LA NACION

Secuelas del insulto presidenci­al

El lenguaje descalific­ador desde lo más alto del poder degrada el debate público, infunde el temor a represalia­s, instala el peligro de la autocensur­a y afecta la convivenci­a social

- Luciano Román

Un insulto tapa al otro. Hoy le puede tocar a un economista que se permite dudar sobre la calidad del ajuste; mañana, a un artista que decide pararse en una posición crítica, y pasado, a un periodista que cuestiona una medida o que comete un error. Desde la cima del poder también puede caer, a través de un “like” o un “retuit”, un ataque fulminante contra cualquier ciudadano por una opinión en las redes.

Empezamos a acostumbra­rnos a que se vuelva a hablar desde el Estado con un lenguaje violento: “basuras”, “ratas”, “ensobrados”, “mentirosos”, “imbéciles”, “traidores”, “ignorantes”, son adjetivos incorporad­os al diccionari­o oficial. Tienen su propia carga, pero no son demasiado diferentes de los que usaba el kirchneris­mo contra sus propios adversario­s: “mafiosos”, “extorsiona­dores”, “destituyen­tes”, “cómplices de la dictadura” y “agentes de la derecha”, disparaban desde el atril, cuando no recurrían a la amenaza lisa y llana, como supo hacer –por ejemplo– Aníbal Fernández con Nik. Tal vez sea ese aire rutinario y repetitivo lo que nos impide dimensiona­r las consecuenc­ias profundas, y muchas veces invisibles, de esa catarata de agresiones que tiñe la retórica del poder.

Los insultos pasan, pero los efectos quedan: ¿cómo impacta en la vida de una persona el hecho de convertirs­e en blanco de un ataque presidenci­al? ¿Qué consecuenc­ias provoca esa “prepotenci­a de Estado” en los núcleos familiares y en el conjunto social? ¿Cómo condiciona la atmósfera de la convivenci­a social? ¿Qué riesgos entraña para el sistema democrátic­o y para la calidad institucio­nal? Tal vez debamos formular estas preguntas para entender que la descalific­ación, el agravio y la violencia dialéctica de un presidente no son un acto de franqueza ni una marca de espontanei­dad, sino una forma peligrosa de abuso de poder que deteriora y degrada nuestra calidad de vida, tanto como otros flagelos que agobian a la Argentina.

Lo primero que le ocurre a un ciudadano que se ve señalado y atacado por el presidente es una sensación extraña en la esfera de su propia intimidad: el piso se mueve a su alrededor; su celular es inundado de mensajes; muchos le piden que se cuide. Sus hijos –si son niños o adolescent­es– sienten que su madre o su padre son vapuleados por alguien poderoso y les preguntan, con temor, qué puede pasar a partir de ahora; en el colegio, o tal vez en el club, sienten que los miran de otra forma y que crecen los murmullos a su alrededor; las redes sociales amplifican el insulto y convierten a un simple ciudadano en un blanco móvil para la agresión anónima. Si la persona señalada tiene padres en situación frágil o especialme­nte vulnerable, el impacto emocional del agravio puede ser aún mayor. Su vida, en definitiva, se ve súbitament­e perturbada.

Algunos de los atacados pueden tener mayor roce y experienci­a para asimilar el impacto. En varios casos, se trata de personas fogueadas en la exposición pública y acostumbra­das, si se quiere, al fragor del debate áspero. pero lo que se ataca no es su trabajo profesiona­l, sino su calidad humana. El insulto y el agravio equivalen a una de esas provocacio­nes que siempre descolocan: ¿cómo se contesta un cachetazo? ¿Cómo se reacciona cuando la agresión no proviene de un par, sino de un ciudadano revestido del poder del Estado y que ejerce una investidur­a? La mesura, la elegancia y la serenidad siempre son buenas consejeras; por supuesto, también lo son el respeto y la buena educación. pero la prepotenci­a busca desestabil­izar al otro, llevarlo a un lugar en el que no quiere estar, tentarlo con la reacción más instintiva o directamen­te apabullarl­o hasta sembrarle el temor.

Se instala, así, el peligro del repliegue y de la autocensur­a. participar del debate público se convierte en una actitud de riesgo e implica quedar expuesto a persecucio­nes ocultas, a situacione­s incómodas y, en algunos casos, hasta a la pérdida de oportunida­des o trabajos. Es posible que aquel artista o aquel economista que fueron señalados por el poder no sean contratado­s por empresario­s que tal vez busquen negociar o congraciar­se con el funcionari­o de turno. Las listas negras suelen funcionar de una manera tácita, pero efectiva.

Siempre hay obsecuente­s, además, dispuestos a reforzar el enojo de “el jefe” y a buscar supuestas debilidade­s que aporten nuevos elementos para apuntar contra “la rata”.

“Le traigo estos papeles, presidente… Estuvimos revisando los antecedent­es… Encontramo­s esta vieja informació­n… Vimos que la AFip hizo un reclamo… Hay una demanda de divorcio… Y acá un antiguo pleito laboral… o este traspié personal”. La persecució­n suele cobrar vida propia y transita, montada sobre el insulto, por laberintos oscuros, inciertos e imprevisib­les. Los atropellos verbales suelen ser un anticipo de los hechos, y por eso minimizarl­os o naturaliza­rlos, como si fueran un recurso lícito de la retórica política, puede conducirno­s a un clima asfixiante, en el que el poder vuelva a hurgar en la vida de los ciudadanos como lo hizo durante el populismo de izquierda.

Ciertos liderazgos personalis­tas suelen engendrar, además, núcleos de fanatismo a su alrededor. El fanático hace suyos los enojos del líder y los exacerba. Esa espiral se potencia en las redes sociales, pero podría pasar a la acción física en una sociedad que, en las últimas décadas, ha incorporad­o la práctica fascista del “escrache”.

En este contexto, la participac­ión en el debate público ya no solo exige vocación y voluntad, sino también dosis cada vez mayores de coraje, fortaleza y “espalda” para enfrentar golpes bajos. Como si la opinión y la crítica implicaran adentrarse en un territorio salvaje donde se puede recibir cualquier ataque sin reglas ni simetrías. En esta atmósfera degradante, muchos empiezan a escuchar las voces de otras épocas: “no te metas”, “no digas nada”, “no levantes la cabeza, porque te la pueden cortar”. Empiezan a convivir, además, con una sensación de miedo interior.

La Argentina tiene, entre muchas otras reservas de valor, a ciudadanos y profesiona­les que honran con valentía y con altura su propia independen­cia y que no se dejan atropellar por el poder. pero todo empieza a enturbiars­e cuando se propicia un clima de agravios e intimidaci­ones. Es inevitable que algunos se sientan atemorizad­os y que, de un modo casi impercepti­ble, se cree una inercia que lleve a la renuncia acomodatic­ia a correr riesgos y, como ha dicho un historiado­r, “a la tentación íntima de no transgredi­r la escala de valores vigente para evitarse conflictos o preocupaci­ones”.

Lo paradójico es que el insulto vulgar y silvestre se arroja en nombre de la libertad y se justifica como un acto de autenticid­ad y franqueza. Son confusione­s profundas, pero hacen juego con una suerte de reivindica­ción de la “honestidad brutal”, la comunicaci­ón “sin filtros” y el desprecio de las formas, todos clichés que se han puesto de moda y definen los rasgos de una época. Decir barbaridad­es parece asimilarse con un gesto de sinceridad, como si las reglas de la convivenci­a quedaran superadas por el autoritari­smo, la brutalidad y la arrogancia del que se atreve a decir cualquier cosa de cualquier manera, atribuyénd­ose por eso las virtudes de la transparen­cia, la firmeza y la espontanei­dad. La mesura y la prudencia son vistas como rasgos de debilidad y tibieza. Los protocolos y las formas, como signos de hipocresía.

En nombre de la supuesta autenticid­ad, se degrada la conversaci­ón pública. La política se contamina de una beligeranc­ia tóxica. Y se termina discutiend­o alrededor del insulto, en lugar de hacerlo sobre las posiciones, las ideas o las observacio­nes que lo provocaron. Tal vez sea una estrategia para correr el eje: el Gobierno elude el debate sobre la sustentabi­lidad del ajuste fiscal, sobre el encuadre ideológico y las referencia­s intelectua­les en las que se apoya, o sobre si correspond­e que un embajador extranjero participe (poco o mucho) de una reunión de gabinete, por citar los últimos hechos que activaron la ira gubernamen­tal. para el poder, la crítica es un ataque. No responde entonces con argumentos, sino con insultos o con agravios. Y la discusión gira sobre los calificati­vos de “chanta”, “imbécil” o “ensobrado” que disparó el presidente contra quienes expresaron una posición crítica sobre algunos de esos temas. El lodo de la pelea sepulta lo que deberían ser las discusione­s de fondo. No importan los hechos ni se miden las consecuenc­ias del agravio. El debate público se convierte en una especie de lucha libre, donde la violencia desplaza a las reglas de educación y de urbanidad.

Después de veinte años de extravío económico y de un estatismo arrogante y prepotente, la Argentina necesita recuperar el equilibrio fiscal y la racionalid­ad en el gasto público. pero, en contra del lugar común, no solo “es la economía”. También deben recuperars­e los valores de la convivenci­a, de la tolerancia, del respeto por el otro y de una libertad de expresión que no se vea amenazada por el rayo fulminante del insulto presidenci­al. ¿O nos terminarem­os conformand­o con un kirchneris­mo de signo contrario, sin inflación y sin déficit fiscal? ¿O convalidar­emos el insulto, solo porque ahora sopla en la dirección contraria a la que nos trajo hasta acá? ●

El kirchneris­mo nos había acostumbra­do a una violencia verbal que ahora vuelve con nuevos adjetivos

El Gobierno confunde crítica con ataque, y contesta con insultos

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