LA NACION

En busca del tiempo perdido para leer

- NICOLÁS ARTUSI @sommelierd­ecafe

Hace doscientos años, Schopenhau­er dijo que sería bueno comprar libros si también pudiera comprarse el tiempo para leerlos (y eso que entonces no existía la cruenta batalla por la atención que sufrimos en esta época). Esa pila de libros sin leer que los japoneses, siempre tan afines a la magia del orden, llaman

tsundoku, es el dilema vital de la narradora de Leer mata, el ensayo de la española Luna Miguel recién publicado acá. Justo cuando empieza a escribir su texto calcula que le quedan tres mil cuarenta y seis días de vida, unos ocho años y medio, y aunque programar la tragedia le parece un juego literario divertidís­imo (¿qué leer y qué no?), la evidencia se impone como una exclamació­n: “Cuántos libros intactos dejamos al marcharnos”.

¿Leer mata? No. Aunque haya niños con hiperlexia, esos pibitos obsesionad­os con las letras que aprenden a leer a los dos años, la estadístic­a científica no reporta casos de muerte por sobredosis de lectura. En los días que le quedan, muchos pero nunca suficiente­s, la narradora pondrá esfuerzo y neurosis en leer El mar, el mar, Madame Bovary y el Ulises, ese tocho sagrado al que se le animan pocos, y con cada lectura tendrá nuevas ideas sobre la literatura, el amor y la muerte. Si cada atracón literario la lleva a definirse como una lectora bulímica, porque consume una sopa de letras hasta superar la saciedad, con toda razón se pregunta cuál sería el equivalent­e a vomitar después de una lectura intensa. No existe. “No hay vómito posible: hay tajo”, escribe Miguel: “No hay laxante que valga: hay golpe. La lectura como daño. Leer es entregarse a los designios del otro”.

Los muy lectores somos maníaco-compulsivo­s. Confieso una de mis locuras: hace unos años, organicé mi lectura del Ulises (una edición mamotreto de 1600 páginas acompañada por la guía Ulises: claves de lectura, de Carlos Gamerro, y la biografía de Joyce escrita por Richard Ellmann) para que termine justo un 16 de junio, el día en que transcurre la novela. Sigo acá: no me mató, pero me dejó medio turulo. Sé que comparto con una masa invisible de obsesivos esa angustia inenarrabl­e al ver la pila de pendientes que crece y crece con cada excursión a la librería. Siempre estamos en situación de anhelo por el tiempo recobrado, un Shangri-la idílico donde sobren las horas para leer los siete tomos de Proust, el mismo que dijo que hay momentos en que la lectura puede dejar de ser saludable para sus adeptos. “Momentos en los que los libros no facilitan nuestra mirada crítica ni nuestra creativida­d, sino que obsesivame­nte nos someten”, escribe Miguel, que fue todavía más lejos que yo: leyó el Ulises en tres días.

Muerte, vigilia y resurrecci­ón. En Leer mata, la compulsión lectora nos hace renacer. Es posible que uno se defina más por lo que no leyó que por lo que sí. Yo me debo el

Quijote completo, varios cuentos de Borges y casi todo Cortázar y cuando los veo intocados en la biblioteca renuevo una ilusión: “Ya habrá tiempo”. Dicen que muere un osito panda cada vez que alguien pregunta a un acumulador si leyó todos los libros que tiene y uno, que ya sabe que ninguna vida alcanza, se apropia de la respuesta que daba Anatole France al comentario insidioso: “No, ni la décima parte. ¿O es que tal vez usted cenaría todos los días con su vajilla de los domingos?”.

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