LA NACION

Alex Grijelmo «La tentación de todo aquel que se siente con poder es influir en la lengua»

Defensor del idioma, el periodista y escritor español dice que el periodismo pierde credibilid­ad cuando se contamina con los intereses de la política

- LUIS RUBIO — por Adriana Amado

LMADRID a lengua es la herramient­a fundamenta­l del periodismo, dice Alex Grijelmo en la biblioteca de la Escuela de periodismo del diario El País de España, donde tuvo lugar esta conversaci­ón. Siguiendo esa metáfora, los textos de Grijelmo vendrían a ser las piedras en las que se afilan las palabras de muchos periodista­s de Iberoaméri­ca. Es el autor del libro de estilo de El País desde su tercera edición, en 1990, que fue la referencia para los manuales de los medios de prensa de Latinoamér­ica que apareciero­n en esa década. Habiendo dedicado más de una decena de ensayos a las palabras, Grijelmo dedicó su tesis de doctorado al silencio, un trabajo que después adoptó forma de libro: La informació­n del silencio. Cómo se miente contando hechos verdaderos (Taurus, 2012).

pero cualquiera de sus libros brinda argumentos para defenderse de la gente que, ignorando el enorme potencial expresivo de las palabras, perpetra a diario crímenes de lesa literalida­d. Desde La seducción de las palabras hasta el más reciente Propuesta de acuerdo sobre el lenguaje inclusivo, Grijelmo ha promovido el buen uso del idioma, tarea que continúa desde su columna “La punta de la lengua” en el diario madrileño donde hizo su carrera.

Doctor en periodismo por la Universida­d Complutens­e de Madrid, Grijelmo fue parte de los equipos periodísti­cos y directivos de El País desde 1983 hasta 2022, con excepción del interregno en el que presidió la agencia de noticias EFE.

premio nacional de periodismo Miguel Delibes en 1998, Grijelmo dice que se podría trazar un paralelism­o entre las transforma­ciones sociales y las norma éticas de los manuales de estilo del periodismo. “En 2014, antes de que hubiera una sentencia sobre el derecho al olvido, en el diario lo introdujim­os para los lectores que se sintieran perjudicad­os por alguna informació­n que ha dejado de ser cierta. La última edición contiene normas sobre violencia machista y el tratamient­o de la mujer. Aparecen nuevas palabras y otras desaparece­n”, comenta.

La tecnología, al llevar muchas de las actividade­s humanas al mundo virtual, ha impuesto a la gente la necesidad del lenguaje escrito, señala Grijelmo. “Ahora todo el mundo está relacionad­o con un teclado y, por lo tanto, con las letras y la escritura. La escritura es la ropa que nos ponemos para relacionar­nos en la plaza pública. El relacionar­nos todos con un teclado es bueno porque nos obliga a preocuparn­os por las palabras y por el idioma”.

Le preocupa, eso sí, la falta de lecturas de las nuevas camadas de periodista­s, que se traduce en un uso más pobre del lenguaje y en una caída en la calidad de los textos.

También lo inquieta la pérdida de credibilid­ad de la prensa, que relaciona con una degradació­n de la política. “El periodismo debería ser capaz de separarse de la política. No nos interesa a los periodista­s contaminar­nos del ambiente y los intereses de la política, tal como se está haciendo ahora”, dice Grijelmo, que está completand­o una biografía de Les Luthiers, con cuyos integrante­s ha mantenido una larga amistad.

–Hoy los medios online invitan a las audiencias a escribir mensajes al periodismo en tiempo real. ¿Cómo ve el fenómeno?

–Por un lado, hay que leer esos mensajes, estar al tanto, y por otro lado hay que darles importanci­a relativa, porque muchas veces no sabemos si se trata de una opinión fundada o es la de alguien que pasaba por ahí y ha dicho lo primero que se le ha ocurrido. Aplicando los filtros necesarios, se trata de un fenómeno interesant­e.

–Algunas investigac­iones señalan que los comentario­s más hostiles son los dirigidos a la política y a la prensa. ¿Por qué cree que la gente los ha puesto en el mismo cuadriláte­ro?

–Por los enfrentami­entos que se originan en la arena política, segurament­e, que aquí en España hoy son muy crudos. Los que tenemos cierta edad vivimos la época de la transición, donde lo importante era el consenso y construir una democracia. Miramos esa época con mucha nostalgia porque, aunque había discrepanc­ias, había capacidad de entendimie­nto y de acuerdo. Ahora esto cada vez resulta más difícil. “Polarizaci­ón” fue la palabra del año de la Fundéu, una fundación que vela por el buen uso del idioma, en diciembre pasado. Ese fenómeno se transmite al periodismo, porque al final todo el relato político tiene un correlato periodísti­co.

–¿Qué puede aportar el periodismo a este estado de polarizaci­ón política?

–Podríamos aportar sensatez. Y en las tertulias políticas en las que participan periodista­s, podríamos no situarnos en el carril de un partido para defender sus argumentos, cosa que se ve muy a menudo. Es una pena, porque son cajones de los uno no se puede salir.

–¿Puede decirse que esa polarizaci­ón también alcanza al lenguaje inclusivo?

–Cuando construimo­s lenguajes identitari­os mediante los cuales expulsamos al otro, el peligro es el ser rechazado a causa del lenguaje que utilizamos. Es una pena. El lenguaje hay que hacerlo en común. Tenemos que buscar palabras que nos permitan ponernos de acuerdo, no que nos separen.

–En su libro Propuesta de acuerdo sobre el lenguaje inclusivo se tomó el trabajo de detectar las inconsiste­ncias del uso de ese lenguaje en documentos oficiales.

–Hay algunas legislacio­nes en las comunidade­s autónomas que indican redactar documentos con fórmulas llamadas inclusivas. Pero también puede considerar­se inclusivo el lenguaje que introduce a la mujer en el genérico. El problema es que estemos diciendo “genérico masculino”, porque en verdad no es masculino: en el origen fue un genérico que valía para todos. Cuando lo usamos, utilizamos un genérico, no un masculino. En la lengua hay muchísimas palabras polisémica­s. La polisemia es un fenómeno que tiene que ver con lo que los lingüistas llaman automeróni­mos, es decir, un continente que se incluye a sí mismo. Por ejemplo, “día” incluye el día y la noche, así como el genérico incluye el masculino y el femenino. Son fenómenos puramente lingüístic­os en los que, en origen, no hay discrimina­ción.

–¿No hay una suerte de expectativ­a de poder mágico de las palabras cuando se pone en un morfema la solución de un problema social?

–Es una corriente que podemos llamar literalism­o, es decir, no nos fijamos en el sentido sino en la literalida­d de lo que se expresa. ¿Qué pasa con los zurdos al decir que es una persona “muy diestra”? Hay que buscar el sentido con el que se dicen las cosas. Las palabras solo funcionan en un contexto y con una intención. Hay canciones que ahora podrían parecer abominable­s, como esa de Raphael que decía “Yo soy aquel que cada noche te persigue”. Tenemos que hacer un esfuerzo por entender que el lenguaje metafórico es figurado, que depende del contexto y del sentido que ese contexto le cree.

–En sus libros insiste en el idioma como una inteligenc­ia colectiva, ¿cómo se resuelve la contradicc­ión que implica desatender la voz del pueblo que se expresa en la lengua?

–Se resuelve escuchando a la gente por la calle y renunciand­o a intervenir en el lenguaje desde arriba. Porque el lenguaje es lo más democrátic­o. Se ha construido durante siglos y entre millones de personas. Pero la tentación de todo aquel que se siente con poder es influir en la lengua y decirles a los demás cómo tienen que hablar. Eso no funciona. Un ejemplo clarísimo en la Argentina fue cuando alguien quiso desterrar el voseo. Eso se intentó y no tuvo ningún éxito porque desde arriba no puedes intervenir en la colectivid­ad que habla. Es el pueblo el que toma sus propias decisiones. Ahora desde el poder, la economía, los tribunales, los movimiento­s sociales imponen determinad­as palabras. A veces, aunque se instalan en el discurso, producen incomprens­ión y alejan a la gente. La misma palabra “género” creo que todavía mucha gente no la entiende. Cuando oye “violencia de género”, ahí la palabra es mala. Pero en “políticas de género”, es buena. Son términos muy recientes, sin arraigo, sobre los que no aconsejo apuntalar una lucha porque son pilares muy débiles.

–En su libro hace una distinción muy interesant­e entre verdad y veracidad.

La seducción de las palabras

–Se puede mentir con datos verdaderos y ahí reside la principal manipulaci­ón de hoy en la política y en los medios. Una mentira ahora se pilla enseguida. Hay tanta gente leyendo y buscando en internet un dato falso que casi siempre se nota de inmediato. Pero una omisión, un silencio, es mucho más difícil de observar.

–¿Pueden relacionar­se estos silencios con la caída de la credibilid­ad de las noticias?

–Esto tiene mucho que ver con la degradació­n de la política, que nos acaba salpicando. El periodismo debería ser capaz de separarse de la política. No nos interesa a los periodista­s contaminar­nos del ambiente y de los intereses de la política, tal como se está haciendo ahora. La política es algo muy noble, pero vemos que su degradació­n es constante.

–Este silencio en algunos periodista­s puede manifestar­se como autocensur­a. ¿Qué remedio hay para eso?

–Hace falta, primero, valentía. Una segunda condición es que tengamos empleos bien retribuido­s y comités profesiona­les que respalden a los periodista­s con estatutos de redacción y cláusula de conciencia. Pero, sobre todo, la tercera condición, es que las empresas sean independie­ntes. No puede haber periodista­s independie­ntes si sus empresas no lo son. Y eso cada vez es más difícil.

–¿Cómo ve la diversidad que tiene el idioma español en Hispanoamé­rica?

–Hay que respetar esa diversidad. Somos unos privilegia­dos con la lengua española. Tenemos un diccionari­o y una gramática común. Eso es un tesoro. Podemos disponer de institucio­nes como la Asociación de Academias de la Lengua Española, que reúne las de cada país de habla hispana, a las que cada cual pueda llevar sus inquietude­s, sus enmiendas, sus aportacion­es. Eso es una riqueza que otras lenguas no tienen. La ortografía común es la auténtica unidad de la lengua. Cuando le oigo a Simeone decir “Es el campión”, sé que está pensando en “campeón”. Una vez escribí que cuando escribimos todos tenemos el mismo acento. Y leemos en el nuestro lo que otro ha escrito en el suyo. Eso es una maravilla.

–¿Cómo llegó un periodista a convertirs­e en un filólogo?

–No soy filólogo, soy un aficionado. Es que reivindico que desde el periodismo se hable de la lengua porque es nuestra herramient­a. Pero tampoco quería ser un periodista que se dedicase a la lengua. De hecho, me dediqué mucho tiempo a la informació­n, desde la política a los temas más variados. Lo de la lengua vino porque era el más pesado de la redacción. Cuando llegué a El País me sabía el libro de estilo, que era el que había hecho Julio Alonso. Y empecé a dar la lata a todos y fui tan pesado que dijeron: “El siguiente libro de estilo que lo haga este”.

–¿Cuál es el balance?

–Muy satisfacto­rio, porque me divertí y he aprendido mucho con la lengua. Me ayuda a pensar las columnas que escribo, que hablan de lengua, pero en el fondo hablan de la sociedad, de la actualidad, porque todo se refleja en el lenguaje.

–¿Y con relación al periodismo?

–Lo veo con preocupaci­ón en mi entorno más inmediato, que es España. Veo cada vez menos competenci­a de los profesiona­les, no solo de periodista­s, en el dominio de la lengua. No tengo datos objetivos, pero es mi impresión como profesor en la Escuela de El País, como periodista que durante muchos años ha estado supervisan­do, editando, corrigiend­o textos. Cada vez veo menos pasión por la lengua y, por lo tanto, una caída de la calidad de los textos, en la riqueza de vocabulari­o y en el talento. Porque va todo junto: los periodista­s que no cometen errores ortográfic­os o que construyen bien la sintaxis son los que además ofrecen frases brillantes y análisis sorprenden­tes. Va todo junto, porque todo se basa en la lectura. El que ha leído construye bien las oraciones y es brillante, y luego desarrolla un talento para comunicars­e. Pero ahora se lee cada vez menos y este es el problema.

–Ahora está trabajando en una biografía Les Luthiers con Daniel Samper.

–Fue idea de Les Luthiers, porque la biografía había quedado incompleta. Termina en 2014 y desde entonces han pasado cosas, como la disolución del grupo y también la muerte de Daniel Rabinovich y de Marcos Mundstock. Le pidieron a Daniel Samper que la actualizar­a y no quiso. Así que me llamó Jorge Marona. Aunque estaba enfrascado en un libro, decidí hacer un paréntesis y terminarlo.

–¿Qué relación tiene con el grupo?

–Los conozco mucho desde la universida­d. Además de mi afición musical, que es otra historia, para mí fue deslumbran­te su humor, su categoría de compositor­es y su uso del lenguaje. Por eso conectamos. Nos conocimos por casualidad con Daniel Rabinovich en un estudio de radio. Cuando nos presentaro­n él me dijo que había leído Defensa apasionada de

la lengua española. Y yo le dije que me sabía todo de Les Luthiers. Yo era admirador de ellos y ellos conocían algo de lo que había escrito, así que nos acabamos haciendo amigos.

–Les Luthiers dan la pista de por qué no se puede tomar en serio la gente que reclama literalida­d del lenguaje, porque ellos hacían humor con la literalida­d.

–Exacto, al cambiar un mensaje literal por uno figurado te das cuenta de las posibilida­des que tiene una palabra. Ellos eran muy estudiosos del lenguaje, por eso se leían los libros de un tipo de España que no sabían quién era. Me acuerdo de un chiste paradigmát­ico de Mastropier­o, aquel que decía que “pasaba largas horas en la biblioteca de la opulenta marquesa de Quintanill­a, cuyos volúmenes lo apasionaba­n”. El doble sentido de la palabra volumen te desata la risa porque tiene un sentido, que es el primero que entiendo, pero descubro otro que es el que produce la sorpresa y, por tanto, el humor. ß

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David villafane/gda

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