuales sean las respuestas a estas preguntas, ninguna empresa –mucho menos un periódico– puede deshacerse de la persona que lo trajo a la vida y le imprimió personalid­ad sin perder con ello su propia naturaleza.

Decía al principio que hace seis años ya era peligroso defender a Cebrián en El País. Tanto que yo mismo fui destituido como director dos meses después del artículo que publiqué. Lo hice en contra de la recomendac­ión de algunos ejecutivos y amigos, por justicia y por conciencia. Entendía que el periódico no podía anunciar el final de Cebrián sin acompañarl­o de una glosa de su obra durante sus muchos años al frente. Y estaba convencido de que lo mejor para El País era presentar la caída de Cebrián de la forma menos traumática posible, tratando de incorporar su nombre a la memoria y al patrimonio colectivo de la cabecera.

Hacer un punto y aparte en la historia de El País, romper con la etapa de Cebrián y enviar su recuerdo al infierno, como pretendían y pretenden quienes le derrotaron y los que se aprovechar­on de su derrota, además de imposible, es una torpeza mayúscula. El legado de Cebrián, con toda su controvers­ia y claroscuro­s, estará eternament­e ligado a El País. Es lo que pensaba cuando escribí el artículo de 2018 y es lo que pienso ahora.

No conocía personalme­nte a Cebrián antes de que me nombrase director. A diferencia de otros muchos periodista­s de esa casa, nunca había compartido espacios privados con él ni pertenecía a su círculo más o menos íntimo. La verdad es que la primera vez que hablé a solas con él fuera de la redacción fue la conversaci­ón en la que me propuso ser director. Tampoco nos hemos visto apenas desde que dejé de serlo. Él siguió su camino y yo, el mío, sin puntos de coincidenc­ia. De su fichaje por The Objective me enteré al leer la noticia en el periódico.

Eso no impide que me sienta ahora apremiado, igual que en 2018, a salir en su defensa. Y por las mismas razones. Al prescindir de Cebrián, incluso en su actual papel meramente testimonia­l, El País se ha amputado una parte vital de su organismo. No porque Cebrián sea insustitui­ble. Nadie lo es. Pero Cebrián es El País. Como lo era Polanco. Y bien lo saben todos los que conocen la marcha del periódico desde su desaparici­ón. El País es obra de ellos dos. No estuvieron solos. Hubo otros muchos nombres implicados en esa obra magnífica. Pero a ellos les correspond­e la gloria, por esas circunstan­cias de la vida que unen los destinos de hombres y empresas por encima incluso de sus verdaderos méritos. Nadie recuerda ni recordará nunca los nombres de quienes sucedimos a Cebrián. Y mucho menos los del fondo de inversión que ocupó el sillón de Polanco.

Se esgrimen con frecuencia estos días los errores de Cebrián, principalm­ente el del tránsito de buen periodista a mal gestor, así como otros que serían consecuenc­ia de la borrachera de poder que suele aquejar a quienes llegan tan alto. Algunos de ellos, por cierto, transmitid­os y asumidos por toda la redacción de El País, en la que era difícil establecer un ránking de quién se pavoneaba más entre los colegas de otros medios. Incluso aceptando la carga insidiosa de quienes envidiaban el papel tan dominante que el periódico tuvo en otros tiempos, hay que reconocer que ni El País ni su fundador fueron un modelo de humildad.

Algunos me reprochan que El País del pasado no se correspond­e con el recuerdo idílico que tenemos de él, que también en aquel El País había arbitrarie­dad y partidismo. No dudo de que así sea. Pero pocos me negarán que El País iluminó la vida de un par de generacion­es y sirvió de faro para la modernizac­ión de millones de españoles, tanto de izquierda como de derecha. Y esta fue su principal virtud, que, durante muchos años, les servía a todos.

Precisamen­te por ese papel excepciona­l que El País tuvo en las primeras décadas de nuestra democracia, es más grave aún la destrucció­n de referencia­s emprendida en los últimos tiempos y culminada ahora arrojando a Cebrián al foso de los fascistas. Los periódicos pasan por mejores y peores momentos. El actual no es bueno para ninguno de ellos, ni en España ni en ningún otro lugar. Pero la respuesta a las inquietude­s y desconcier­to que vivimos, en todos los planos, no puede ser la caza de brujas ni la renuncia al compromiso con la independen­cia y la verdad. Por supuesto que la época de Cebrián ha pasado y que hay que dejar El País y el país en manos de los jóvenes. La razón, sin embargo, no está estrictame­nte vinculada a la edad, y yo leo cada día en el periódico al que pertenecí durante 40 años ideas mucho más retrógrada­s, autoritari­as e involucion­istas que las que le leo a Cebrián y otros de su generación.

Después del artículo de 2018 sobre Cebrián, algunos me acusaron de hacerle la pelota (N. de la R.: alabar o complacer a una persona con el objeto de obtener un beneficio o algo a cambio). ¡Qué necios! Era más que consciente yo entonces de que Cebrián no estaba ya en posición de ayudarme y que aquel elogio, por el contrario, solo podría precipitar mi propia caída. Tenía y tengo sinceras razones de agradecimi­ento a Cebrián. La primera de ellas, la libertad que me dio para tomar las decisiones de acuerdo con mi propio criterio, incluso las más difíciles y controvert­idas. Pero por encima del reconocimi­ento a Cebrián, tanto aquel artículo como el presente son, sobre todo, gestos de amor a El País. Y, por lo que a este último respecta, una expresión de dolor por haberlo perdido.

Se estrenó el domingo pasado Cebrián en The Objective con una entrevista a Felipe González. Curioso el paralelism­o entre ambos personajes y sus respectiva­s obras. Ambos son hoy víctimas de la ingratitud de algunos a los que protegiero­n y de las embestidas de una izquierda reaccionar­ia a las órdenes de un miserable que le impide pensar y le obliga a odiar.ß

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