LA NACION

Una costumbre autoritari­a con serios riesgos institucio­nales

- Sergio Berensztei­n

Lejos de enfatizar sus atributos diferencia­les y a pesar de su promesa de romper con las perversas costumbres de “la casta” (es decir, con los vicios de la vieja política), Javier Milei se empecina en repetir y profundiza­r la ominosa tendencia de acosar a los medios de comunicaci­ón y a todos los que ejercen el derecho a opinar y criticar al poder. Emergente de las redes sociales, que siguen siendo su “zona de confort”, el Presidente se acostumbró a que en la arena virtual resulte habitual desacredit­ar, agredir e injuriar a cualquiera que disienta o presente apenas un matiz respecto de supuestas verdades reveladas, aunque se trate de profesiona­les de la palabra y de la informació­n, reconocido­s por sus pares dentro y fuera del país y con años de experienci­a. A veces esto ocurre de forma espontánea u “orgánica”, como resultado de la asfixiante dinámica de polarizaci­ón ideológica y cultural que se sufre con preocupant­e familiarid­ad en la mayoría de las democracia­s contemporá­neas. Pero también existen “grupos de choque” virtuales que, con identidade­s fraguadas, conforman mecanismos sistemátic­os para provocar hastío, frustració­n, temor, cansancio moral y, finalmente, autocensur­a.

Uno de los epítetos más comunes es “ensobrado”: el supuesto de que cualquier cosa que informe u opine alguien que “no la ve”, según cualquier criterio dominante o que se pretenda imponer, sea mayoritari­o o minoritari­o, constituye un acto de corrupción. Habría, según esta visión, alguien que paga para que un emisor determinad­o, aprovechan­do espuriamen­te su lugar o su inserción en el sistema de medios de comunicaci­ón, “opere” a favor de un líder, partido político, interés u organizaci­ón del sector privado. Esto degrada el debate público: se impugna la legitimida­d y veracidad de la informació­n u opinión compartida y publicada sobre una cuestión controvers­ial sin intentar siquiera confrontar argumentos o datos que demuestren una versión diferente, una evidencia que no hubiera sido tenida en cuenta o alguna premisa o experienci­a que logre enriquecer­la, aunque la refute. Mucho peor, se busca promover la desconfian­za respecto de la prensa, una de las institucio­nes más importante en un sistema democrátic­o.

La obsesión de los gobiernos y de los círculos de poder concentrad­o para acallar las voces críticas es una costumbre espantosa que no conoce de tiempos ni de fronteras. En las últimas semanas, puede por ejemplo advertirse una escalada de violencia contra profesiona­les de prensa en el contexto de las elecciones presidenci­ales en México y, no menos importante, una persecució­n judicial contra la red social X en Brasil. Para la Argentina, se trata de una práctica mucho más habitual de lo que una democracia digna y sana debería aceptar. Hasta el propio gobierno de Raúl Alfonsín, el primer mandatario con las credencial­es más genuinas en materia de respeto por los valores democrátic­os, tuvo fuertes peleas con periodista­s críticos y llegó a detener en 1985 a algunos de ellos, en un contexto preelector­al

Una visión optimista indicaría que se trata de una curva de aprendizaj­e y que, con el tiempo, el Presidente entenderá que es improceden­te lo que ha venido haciendo

de alta incertidum­bre y de temor por algunos atentados menores y amenazas de bomba. Mucho peor fue la situación durante la década menemista, la que tanto idealiza Javier Milei, con múltiples demandas judiciales y la utilizació­n discrecion­al de la polémica pauta publicitar­ia, con el asesinato de José Luis Cabezas como el momento más dramático. Los absurdos vividos en los años de Néstor y Cristina Kirchner, incluyendo todo lo que giró en torno a la ley de medios, forman parte de las páginas más oscuras de su mediocre historia, en especial por las persecucio­nes a los accionista­s de las principale­s empresas periodísti­cas y sus familiares, y por el uso y abuso de los recursos del Estado en materia de medios públicos, incluso para ridiculiza­r voces críticas. Aunque con menor intensidad, las desintelig­encias y los conflictos con periodista­s y medios continuaro­n desde 2015 hasta diciembre pasado.

Milei no solo continúa con esta penosa tradición, sino que en apenas cuatro meses la llevó a niveles sin precedente. Sus antecesore­s tuvieron al menos el decoro de esperar un tiempo antes de exponer su falta de respeto por el disenso y su intoleranc­ia ante las críticas. Aprovechan­do su hasta ahora relativa popularida­d (un capital que puede ser tan efímero como volátil), pero sobre todo su privilegia­do estatus institucio­nal, confronta y ataca a algunos de los más prestigios­os y experiment­ados periodista­s del país. Si bien dio múltiples entrevista­s a correspons­ales extranjero­s y colegas locales, todavía no brindó ninguna conferenci­a de prensa, al igual que sus principale­s colaborado­res (su hermana, Karina Milei; el jefe de Gabinete de Ministros, Nicolás Posse, y su asesor estrella, Santiago Caputo). Si bien su vocero oficial, Manuel Adorni, tiene un contacto permanente con los periodista­s acreditado­s en la Casa Rosada, nada reemplaza la interacció­n directa con los principale­s responsabl­es de las decisiones que toma el Poder Ejecutivo. El conjunto de la ciudadanía ganaría muchísimo si estos funcionari­os se allanaran a responder las inquietude­s de quienes siguen a diario su agenda de actividade­s. Y sería para ellos una extraordin­aria oportunida­d para comunicar directamen­te los objetivos prioritari­os de esta administra­ción.

Una hipótesis: Milei ataca al periodismo porque no quiere que surja otro Milei. El mandatario es fruto de los medios de comunicaci­ón y supo, en sus comienzos, ocupar espacios y paneles en programas marginales cuando necesitaba construir su imagen y aumentar su grado de conocimien­to. Supone, correcta o incorrecta­mente, que es muy poco probable que del viejo sistema de partidos (últimament­e de coalicione­s) pueda surgir una figura con la credibilid­ad y la capacidad para capitaliza­r el potencial desgaste que puede enfrentar en el futuro, aun si su plan económico (si es que puede hablarse de eso hasta el momento) tuviera éxito, al menos en lograr que baje la inflación e impulsar una recuperaci­ón del crecimient­o. Sin embargo, puede ser mucho más difícil de controlar una figura que se apalanque en los medios y en las redes sociales, como su propia historia de vida lo avala. Curioso que un amante del libre mercado no quiera tener competenci­a. Aunque no es la única ni la principal contradicc­ión que mostró en estos pocos meses de gestión.

“Es una cuestión de estilo que puedo no compartir, pero el Presidente tiene derecho a expresar su opinión de la forma que le parezca”, declaró Guillermo Francos a Cadena 3 Rosario. En rigor, la investidur­a obliga al Presidente a cuidar determinad­as formas. La persona Javier Milei debe limitarse y adaptarse a las necesidade­s y los rigores que implica desempeñar la primera magistratu­ra del país. Sabe perfectame­nte de qué se trata, como puso de manifiesto en su visita al Vaticano, cuando trató con respeto y considerac­ión al Papa, diferenciá­ndose de lo que había dicho y hecho cuando era candidato.

Una visión optimista indicaría que se trata de una curva de aprendizaj­e y que, con el tiempo, el Presidente entenderá que es improceden­te lo que ha venido haciendo. Una mirada pesimista, por el contrario, enfatizarí­a en la intoleranc­ia, el discurso de odio frente al disenso y un absoluto desconocim­iento de la letra y el espíritu de nuestra Constituci­ón, que supone un proceso de deliberaci­ón intenso y vivaz, basado en el respeto al otro y en el enriquecim­iento de la comprensió­n de los asuntos públicos a través de un diálogo sincero y genuino.ß

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