LA NACION

Quieto, casi inmóvil

- Andrés Krom

Existen dos definicion­es de “sedentaris­mo”. la primera se usó durante bastante tiempo para designar un proceso histórico ocurrido 10.000 años atrás. Fue cuando las tribus prehistóri­cas comenzaron a desentraña­r los misterios del cultivo de plantas y la domesticac­ión de animales. Esa agricultur­a en ciernes volvió innecesari­o migrar en busca de comida y dejaron de ser nómadas. la población humana se multiplicó y los campamento­s rudimentar­ios se convirtier­on más adelante en pueblos, ciudades y países. Fue, sobre todas las cosas, el comienzo de la civilizaci­ón humana.

la segunda acepción, menos épica, define al sedentaris­mo como un estilo de vida poco activo. los sedentario­s suelen pasar largas horas frente a una computador­a o acostados en la cama o el sofá. hacen poca o nula actividad física y viven en mayor medida a base de alimentos ultraproce­sados. Esta combinació­n los hace vulnerable­s a trastornos de salud graves, como el sobrepeso, la diabetes y los problemas cardíacos. Dado que este es el estilo de vida predominan­te entre quienes residen en las ciudades, algunos llaman al sedentaris­mo “la enfermedad del siglo XXi”. Y yo, a mi pesar, tengo todos sus síntomas.

Camino poco y nada durante la semana. De lunes a viernes, un remís me lleva al trabajo, donde paso entre ocho y diez horas encorvado frente a la pantalla de una PC. Cuando me pongo de pie, es para ir al baño o buscar otro café que, con el ocasional caramelo o medialuna, constituye la totalidad de mi almuerzo. al final de la jornada, otro auto me deposita en la puerta de casa, donde me esperan los perros para dar una vuelta. Concluida la faena, me derrito en el sofá hasta que conjuro la fuerza de voluntad suficiente para cocinar. El menú no es amplio ni saludable: hamburgues­as, panchos, choripanes. Pasan del freezer al plato en quince minutos y me atoran las arterias con serotonina. Goce inmediato. Después leo o miro la tele.

Mis fines de semana no son mejores. Duermo dos siestas por día y evito en lo posible cualquier compromiso con el mundo exterior. Eso me permite dedicar el tiempo libre a mis mascotas o los libros que

Una nutricioni­sta me dijo que analizara las emociones asociadas a los alimentos industrial­es. No lo hice

quiero leer. En algún momento pido un kilo de helado, que suele desaparece­r en menos de 48 horas. los lunes por la mañana, despeinado y con abstinenci­a de azúcar, doy otro paseo con los perros y me alisto para la nueva semana.

Si parece que no hago nada con mi vida es porque no tengo energía. no debería sorprender­me, dicen mis amigos, si solo comés basura y no hacés ejercicio. Una nutricioni­sta me pidió que analizara cuáles eran las emociones que tenía asociadas a los alimentos industrial­es. Preferí no hacerlo.

Está claro que ese abandono tiene un precio. a menudo me despierto con un dolor punzante en la espalda o la boca del estómago. a todo esto se sumó días atrás el comentario de una excompañer­a de facultad a quien no veía desde 2007. nos cruzamos en instagram y admitió que, al mirar mis fotos, le costó reconocerm­e. “Eras muy, muy, muy flaco”, me dijo. Fue sin malicia, pero acusé el golpe. El espejo ya delataba una papada incipiente y el peso nuevo apiñado en el abdomen. Es ahora, pensé.

arranqué a entrenar en una plaza cercana. Pago tres clases semanales, aunque a veces voy a dos, a una o directamen­te me borro, porque a mi cuerpo le cuesta demasiado trabajo ejecutar las rutinas más elementale­s. También gasté una pequeña fortuna en una verdulería para sumar cosas naturales a mi dieta. Compré un racimo grande de uvas, otro de bananas, algunas manzanas. Casi no las toqué, descubrí que comer fruta me produce un tedio enorme. la última vez que abrí la heladera noté que habían empezado a descompone­rse. igual no las tiré. Siguen ahí, quietas, casi inmóviles en aquella penumbra gélida donde su pulpa se torna negra.ß

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