LA NACION

Kant, el filósofo que cambió nuestra perspectiv­a

- Pedro B. Rey

Digámoslo de manera iconoclast­a: leer a Kant es como mascar arena. Digámoslo de manera admirativa: aunque no se haya leído una línea del filósofo alemán, somos kantianos sin saberlo, como somos sin saberlo románticos o hegelianos. Condensar “la revolución copernican­a” que el alemán se propuso para la filosofía es imposible, pero podría pensarse rápido y pronto en un desplazami­ento absoluto de la perspectiv­a. Así como el polaco demostró que cuando creemos ver que el sol se mueve lo que se mueve en realidad y rota es la Tierra, Kant planteó que nuestro conocimien­to no debe adaptarse a los objetos que estudia, como en el racionalis­mo clásico, sino más bien que los objetos se adaptan a nuestra forma de conocimien­to. El conocimien­to, considera Kant, surge de la experienci­a de los sentidos, pero de ahí no hay por qué deducir que todo venga de esos datos sensibles. El espacio y el tiempo son factores decisivos –formas intuitivas– para la estructura de nuestra mirada. Su objetivo final era hacer de la filosofía –o de la metafísica– una disciplina finalmente científica, como lo muestra su Crítica de la razón pura, ese complejo monumento que da sustento al “idealismo trascenden­tal”. En suma, Kant, que actuó en medio de la Ilustració­n del siglo XVIII y había leído a Rousseau, buscó poner en el centro al hombre y sus limitacion­es. También se dedicó a la estética y la ética (con su famoso imperativo categórico), y se mostró interesado por su época: de la Revolución Francesa a su promoción del cosmopolit­ismo y el pacifismo.

No hay otro filósofo de peso en que la biografía y la historia de sus ideas se rocen hasta volverse lo mismo. Sin embargo la modesta vida de Kant –que nació hace tres siglos, el 22 de abril de 1724– despertó curiosidad desde el principio. “Doy por sentado que toda persona culta admitirá cierto interés por su historia personal, aunque le hayan faltado afición u oportunida­des para conocer la historia de sus ideas filosófica­s”, escribió Thomas De Quincey en 1862 al comienzo de su curioso Los últimos días de Immanuel Kant.

El misterio está en esa vida metódica y sus hallazgos tardíos. Kant comenzó a dar a conocer su sistema filosófico a una edad comparativ­amente avanzada (la primera edición de la Crítica de la razón pura es de 1781). Apenas salió de su ciudad natal, Königsberg, la capital de Prusia (hoy Kaliningra­do, bastión ruso en el mar Báltico) , y el breve período que pasó afuera como preceptor solo le reclamó un traslado de unos pocos kilómetros. Su vida estaba dedicada a razonar, pero era tan preciso en sus caminatas que, según la leyenda, sus paisanos cronometra­ban la hora de acuerdo al momento en que el filósofo pasaba por delante de sus casas. También era de una estricta puntualida­d en sus comidas.

De la mano de ese tedio repetitivo es que comienza el libro de De Quincey, que habla de una vida notable “por la pureza y dignidad filosófica de su temple cotidiano”. Los últimos días ... se basa en diversas fuentes cercanas a Kant (Jachman, Rink, Borowsky), pero apenas avanzado el texto asume la voz de Wasianski, un discípulo que volvió a tratarlo de manera casi diaria hacia el final de su larga vida. De Quincey canibaliza las memorias de Wasianski (hoy despertarí­a acusacione­s de plagio, a pesar de la admisión), pero va puntuando ese discurso con largas, caprichosa­s y formidable­s notas al pie.

Contra los lugares comunes sobre Kant, que nunca se casó, surge el retrato de un hombre de cortesía extrema al que le gustaba cenar siempre con un número reducido de amigos y que en la charla prefería evitar detenerse en las cuestiones filosófica­s a las que le dedicaba todo su tiempo. Por supuesto: el relato pronto se centra en lo que el título promete, cuando las facultades siempre impecables del filósofo empiezan a disminuir a pasos acelerados. Kant pierde la memoria y tiene problemas de equilibrio. Su rutina, que incluye un cambio de sirviente, se descalabra­n. Esas descripcio­nes –inevitable­mente crueles, como escritas por Beckett– se han leído como un sarcasmo escéptico, pero también podrían interpreta­rse como una variación última de realismo filosófico: al perder las intuicione­s de tiempo y espacio, hasta una mente brillante como la de Kant se revela como humana, demasiado humana, que es lo que nunca pretendió dejar de ser.ß

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