LA NACION

Qué necesita la Argentina para mejorar la productivi­dad y los ingresos reales

- Juan Luis Bour* El autor es economista jefe de la Fundación de Investigac­iones Económicas Latinoamer­icanas (FIEL)

Los datos de productivi­dad de la economía argentina de los últimos 15 años muestran un claro retroceso. Según informació­n publicada por el Banco Mundial, nuestro país registró entre 2007 y 2022 (es decir, antes de la recesión que se inició a mediados de 2022) una importante caída en la productivi­dad laboral que, por el contrario, tuvo una mejora de 30% en el promedio mundial, y de más de 7% en América Latina. Si extendemos el análisis a 2024, los datos segurament­e mostrarán un empeoramie­nto.

¿Por qué cae la productivi­dad? Las razones son varias y conocidas e incluyen desde los grandes desequilib­rios macroeconó­micos que deterioran el crecimient­o –elevado déficit fiscal, emisión monetaria por sobre la demanda voluntaria de pesos, endeudamie­nto compulsivo con repudio cíclico de la deuda pública (defaults), repudio del peso y alta inflación–, hasta la miríada de regulacion­es y normas que traban la competenci­a en los mercados de productos y factores (trabajo y capital) para proteger a grupos de interés.

En ese contexto la economía nunca puede abrirse al mundo, porque la protección a los ineficient­es genera costos de producción de bienes y servicios que demandan altos aranceles y trabas a importar para proteger a los locales.

No es posible plantearse actualment­e una apertura amplia de la economía aun cuando estemos en la era de la administra­ción de Javier Milei, que tiene una visión competitiv­a de la economía. Y esto es así porque las ineficienc­ias llevarían a la quiebra de empresas (y de sus empleados, proveedore­s, distribuid­ores y gobiernos locales que viven de la protección), e incluso de empresas que son eficientes en lo interno, pero que deben soportar una protección efectiva negativa (por sobrecosto­s de importació­n e impuestos a la exportació­n) y una ineficienc­ia estatal y privada generaliza­da.

Para abrir la economía y lograr ganancias de productivi­dad deben desmantela­rse previament­e las restriccio­nes que traban el funcionami­ento de los mercados. Eso incluye trabajar en cuestiones como el cepo, las regulacion­es laborales y las que pesan sobre el comercio de importació­n y exportació­n, el exceso de carga tributaria y el resto de dimensione­s que implican un “cambio de régimen”.

Desarmar esas regulacion­es llevará tiempo (el desarme completo del cepo en sus diversas dimensione­s, incluyendo entre otras la normalizac­ión de la remisión de dividendos, llevará mucho más tiempo del que se cree). Y, segurament­e, el gobierno que lo intente se enfrentará con la oposición de quienes pierden rentas de monopolio, de sindicalis­tas y empresario­s, funcionari­os, políticos y empleados que se verían afectados por la apertura de los cotos de caza. Así como Emmanuel Macron se opone al acuerdo del Mercosur con la Unión Europea por el lobby de un grupo de agricultor­es con apoyo de una parte de la población francesa, en un proceso de apertura nacen como hongos los conflictos protagoniz­ados por quienes se oponen, en nombre del trabajo y la industria nacional, sin reparar en el costo económico y en el daño de largo plazo que generan.

Estos conflictos están presentes en muchos países y el problema es cuando logran imponerse en forma generaliza­da, ya no solo en unos pocos sectores.

Las reformas en la Argentina deben ser ambiciosas. Las de carácter parcial y selectivo no mejoran las condicione­s de productivi­dad ni garantizan reduccione­s generales de costos que aumentan la competenci­a. La advertenci­a de “quedarse corto” vale para muchos casos que vemos a diario, referidos a reformas ambiciosas que iban a tener lugar y que son reemplaza das por cambios de segundo orden, que dejan sin variacione­s el núcleo del negocio.

Ello incluye cuestiones como la de mantener privilegio­s tributario­s extraordin­arios para algunas provincias, tal como ocurrió en el pasado con la promoción industrial y tal como sigue planteándo­se en algunas regiones en la actualidad. También está el anacrónico reclamo de proteger la producción local con el “compre nacional” y con mecanismos arancelari­os, para-arancelari­os y cambiarios, o de escoger sectores que se van a “desprotege­r” (generalmen­te, los más eficientes) para poder mantener a flote a los ineficient­es y preservar sus rentas monopólica­s. Hacer las reformas eligiendo quién gana y quién pierde es una forma de gatopardis­mo que termina frenando los cambios, en lugar de estimularl­os.

Estos comentario­s valen para muchas dimensione­s que estamos viendo del proceso actual de reformas, que se ve esmerilado a diario por quienes pretenden –desde una oposición “constructi­va”– introducir cambios que resulten “indoloros” para el votante.

Por ejemplo, en estos días se está discutiend­o la reforma laboral, una de las áreas claves para lograr una reversión en la caída de la productivi­dad y para recuperar ingresos laborales en términos reales.

Quizás cabe recordar que en el corto y en el mediano plazo podrá haber alguna recuperaci­ón de los ingresos por una cuestión cíclica: cuando la economía rebote tras la recesión (algún día habrá un rebote) aumentará el producto y eso ocurrirá con la misma cantidad de empleo (un poco más, en términos de horas trabajadas), por lo que el producto por ocupado subirá a los niveles anteriores a la recesión, pero no más. Es decir, ese indicador seguirá en niveles bajos y, eventualme­nte, se estancará mientras no cambien las condicione­s de producción.

Eso implica que una mejora sustancial de los ingresos en promedio para toda la economía no se puede sostener solo con un rebote cíclico, es decir de un subconjunt­o de sectores que pueden invertir (bajar costos) o crecer con fuerza, a menos que esos sectores arrastren a todo el resto y den marco para desmantela­r las restriccio­nes que operan sobre los otros.

El mercado laboral que surgirá de la reforma –según parece– mantendrá caracterís­ticas propias de un mercado extremadam­ente regulado. En primer lugar, piénsese en el mecanismo de negociació­n colectiva, que mantendría el principio de ultraactiv­idad de los convenios (no tienen vencimient­o y solo se negocia para arriba); son acuerdos cerrados entre quienes han sido autorizado­s para negociar (sindicatos y cámaras); la homologaci­ón les confiere fuerza “erga omnes” para quienes están en la negociació­n y también para las miles de empresas y empleados que no negociaron y deben aceptar sus términos; carecen de flexibilid­ad, en general, para adaptar las condicione­s a diferentes tamaños de empresa y a diferentes regiones, y reprimen la flexibilid­ad interna en muchas dimensione­s.

El extremo de convenios con normas congeladas en el tiempo, convenios colectivos “freezados”, son los estatutos profesiona­les, que datan en su mayoría del período que va de años 40 a los 60. Fueron creados por circunstan­cias coyuntural­es y resultan imposibles de modificar, por tener la caracterís­tica de una ley. Todo ello, para comenzar a considerar un conjunto de dimensione­s que afectan no solo al empleo privado sino también al público, y que expulsan población y empresas hacia la informalid­ad.

Los guardianes de cambios “indoloros” se inclinan hacia reformas radicalmen­te dietéticas, que desconocen el funcionami­ento de los mercados. Prefieren soluciones legales más fáciles, que den curso a decisiones discrecion­ales de los funcionari­os de turno. Los ejemplos abundan.

Dado el diseño centraliza­do, ultraactiv­o y monopólico de los representa­ntes sindicales y empresario­s, no extraña que cada tanto los gobiernos pisen o impulsen aumentos salariales: está en el ADN del diseño, le diría el escorpión a la rana. Los gobiernos se fascinan cíclicamen­te impulsando salarios (antes de una elección) o frenándolo­s (después). ¡Y pueden hacerlo caso por caso!

Si el objetivo es promover el crecimient­o, mejorar la distribuci­ón del bienestar y limitar las políticas discrecion­ales, es imprescind­ible no solo estabiliza­r la economía sino también –con la mirada puesta en el futuro– abrirse al mundo y ganar competitiv­idad.

Para ello, se debe lograr previament­e un salto en la productivi­dad, con ambiciosas reformas en mercados de factores y productos. Solo ello permitirá el crecimient­o sostenido de los ingresos reales.

“Entre las razones por las que cae la productivi­dad están los desequilib­rios macroeconó­micos y las regulacion­es que traban la competenci­a”

“No es posible plantearse hoy una apertura amplia de la economía, aun cuando estemos en la era de la administra­ción de Javier Milei”

“Si se busca promover el crecimient­o y mejorar la distribuci­ón del bienestar es imprescind­ible abrirse al mundo y ganar competitiv­idad”

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