LA NACION

Sofía Prado

La fotógrafa recorre el mundo con su cámara para captar imágenes de Las culturas más remotas

- texto de Malú Pandolfo

Los festivales budú y los de tribus caníbales en Papúa Nueva Guinea encabezaba­n los destinos soñados por Sofía Prado, que, a los 14 años, ya había decidido dedicarse a la fotografía documental cuando fuera grande. Las páginas de Billiken colecciona­bles y las horas de National Geographic frente al televisor habían disparado una inquietud que, años más tarde, se transforma­ría en una vocación por la que recorrería las culturas remotas del mundo.

Hoy, a los 31 años, lleva once recorriend­o rincones remotos con la cámara. Sin embargo, sus inicios no fueron fáciles. “Es difícil dedicarse a la fotografía documental, más siendo hispanohab­lante y mujer. Era muy difícil salir y conseguir sponsors”, confiesa. A los 20 años su primer destino fue Sudáfrica. Creó un proyecto para documentar las celebracio­nes y festivales más tradiciona­les. Con el apoyo de oficinas de turismo y empresas vinculadas a la actividad, arrancó un camino que, entre 2018 y 2020, no se desvió de su objetivo. En México se adentró en el Día de Muertos; en Groenlandi­a documentó la Navidad –“en el Polo Norte todo el día era de noche; la gente se une afuera, camina de la mano y cantan”–; en Papúa Nueva Guinea, el festival que reunía a 300 tribus de la isla.

La pandemia la encontró en Australia, donde conoció a un español, hoy su marido, que se unió a sus proyectos. Los destinos fueron Nueva Zelanda, Alaska y 25 estados de los Estados Unidos: “No había festivales todavía por el Covid, pero mantuve el foco en la diversidad cultural”. Sus objetivos fueron las tribus nativas americanas. Así comenzó con el proyecto “Mitad del mundo”, en el que aún trabaja. “La idea es documentar la diversidad de cien países del mundo, entrevista­ndo comunidade­s y tribus de indígenas – cuenta–. Viajamos desde los Estados Unidos hasta la Argentina. Incluimos algunas islas, como Cuba o Dominica”. En Dominica descubrió uno de los últimos pueblos indígenas y, en el Amazonas ecuatorian­o, vivió dos meses con una comunidad indígena.

Después de cruzar el Amazonas en barco, en Perú conoció a los q’eros, la última comunidad descendien­te de los Incas. La travesía continuó en África, donde asistió a un festival budú. En África del Este “visité las tribus de Etiopía, que son super remotas y también super corruptas”. Más tarde fue el turno de la India, donde accedió a la tribu Apatani, al noreste, en un lugar remoto sin conexión con el mundo. Y en Kirguistán vivió con tribus nómades.

Ahora la espera el último año y medio del proyecto, que la llevará, junto a su marido, a Rumania, Moldavia, Rusia, Armenia, China, Mongolia y algunas islas del Pacífico. Por el momento, “no tenemos base. Desde que nos conocimos, hace cinco años, no vivimos en ningún lado”, afirma. Por eso, cuando el viaje llegue a su fin, se instalarán para dedicarse a escribir un libro sobre los cien países recorridos. “Tendré 34 años cuando vuelva y voy a querer tener mi casa, en España”, planea.

A lo largo de estos años transcurri­dos y kilómetros recorridos, Prado pasó por dos situacione­s especialme­nte riesgosas. Una fue en los Estados Unidos, cuando quiso viajar al área 51, el área militar clasificad­a en el estado de Nevada. Para llegar al único hotel de la zona –“el dueño es un ex militar, además de un

freaky, que tenía miles de recortes de alienígena­s”–, hay que conducir ocho horas por el desierto. Al llegar a una de las entradas a la zona militar, “apareció un helicópter­o con la puerta abierta y un militar con una ametrallad­ora. Empezó a bajar hasta donde estábamos y a rodearnos. Subimos al auto, nos persiguió cinco kilómetros y nos dejó ir. Pero ya me veía presa en los Estados Unidos”. Otra situación de riesgo fue en su reciente viaje a África del Oeste. Mientras filmaba un enorme mercado cuando un chico la acusó de haber registrado a su madre. La situación se tensó cuando pretendió que le entregara el celular. “Vino la policía que, en vez de ayudarnos, se puso del lado de ellos y me pedían también el celular. Terminamos en la comisaría”. Al final le mostraron el video a la señora, que pudo comprobar que no aparecía, poniendo así punto final al altercado. “Para salir de Nigeria a Benín, que son quince kilómetros, hubo cuarenta controles policiales y cada policía te pedía una coima”, afirma.

A nivel cultural, Prado destaca algunas vivencias. En Kirguistán, el país con más nómades del mundo, en Asia Central, se sorprendió con ciertas costumbres. “Durante el verano crían caballos y cabras en los pastos verdes y frescos. Hacen su vida a caballo, y después se los comen y toman leche de yegua”. Los nómades hacen un deporte que se llama kok-boru. Se trata de una especie de polo, pero la pelota es reemplazad­a por un cuerpo de cabra muerta. “El equipo ganador se queda con esta cabra que está golpeada y se comen la carne”, agrega. Además, estos nómades robaban mujeres para casarse. Según su tradición, “cuando a un hombre le gustaba una mujer, la subía a su caballo y la llevaba a su casa. Y la mujer se tenía que casar con él. No podía decir que no porque, sino, la familia caía en desgracia”. Esto pasaba hace muchos años. Sin embargo, la tradición aún hoy se mantiene, con algunos matices.ß

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Fotos: Gentileza VIAJES Y costumbres Con el proyecto “Mitad del mundo” documenta las celebracio­nes y los festivales más tradiciona­les, y su objetivo es recorrer cien países para entrevista­r comunidade­s y tribus indígenas.
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