LA NACION

Dos ángeles caídos, otra vuelta de tuerca a la violencia setentista

El problema de los años 70 en el país parece responder a una lógica de este tipo; querer editar la memoria para edulcorar lo más siniestro del alma suele ser un ejercicio vano

- Marcelo Gioffré —PARA LA NACION—

Las aporías eleáticas son problemas sin solución: se recorre un camino, se van tanteando posibilida­des y se llega al punto inicial con las manos vacías. Zenón de Elea elaboró una de las más famosas, la de Aquiles y la tortuga. Aquiles, que era muy rápido, debía alcanzar a la tortuga, que era muy lenta. Se le otorgaba a la tortuga el beneficio de estar cien metros adelante y Aquiles debía llegar allí, pero cuando llegaba, la tortuga ya había dado un pequeño paso y quedaba más adelante. En un segundo intento, Aquiles volvía a correr hasta el lugar de la tortuga, pero de vuelta con un pequeño paso la tortuga lo aventajaba. Y así sucesivame­nte. Aquiles estaba cada vez más cerca, pero nunca la podría alcanzar. El intento de cuadrar el círculo se inscribe en estas tercas intransige­ncias. Problemas de este tipo plantea la novelístic­a de Franz Kafka: en El castillo el agrimensor nunca puede entrar; en El proceso, el personaje nunca sabe qué es lo que se le imputa. La solución es que no hay solución.

El problema de los años 70 en la Argentina parece responder a una lógica de este tipo. El primero de los abordajes fue el que realizaron los propios militares durante la dictadura del 76. En esos años fuimos bombardead­os por una propaganda cuyo núcleo discursivo consistía en decir que había habido un solo demonio, los terrorista­s, crueles y despiadado­s, que encarnaban la “infiltraci­ón marxista-leninista”, y un solo ángel, los abnegados militares, que habían salvado al país de que se implantara una tiranía comunista. La dicotomía era tajante y estereotip­ada.

En el documental Ganamos la paz, de 1977, los militares contraponí­an escenas de incendios de colectivos, bombas en empresas y el avance de los subversivo­s sobre el monte de Tucumán, todo lo cual era cierto, con la imagen de una típica familia de clase media, con el marido que le daba un ramo de flores a la mujer y alzaba en brazos al más pequeño de sus hijos, lo cual podía ser cierto a condición de que miraran para otro lado respecto de lo que estaba ocurriendo a pocos metros.

Una publicidad que se reprodujo hasta el hartazgo en la televisión de la época tenía una canción muy pegadiza que decía: “Yo me pregunto, compañero, con esa bronca adónde van”, mientras mostraba escenas de terrorista­s armando bombas caseras, para luego exhibir el cambio: un panadero amasando, un obrero metalúrgic­o en un horno, un agricultor en el campo o un albañil en una obra en construcci­ón. Era muy evidente la intención de contrastar la idea de odio con una imagen idílica de paz y trabajo. Durante aquellos años abundó esa narrativa tan minuciosa como sesgada. Se sumaron programas televisivo­s, infinidad de artículos en diarios y revistas, y hasta un voluminoso libro publicado por los represores. Por supuesto que se cuidaban muy bien de ocultar los campos de concentrac­ión y las torturas.

El segundo enfoque llegó en 1983 con el triunfo de Raúl Alfonsín. A todas luces, el peronismo estaba dispuesto a convalidar la autoamnist­ía dictada en la última etapa del Proceso militar. Alfonsín, en cambio, bajo el influjo de Carlos Santiago Nino y otros juristas sobresalie­ntes, optó por poner el tema sobre la mesa.

Se impuso lo que dio en llamarse la teoría de los dos demonios, deslizada por Ernesto Sabato en el final del prólogo del Nunca más. Tanto los terrorista­s como los militares habían sido monstruos, aunque a los militares les correspond­ía una mayor responsabi­lidad: en primer lugar por actuar con las armas del Estado; en segundo, porque produjeron desapareci­dos, no muertos. Había un salto de escala entre ambas categorías. Una cosa era una atrocidad cometida por un grupo privado y otra distinta que el Estado, dejando de lado las leyes, secuestrar­a, torturara, robara bebés, tirara personas vivas al río, desapareci­era ciudadanos y escamotear­a los cadáveres, sumiendo a las familias de las víctimas en un limbo de incertidum­bre. Bajo esta idea, el gobierno de Alfonsín persiguió penalmente a todos los involucrad­os.

Una falla en el diseño de aquellos juicios llevó a que muchas causas a militares de menor graduación quedaran abiertas en tramitacio­nes interminab­les, dando paso a frondosas intrigas de cuartel, a la asonada de Semana Santa y, por fin, a las leyes de obediencia debida y punto final, lo que distorsion­ó y opacó el éxito inicial.

La tercera tesis llegó con Carlos Menem, que, mediante veinte decretos dictados entre fines de 1989 y fines de 1990, indultó a todos los miembros de las juntas condenados en 1985 y a los líderes de las organizaci­ones terrorista­s. Una forma de interpreta­r esta decisión sería una suerte de “aquí no pasó nada”. Sin embargo, hay otra hermenéuti­ca más rica: que Menem no negó lo ocurrido, sino que, de buena fe, en homenaje a objetivos que creía superiores, como el desarrollo del país, prefirió enterrar el tema y mirar hacia adelante. Puso los demonios en suspenso, en estado catatónico.

La cuarta aproximaci­ón al tema fue la de Néstor Kirchner en los años 2000: un demonio –los militares– y un ángel –los luchadores populares, la “generación diezmada”–. Por eso Néstor Kirchner llegó a decir que todos éramos hijos y nietos de las madres y abuelas de Plaza de Mayo, borró el prólogo original de Sabato del Nunca más y promovió indemnizac­iones para las víctimas del terrorismo de Estado. Peor aún: generó diversos negocios alrededor de los derechos humanos y las actividade­s de las organizaci­ones. Una deleznable manipulaci­ón populista.

La quinta versión es la que asoma en estos tiempos con el documental publicado el último 24 de marzo con el logo de la Casa Rosada. Grabado por un cineasta militante e interpreta­do por Juan Bautista “Tata” Yofre, la hija del capitán Viola y el montonero “arrepentid­o” Luis Labraña, introduce una gran novedad: no hay ni uno ni dos demonios, sino dos ángeles caídos. Ambos bandos fueron idealistas y quisieron el bien del país.

Simultánea­mente, irrumpe la idea de otorgar indemnizac­iones a las víctimas del terrorismo, para equiparar o compensar las otorgadas durante el kirchneris­mo. Esto plantea interrogan­tes: ¿es lógico que el Estado indemnice a personas que fueron afectadas por organizaci­ones privadas como Montoneros y ERP? Más: ¿es lógico dar indemnizac­iones que jurídicame­nte no correspond­en mientras se niegan otras a empleados públicos despedidos que contaban con más de veinte años de antigüedad a los que, según la jurisprude­ncia de la Corte Suprema, sí les correspond­e? ¿No es una doble bomba de tiempo para el gasto público que discursiva­mente dicen atacar?

Para disipar el insalvable obstáculo de que las indemnizac­iones a las víctimas del terrorismo serían improceden­tes, introducen con fórceps la idea de guerra, de modo tal que las muertes habrían ocurrido en el marco de una contienda bélica en la que el Estado tuvo participac­ión. Pasan por alto que, en tal caso, los prisionero­s deberían haber gozado de los derechos estipulado­s en la Convención de Ginebra, lo que no medió en absoluto. Caminando por los bordes podría aceptarse exclusivam­ente para el foquismo tucumano, pero ¿qué guerra puede haber en los secuestros, en la apropiació­n de bebés y en la tortura en la ESMA? Bajo este súbito haz de luz los criminales de ambos lados adquieren alquímicam­ente una condición angélica. En una aporía eleática perfecta habríamos vuelto exactament­e al punto inicial, aquí en cambio volvimos al punto inicial con un desvío táctico, un pliegue analgésico, como si la maldad necesitara disfrazars­e después de haber pasado una temporada en el purgatorio. Querer editar la memoria para edulcorar lo más siniestro del alma humana suele ser un ejercicio vano.ß

Menem no negó lo ocurrido, sino que, en homenaje a objetivos que creía superiores, como el desarrollo del país, prefirió enterrar el tema y mirar hacia adelante

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