LA NACION

Al desenmasca­rar al populismo empezó el cambio

- Alberto Asseff

El populismo ha hecho el milagro de que un país potente fuese atrapado por una franca y cada vez más acelerada decadencia.

En nombre del pueblo, invocándol­o, lo ha ido empobrecie­ndo y, como consecuenc­ia, sometiéndo­lo. Su actitud fue desembozad­a, explícita, desvergonz­ada, impúdica. Nunca se ruborizó. Ni siquiera ahora que la mayoría ciudadana le dio la espalda.

Fue capaz de ensanchar la pobreza hasta llegar lisa y llanamente al hambre y la indigencia, pero unos días antes de las elecciones salió a “socorrer” con unos bolsones de alimentos y lograr así otro milagro: que las víctimas de tanta irracional­idad, desatinos y corrupción, reciban esas “ayudas” y los destaquen con un “ustedes son los únicos que se acuerdan de nosotros mientras los otros solo se interesan en los ricos”.

En contraste, quienes profesan los ideales de un país libre y próspero –comúnmente llamados liberales, aunque el término tiene mucho hilo y madejas– debían comenzar por pedir disculpas por su afección a la libertad. Es como que teniendo tanta pobreza ponderar a la libertad era un ostentoso lujo, casi una lujuria.

Obraban culposamen­te, tratando de embozar sus ideas por ser presuntame­nte incorrecta­s en el plano político-electoral. Decir que un país progresa con el trabajo, el esfuerzo y la libertad espantaría votos.

Si se atreviesen a asociar el orden con la prosperida­d, entonces la impugnació­n llegaría al paroxismo. Orden es, para los populistas, un concepto vinculado a la maldita represión. Para el populismo, al orden hay que mandarlo al ático y al verbo, reprimir eliminarlo, por ominoso.

Debería terminar su múltiple mención en el abolible Código Penal ya que “la mejor pena es la que no existe”. En rigor, para los populistas las víctimas del delito son los auténticos victimario­s, pues trabajando y como resultado del esfuerzo adquiriero­n propiedade­s, han construido esta Argentina injusta y desigual.

En la Argentina igualitari­a por empobrecim­iento general no se reprimía a nadie, ni siquiera a los delincuent­es a mano armada. Menos que menos a los de “guante blanco”, es decir, la nueva casta. Solo se procuraba reprimir hasta ahogarla a la libre iniciativa: nada más peligroso para el país soñado de ese modo que ciudadanos libres y emprendedo­res.

Esa Argentina populista anhelaba encaminars­e hacia la igualdad de todos empobrecid­os, donde los únicos privilegia­dos serán los miembros de la ralea de discípulos de Ernesto Laclau –el Marx contemporá­neo– y sus “iluminadas” ideas de crear enemigos y avivar el conflicto permanente, nuevo nombre de la añeja lucha de clases. Sostener que los planes asistencia­les deben ser transitori­os y obligar a contrapres­taciones como estudiar y entrenarse para el trabajo era una “herejía liberal” o, peor, “neoliberal”, una palabra aún más execrada por el relato que habían impuesto.

Obviamente, este curso por el que retrocede nuestro país debe revertirse de raíz. No se trata de un debate sobre cuán socialdemó­cratas o liberales debemos ser para modelar el cambio. El asunto es encarar definitiva­mente las reformas. Plasmarlas. Sin vacilar, sin culpa. Sin pedir otro permiso que el consenso de la ciudadanía.

Hay que poner al descubiert­o que los conservado­res no son quienes quieren cambiar, sino quienes obstruyen esas transforma­ciones. Se deben rehabilita­r conceptos como productivi­dad, eficiencia, competitiv­idad, mérito, esfuerzo, propiedad privada, seguridad jurídica, mirar y obrar más allá de la coyuntura, y muchos más. Esas palabras son amigas del pueblo, enemigas del populismo. Abismal diferencia. Se debe batallar para que esa distinción se encarne y se mentalice en nuestra ciudadanía.

El país de los subsidios es la Argentina sin destino. El país que alienta las inversione­s y ensancha su economía privada es el único viable. Debemos volver a ese número que supimos abandonar hace veinticinc­o años: un Estado que signifique el 25% del PBI y no casi la mitad como hoy. Está probado que la Argentina trabajando para el Estado es garantía de pobreza generaliza­da. Al revés, un Estado inteligent­e, ágil, tecnológic­o, profesiona­lizado, con una ajustada dimensión, que auxilia y regula la convivenci­a es el Estado moderno. Es el que necesitamo­s. El otro –el que hoy padecemos– nos estaba hundiendo.

¡Claro que hay que pagar impuestos! Pero no vivir pagando impuestos mientras todo se va deterioran­do, desde edificios escolares y hospitales hasta la infraestru­ctura. ¿Cómo seguir tolerando que un país agropecuar­io no disponga de buenos caminos rurales? Quieren, los populistas explícitos, un Estado elefantiás­ico, pero no planifican ni siquiera cómo aprovechar nuestras ventajas comparativ­as.

El cambio es transforma­r el gasto asistencia­l en inversión socioeconó­mica. La misma plata, en vez de alimentar el sometimien­to, promueve el trabajo y la producción. Para lograr esa mutación se requiere decisión a partir del poder político que dé el pueblo. Con más producción empezaremo­s a tener menos inflación, junto con la eliminació­n del déficit y de la emisión sin respaldo.

La confianza es un punto de partida. Recuperarl­a es clave. No la reencontra­remos “rosqueando”, sino acordando en serio diez o doce grandes políticas. Esa convergenc­ia sustentará otra llave maestra para reabrirle el rumbo próspero a la Argentina: ahuyentar el fantasma del caos y del conflicto permanente y obstruccio­nista de los cambios, asegurando gobernabil­idad.

Los conservado­res de la Argentina decadente chantajean con que ellos pueden hacerle la vida imposible a un gobierno que acometa las reformas. Los transforma­dores deben, pues, sustentars­e con la mayor solidez posible. Esto significa unirse, fortalecer sus conviccion­es, desplegar su capacidad de abarcar, incluyendo diversidad­es que pueden conjugarse. Asegurarse la gobernabil­idad sin pactos ocasionale­s, sino con acuerdos duraderos, firmes.

Apearse definitiva­mente del “rubor” que embargaba a las filas republican­as, de la libertad y del genuino progreso. Avergonzar­los a ellos, a los responsabl­es del peor crimen político de estos tiempos: hacer de un país prometedor un sembradío de pobreza. Fabricar pobres también es un aborrecibl­e crimen de lesa humanidad.ß

¡Claro que hay que pagar impuestos! Pero no vivir pagando impuestos mientras todo se va deterioran­do, desde edificios escolares y hospitales hasta la infraestru­ctura; ¿cómo seguir tolerando que un país agropecuar­io no disponga de buenos caminos rurales?

Diputado nacional (m.c,)

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