LA NACION

“Se están muriendo” Viven en la calle, consumen drogas desde niños y no logran pedir ayuda

A metros de Barrio Parque, en un sector de la villa 31 de Retiro conocido como “el fondo”, decenas de jóvenes pasan sus días en la marginalid­ad más absoluta y atravesado­s por el paco; la mayoría no está en tratamient­o y ni siquiera busca asistencia

- María Ayuso Santiago Filipuzzi

“Micky (26) acaba de volver de cartonear y hace un alto para merendar. Está en la zona de la villa 31 que se conoce como “el fondo”. Es el límite norte del barrio, justo detrás de la Facultad de Derecho de la UBA y el afrancesad­o Barrio Parque. Se entra por la Calle 15, que termina en Salguero. Ahí, a pocas cuadras del Paseo Alcorta, se depositan los contenedor­es del puerto. Ese fue el lugar que se apropiaron, hace más de una década, los chicos que consumen paco.

“El otro día vi a un pendejito de 9 años pidiendo fuego para fumar la porquería que fumamos nosotros. No sabía si reírme o llorar. Lo saqué matando”, dice Micky, que tenía 12 cuando arrancó con el consumo y lo golpea ver a niños en esa situación.

–¿Qué consumen?

–Acá todo el mundo fuma paco, crack y están recolgados. El paco es un vicio muy fuerte, difícil de dejar.

En el caso de Yohanna Ayala, ella llegó a la 31 en tren, como tantos otros chicos del conurbano bonaerense. Tenía 14 años, había dejado la escuela en 7° grado y fumaba pasta base. “Me escapé de mi casa de Ingeniero Maschwitz porque no me gustaban las cosas que les hacía mi mamá a mis hermanos”, cuenta. Con “cosas” se refiere a las infinitas formas que toma la violencia. El paco era la anestesia frente a eso que todavía hoy le cuesta poner en palabras.

“Llegué acá y me quedé a dormir ahí, en los contenedor­es”, sigue, señalando con la cabeza el lugar exacto a donde fue a parar de adolescent­e. “Era refeo. Varios murieron”, asegura sobre otros jóvenes que compartían con ella la vida y cuyos cuerpos colapsaban tras años de fumar pasta base, vivir en la indigencia y atravesar enfermedad­es sin atención, desde VIH hasta tuberculos­is.

El predio de los contenedor­es ahora está rodeado de muros altos y alambre de púa, pero hasta hace unos años “los pibes del fondo” vivían entre esos coloridos rectángulo­s de acero (y a veces adentro) que se ven desde la autopista Illia. Hoy, su realidad no es muy distinta. Cuando el perímetro se cerró, instalaron sus “ranchadas” del lado de afuera, contra el paredón. En casillas improvisad­as con nylon, chapa y maderas vive casi medio centenar de jóvenes y adultos atravesado­s por la situación de calle y el consumo de pasta base.

Para ellos, el límite entre la vida y la muerte es muy finito. “Se han muerto muchos pibes. Y se nos siguen muriendo”, resume Javier Luzuriaga, un docente que en 2013 fundó, junto a un grupo de vecinas de la villa 31, “El comedor del fondo”. Lo instalaron pegado a las ranchadas. Con la excusa de llevarles un plato de comida, generaron para muchos jóvenes lo más parecido a un hogar.

Lejos de ser una realidad exclusiva de la villa 31, “el fondo” desnuda una problemáti­ca más grande: la dificultad que tienen quienes viven en la calle y consumen drogas para acceder a un tratamient­o y sostenerlo en el tiempo, no solo porque muchos lugares están colapsados, sino porque son muy pocos los centros que están dentro de los barrios y se adaptan a las caracterís­ticas de un grupo tan vulnerable. Además, la ausencia de redes y el haber pasado gran parte de sus vidas atravesado­s por las adicciones hacen que vislumbrar una salida sea especialme­nte desafiante.

El último Relevamien­to Nacional de Personas en Situación de Calle (Renacalle), hecho el año pasado en la ciudad de Buenos Aires y otras 10 localidade­s del país, identificó 9440 personas (de ellas, 1104 tenían menos de 18 años) durmiendo en veredas, debajo de puentes y en cajeros de bancos. Más de la mitad (el 54%) admitió tener un consumo problemáti­co, mientras que el 55% negó recibir ayuda para abordarlo. Cuando se les consultó por las causas, el 59,4% respondió “porque no la pedí” y el 17% dijo no saber dónde hacerlo.

La mayoría de “los pibes del fondo” arrancó a consumir en la niñez o adolescenc­ia, tras haber pasado por abandonos y vulneracio­nes de todo tipo. De adultos, coinciden en que salir de las drogas tiene sabor a imposible. ¿Qué le hace el paco a un pibe? “Te mata. Hasta llegás a lastimarte a vos mismo. Cuando yo no tengo plata y me dan ganas de consumir, pienso en ahorcarme”, responde Fernando (29), que tenía apenas 11 cuando probó por primera vez. Hoy, es uno de los que frecuentan “El comedor del fondo”.

“Trabajamos con los más rotos entre los rotos, para que los chicos que acompañamo­s no se mueran y para que, durante el tiempo que están con nosotros, no consuman: ese es el único momento del día en que recuperan su humanidad. Son pibes que desde edades muy tempranas viven en la calle, con sus redes de contención completame­nte rotas y estructura­s psíquicas muy complejas. Esa es nuestra expertise”, dice Javier.

Del Poxi-ran a la cocaína

Consultado­s por la nacion, referentes de barrios populares y organismos del Estado, desde la Secretaría de Políticas Integrales sobre Drogas de la Nación (Sedronar) hasta funcionari­os de la provincia de Buenos Aires y la Ciudad, reconocen que la problemáti­ca de las adicciones y la situación de calle crece a la par de una baja en la edad de consumo (cada vez se ven más niños a partir de los 10 años) y al calor de las crisis socioeconó­micas.

“Todos los adultos que atendemos y que tienen situacione­s crónicas de consumo empezaron entre los 15 y los 16 años, momento en que dejaron la escuela. Cuando un niño, adolescent­e o joven consume es porque hubo una situación traumática de base, que puede ser lo más amplia que te puedas imaginar”, reflexiona Jésica Suárez, directora general de Políticas Sociales en Adicciones de CABA.

El paisaje de “el fondo” tiene la forma de la desolación. En las ranchadas que bordean el predio de los contenedor­es, grupos de hombres y mujeres, la mayoría de entre 20 y 30 años, comparten “su mambo”. Con la mirada deshabitad­a, encienden las pipas caseras en las que fuman el paco.

Fernando cuenta: “Cuando tenía 10 años me escapaba del colegio. Me perdí porque había mucha maldad en la casa de mi vieja. Maltrato. Mi padrastro la trataba mal a ella y me ponía mal. A los 12, hasta llegué a agarrar un fierro y lastimarlo. Nunca conocí a mi papá: solo por foto”. Sobre su adicción, detalla: “Empecé con un porro, después con Poxi-ran, pastillas y cocaína, hasta llegar a fumar pasta base”. –¿Cómo estás ahora con el consumo?

– Te digo la verdad, lo estoy dejando de a poco. No consumo como antes, digamos. Yo tenía plata, más o menos 30 lucas, iba y me compraba las 30 bolsitas, así de una. Ahora no, ahora puedo ahorrar. –¿Y qué rol jugó el comedor en ese proceso?

– Me ayudaron a hacer un tratamient­o. Este lugar me hace despejar de

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Fotos una banda de cosas: de la adicción, del mal momento en que estoy.

Según los especialis­tas, hay dos claves para aumentar las chances de que alguien que vive en la calle y esté sumergido en las drogas pueda proyectar un cambio: que los centros de atención estén dentro de los barrios populares y que tengan la flexibilid­ad para adaptarse a las caracterís­ticas de este grupo.

En el país hay espacios terapéutic­os para las adicciones de gestión estatal y conveniado­s con organizaci­ones sociales, pero la mayoría están colapsados y funcionan fuera de los barrios. Desde la Sedronar explican que cuentan con 139 dispositiv­os comunitari­os en las 24 provincias y 519 casas de atención en barrios populares. El gobierno porteño detalla que suman cinco casas comunitari­as y 20 centros barriales. Y la provincia de Buenos Aires enumera 178 espacios, entre los ambulatori­os y los hospitales generales que disponen de internació­n.

Más allá del acceso a un tratamient­o, el gran desafío para las personas en situación de calle es sostenerlo. “Es una población que consume desde hace mucho tiempo o que está en la calle desde que nació. Es muy difícil desarmar eso y el imaginario que se forma en su mente de que ellos no valen, sobre todo cuando ese mensaje se les refuerza desde los medios, la sociedad y los discursos políticos”, sostiene Nicolás Silva, integrante de Red Puentes, organizaci­ón que participó del Renacalle.

Al igual que a Micky, Sika (35) siente “escalofrío­s” cada vez que ve a un niño fumando paco: “Yo también tengo hijos y no me gustaría que estén en esa”, afirma. Él empezó a consumir de chico y hace años acude a “El comedor del fondo”. Su sueño es ser boxeador y no pierde las esperanzas de poder dejar las drogas. “Mamá Caty siempre nos dice:

‘ustedes pueden elegir qué quieren hacer de su vida’”, detalla. Se refiere a Casilda “Caty” Medina, vecina de la villa 31, actual coordinado­ra de “El comedor del fondo” y quien trabaja codo a codo con Luzuriaga.

¿Cuáles son los riesgos a los que están expuestos estos niños, jóvenes y adultos en situación de consumo? Caty, responde: “Todos. Ahora, por ejemplo, con Javier vamos a ir a buscar a una chica que anduvo muy bien un tiempo, pero nunca estuvo tan mal como ahora. Hace poquito se enteró de que está enferma y tenemos que mostrarle que estamos y encontrar la manera de que no se deje morir, que vuelva a tomar la medicación”.

“¿Mami, te vas a curar?”

En una de las ranchadas que están frente a “El comedor del fondo”, Adriana, Robert y Piedrita, tres jóvenes de entre 20 y 30 años, cocinan unos menudos sobre una fogata. Adri “jura” que no se acuerda de cómo llegó a vivir ahí: “Yo tengo hijos y los visito. Les digo la verdad: quiero cambiar, pero me cuesta. Soy la mamá que puedo ser. Mi hija tiene 9 años y sabe que estoy enferma. Siempre me dice: ‘Mami, algún día te vas a curar, ¿no?’. Yo hablo con ella. No le miento, como para no ilusionarl­a: que no me espere o que piense ‘mi mamá me abandonó’. Sabe que tengo un problema”.

En ese contexto, el comedor es un ancla en la tempestad. Ruth Vera, operadora territoria­l, reflexiona: “Todos los que llegaron un día acá y nos agredieron o bardearon, volvieron a tener otra oportunida­d una y otra vez. Es el único lugar donde pueden volver una y mil veces sin que se les cierre la puerta”.

A los “pibes del fondo” se los conoce así no solo porque viven en ese sector de la villa 31, sino porque quedaron al fondo de las miradas y las oportunida­des. Es una población que crece en todos los centros urbanos del país.

Julieta Calmels, subsecreta­ria de Salud Mental, Consumos Problemáti­cos y Violencias de la provincia de Buenos Aires, explica que en ese territorio “la tercera causa de internació­n es por consumos problemáti­cos”. Y detalla: “La población en situación de calle es la que tiene más extremadam­ente vulnerados los derechos esenciales y tiene una proporción de consumo más elevada que otras por lo que implica sobrelleva­r esa realidad y todo a lo que están expuestos. Pero también hay un grupo que atraviesa de manera más primaria situacione­s de consumo y de salud mental graves que hacen que pierdan el trabajo, las redes y que terminen en la calle”.

Hoy, si bien Yohanna no dejó “del todo” el consumo, alquila una pieza y busca seguir recuperánd­ose para vincularse con sus tres hijos. Micky también alquila y sueña con vivir de la música. La primera vez que vieron a Javier, Caty y el resto de las vecinas que se acercaron a los contenedor­es con una olla se sorprendie­ron. En aquella época, los vecinos de la villa no transitaba­n el área por considerar­la “tierra de nadie”.

Sobre esos primeros años, Javier recuerda: “A medida que pasábamos más tiempo con los pibes, eso era inversamen­te proporcion­al al consumo: si estaban con nosotros, no consumían. Ahí empezamos a descubrir su humanidad. Muchas veces, el paco los tiene como a un zombi: un pibe en pleno consumo no registra, está sucio. Eso te hace tomar distancia”. Y concluye: “Pero cuando vos empezás a hablar, hay una historia, una herida, un sufrimient­o fuerte y desde muy chico. Tenés que quedarte, escucharlo­s, estar, que básicament­e es a lo que nos dedicamos”.ß

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Javier y otras dos referentes del comedor caminan por el barrio
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Sika (35) con sus dos hijas; su sueño es ser boxeador

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