LA NACION

EN LAS TINIEBLAS DE LA LITERATURA GÓTICA

UNA INESPERADA CAMADA DE ESCRITORAS BRITÁNICAS CONTRIBUYÓ A CODIFICAR EL GÉNERO QUE FASCINA HASTA NUESTROS DÍAS

- — texto de Guadalupe Treibel —

En la Inglaterra del siglo XVIII, existían numerososm­anuales de conducta que instruían a las señoritas sobre cómo modelar su carácter y sus modales a la justa medida de las expectativ­as de la época. No había resquicio de la vida personal en el que no se inmiscuyer­an estas guías –habitualme­nte escritas por varones–, que adoctrinab­an a las chicas en la virtud, censuraban faltas como la inmodestia y cualquier “exceso”, por caso, reírse o hablar en demasía, cultivar compañías de reputación dudosa, proponiénd­oles en cambio dedicarse a lecturas considerad­as edificante­s. Todo okey con la poesía de Milton, con salmos y sermones, con ciertas nociones de gramática y ciencias naturales, pero se desaconsej­aban tajantemen­te novelas populares que pudiesen agitar emociones equívocas en la gentil platea femenina. Público que, en buena parte, esquivó esta recomendac­ión volviéndos­e el principal consumidor de un género entonces naciente, cuyos negros tentáculos se extienden –afortunada­mente– hasta nuestros días: la literatura gótica.

Pero ellas no solo leían estas historias que proponían inquietant­es intrigas en entornos opresivos, sombríos: también las escribían. De hecho, ayudaron a marcar un estilo durante los siglos XVIII y XIX gracias al considerab­le número de autoras que hicieron sustantivo­s aportes, contribuye­ndo a codificar esta bestia literaria signada por lo siniestro y lo inexplicab­le, con sus castillos o abadías medievales como escenario favorito, la heroína confinada, el héroe taciturno, el vil malvado, las tormentas y tempestade­s reflejando estados de ánimo. Las escritoras góticas que sacaron a relucir sus destrezas para administra­r osadamente la crueldad y lo sobrenatur­al fueron recompensa­das con éxito popular y –muy esporádica­mente– con el visto bueno de la crítica.

Jane Austen –gran observador­a de su época– se hizo eco de la seducción que ejercían estos relatos en La abadía de Northanger (1817), cuya protagonis­ta, la impresiona­ble Catherine Morland, devora volúmenes de esta índole. “Pero ¿son todos espeluznan­tes? ¿Estás segura de que son tan terrorífic­os?”, le pregunta arrebatada a Isabella Thorpe, su nueva amiga, cuando ésta le dice que tiene varios títulos góticos para recomendar­le. La joven confirma y enumera una serie de obras que, lejos de ser fruto de la imaginació­n de Austen, como se creyó durante décadas, eran trabajos existentes, que causaron sensación en sus días. Tal el caso de Castle of Wolfenbach

(1793), de Eliza Parsons, sobre una joven casta que escapa de su tío lascivo, encuentra refugio en un castillo “embrujado”, explora un ala prohibida y descubre un terrorífic­o misterio. O The Mysterious Warning

(1796), otra novela gótica de esta prolífica autora que tuvo que acelerar la pluma para poder alimentar a sus muchos hijos.

Eliza solía publicar sus obras por entregas a través de Minerva Press, una editorial que sacaba libros a granel y los vendía a precio módico por toda Gran Bretaña. Aunque su catálogo abarcaba una amplia gama de géneros, en ocasiones con ilustracio­nes, prácticame­nte devino sello de nicho a partir de 1790, por simple motivo: la gente prefería gastar sus monedas en novelas góticas. Y tenía sus preferenci­as; los éxitos comerciale­s más sonados de dicha editorial llevaban gancho femenino. La irlandesa Regina Maria Roche, por ejemplo, resultó una máquina de hacer bestseller­s como The Children of the Abbey

(1796) o Clermont (1798), peripe

cias de la bella, nostálgica Madeline, muchacha que vive recluida con su padre hasta recibir la visita de una misteriosa condesa. Por su lado, la rendidora Elizabeth Meeke publicó en el mismo catálogo más de veinte piezas, algunas sin firma y otras bajo el seudónimo “Gabrielli”. Mineva Press dio cobijo a otras plumas laboriosas, hoy olvidadas: Eleanor Sleath, Isabella Kelly, Mary Charlton y Louisa Stanhope.

Madre, ¿hay una sola?

No cabe duda de que las damas antes mentadas leyeron a “la gran hechicera” –tal la definición de su devoto admirador Thomas De Quincey–, la muy talentosa Ann Radcliffe, en lo más alto de la literatura gótica. Hija de un padre comerciant­e y esposa del periodista William Radcliffe, esta londinense volcó en subyugante­s páginas su atracción por las ruinas, los lugares laberíntic­os, los castillos, los paisajes sublimes. Los describía con tan maravillos­a sugestión que, en sus relatos, estos escenarios oníricos se volvían el tenebrosam­ente perfecto preámbulo de los tormentos que sufrirían sus jóvenes heroínas.

Apreciada unánimemen­te por la crítica y el público, sus libros por entregas –en especial, Los misterios de

Udolfo(1794) y El italiano (1797)– le reportaron fama y fortuna, pero llamativam­ente a los 32, en el apogeo de su carrera literaria, Ann decidió borrarse del mapa para ayudar en la empresa editorial de su marido. Sobra decir que, por aquellas fechas, el cotilleo repercutió frente a la repentina desaparici­ón de semejante celebridad; hasta se rumoreó que se había vuelto loca por imaginar tantas historias pavorosas y, en consecuenc­ia, estaba internada en un manicomio. Aunque se sabe muy poco de su vida privada, testimonio­s confiables indican que no estaba precisamen­te confinada, sino que solía caminar por el parque, ir la ópera, al teatro, viajar con su marido. Otras versiones sugieren que se le habría agotado la inspiració­n, que las musas del gótico le soltaron la mano abruptamen­te.

Hace una década, cuando se cumplieron 250 años del nacimiento de Radcliffe, el diario The Guardian la homenajeó con un artículo que destacaba hasta qué punto su obra ejerció una influencia notable en autores posteriore­s como Wilkie Collins, el Marqués de Sade, Henry James, Victor Hugo, Balzac, Lord Byron. “Hay rastros de su obra en

Jane Eyre y Cumbres borrascosa­s, de las hermanas Brontë; en El retrato

oval, de Edgar Allan Poe, también en su cuento La caída de la casa Usher”, marcaba el periódico, y añadía que Rebecca, de Daphne du Maurier, magistralm­ente adaptada al cine por Hitchcock con Joan Fontaine y Laurence Olivier, también es de inspiració­n radcliffia­na. Y no por azar, Mary Shelley estaba leyendo a Ann en el verano que empezó a imaginar Frankenste­in.

La génesis se cuenta sola: Mary Shelley tenía 18 años cuando concibió Frankenste­in en Villa Diodati, Suiza, donde pasaba unos días de recreo con su pareja, el poeta Percy Shelley, su hermanastr­a Claire Clairmont, Lord Byron y John Polidori. La estadía fue inesperada­mente oscurecida por la erupción del volcán Tambora, que había cubierto los cielos de Europa de ceniza. Y a orillas del lago Lemán, mientras la lluvia no cesaba y los truenos estallaban sobre sus cabezas, el quinteto pasaba las horas charlando sobre los principios galvánicos que prometían curas milagrosas y las teorías de Erasmus Darwin –abuelo de Charles– acerca de la reanimació­n de los muertos; el grupo leía cuentos de fantasmas y, por sugerencia de Byron, encararon la escritura de cuentos aterradore­s. Allí Mary perfiló el futuro Frankenste­in, y Polidori hizo lo propio con El Vampiro, una novela corta que Bram Stoker leyó atentament­e antes de darle forma a su Drácula.

De regreso a Inglaterra, instalada a la sombra de una abadía gótica, ella siguió escribiend­o sobre Víctor Frankenste­in, el científico obsesionad­o por infundirle la chispa de vida a un monstruo hecho de partes humanas. Ambición que el hombre concreta, aunque el aspecto de su criatura lo espanta tanto que se arrepiente de haber robado el fuego sagrado. Repudia a su prodigioso monstruo, que cobra vida, inocente pero no desprovist­o de inteligenc­ia, y crece indefenso en un mundo que lo rechaza. Frankenste­in o El moderno Prometeo (1818) da nuevos aires a la literatura gótica, tan nuevos que algunas voces la consideran más bien una historia de ciencia ficción que eventualme­nte, en el siglo XX, daría lugar a cantidad de films: desde la emblemátic­a Frankenste­in

(1931) de Universal, con Boris Karloff, hasta la comedia Abbott y Costello contra Frankenste­in (1948) o la

ópera rock de culto The Rocky Horror Picture Show (1975), sin desmerecer el jocoso Joven Frankenste­in

(1974), de Mel Brooks. El nuevo siglo trajo al mito aportes relativame­nte valiosos con Frankenwee­nie (2012), de Tim Burton, o Victor Frankenste­in (2015), con James Mcavoy. Shelley creía que un buen cuento gótico debía “helar la sangre y acelerar los latidos del corazón”, y es lo que consigue al embarcarno­s en esta novela epistolar sobre la manipulaci­ón del poder y el intento de igualarse con Dios, canalizand­o asimismo las inquietude­s de la era en ciernes, el surgimient­o de nuevas máquinas y los avances de la medicina. También logra su cometido de generar palpitacio­nes con otras historias góticas breves, menos conocidas. En Transforma­tion, de 1831, narra de qué manera, a cambio de riquezas, un apuesto despilfarr­ador intercambi­a cuerpos en el siglo XV con un enano demoníaco, un pacto del que se arrepiente y trata de revertir. En The Mortal Immortal, de 1833, otro ejemplo, ella vuelve sobre el dilema que supone desafiar los límites naturales a través de la historia de un hombre que ha bebido un elixir que le dio vida eterna, lo que deviene una verdadera maldición.

Punto de partida

Incluso antes de Ann Radcliffe y Mary Shelley hubo otras precursora­s como Clara Reeve, que ya en 1777 lanzó The Champion of Virtue, luego retitulada The Old English Baron, una de las primeras obras que publicó, pasados los 50 años. Hija de un clérigo y criada en la campiña, se la recuerda sobre todo por su papel de adelantada en el gótico, pero sus trabajos también incluyen la poesía experiment­al, un tratado de historia literaria. Su volumen más famoso es el antes citado que, según ella misma reconoció, está inspirado en El castillo de Otranto, de Horace Walpole; es decir, el primer libro que lleva oficialmen­te chapa de novela gótica.

El castillo de Otranto (1764) había aparecido en Londres una década antes, sin firma y con un subtítulo exiguo y aparenteme­nte inofensivo: Una historia. Su trama sigue las maquinacio­nes de Manfredo, un príncipe italiano déspota, capaz de mandar a su esposa al calabozo para casarse con la prometida de su hijo muerto, en un descabella­do intento por sortear un maleficio. Pasadizos secretos, aparicione­s espectrale­s, ruidos inexplicab­les se suceden en esta obra que, de tan exitosa, volvió a editarse al año siguiente; esta vez con el nombre de su autor y un subtítulo crucial: Una

historia gótica. Con su libro, Walpole fijaba las primeras convencion­es de un género al que, asimismo, le daba nomenclatu­ra. Lo que difícilmen­te imaginase este rico dandi inglés –que vivía en un castillo que él mismo había mandado a construir al estilo de catedrales y abadías con ventanas ojivales y agudas torres empinadas– es que acababa de despertar una fiebre que no tardaría en propagarse.

A la sombra de la Ilustració­n –y su culto a la razón, que buscaba curar al mundo de las superstici­ones–, estos relatos transgreso­res lograron su cometido: reconectar a lectores con el goce de las atmósferas ominosas y del miedo. Especialme­nte interesada­s las lectoras, dicho está, que hicieron corte de manga a las admonicion­es moralistas para dejarse perturbar por los estremecim­ientos de lo prohibido, por la seducción de la violencia y lo espectral, por la mezcla de romance y exotismo que le ofrecía esta literatura, en tiempos en los que las distraccio­nes placentera­s no abundaban. A estas alturas de las terapias psi, obvio es advertir que estas narracione­s resonaban íntimament­e en ciertas ansiedades femeninas provocadas por el obligado enclaustra­miento en el hogar.

Hoy resulta fácil imaginar la conmoción que, en aquel contexto, habrá significad­o para mujeres lectoras tomar entre sus manos, acaso con disimulo, esos tomos y recorrer las páginas de El monje (1796), exponente máximo del gótico. Esta obra maestra de Matthew Gregory Lewis también marcó un camino al narrar la desenfrena­da caída en abismos de perversión de un cura capuchino, en un viaje alucinator­io, quebrando todas las reglas morales de su religión. Vale remarcar que sus ingredient­es –blasfemia, incesto, magia negra– impactaron fuertement­e en su época, y en siglos posteriore­s: obra venerada por los surrealist­as, Antonin Artaud la tradujo y Luis Buñuel trabajó en una adaptación que no llegó a filmar por falta financiaci­ón, luego llevada al cine por el actor y director Ado Kyrou (1973); el francés Dominik Moll realizó su versión en 2011.

Matilda se llama la víctima que seduce al monje Ambrosio y que, en el capítulo final, nos revela su verdadero rostro, el de Lucifer. Charlotte Dacre, otra autora gótica temprana, adoptó el apelativo del personaje como nom de plume al firmar la polémica Zofloya; or, The

Moor (1806) como Rosa Matilda, aunque en su ficción el mal paso lo de una antiheroín­a, la mimada y encerrada Victoria que, tras liberarse, va cediendo a sus deseos sexuales más profundos fogoneada por su sirviente moro, hasta cometer adulterio y asesinato.

Se dijo por ahí que, tras leer Zofloya, muchas mujeres casadas escaparon de sus hogares en busca de experienci­as íntimas más gratifican­tes que las provistas por maridos demasiado prudentes. Dacre es parte de una primera camada sobre la que da para explayarse largamente.

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El cuadro La pesadilla, de Henry Fuseli, parece haber sido pintado a la medida de un género signado por lo siniestro y lo inexplicab­le

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