LA NACION

El viaje sin regreso de las novias extranjera­s de Estado Islámico

Miles de mujeres, sobre todo de Europa, esperan que se defina su destino en un campo de refugiados; creyeron en el ideal de un país solo para musulmanes

- Alejandra Conti archivo

La serie El Velo, en Star+, comienza en un enorme campamento de refugiados en la frontera entre Siria y Turquía. De lejos parece una ciudad. Es invierno y la nieve lo tapa todo. Se ve a mujeres y niños que malviven en carpas pasando frío y hambre. Un incidente por unas bolsas de harina desata el conflicto. Unas refugiadas yazidíes descubren o creen ver entre ellas a una francesa militante del Estado Islámico (EI), la organizaci­ón responsabl­e de sus desgracias, e intentan lincharla. Los guardias del campo llegan con lo justo y la salvan.

La ficción toma elementos verosímile­s, como la miseria, la violencia y la presencia de una chica europea y educada militante de EI. En la vida real no hay ninguna agente secreta como la que interpreta Elisabeth Moss que rescate a las mujeres de los campos de refugiados. En cambio, sí existe un campamento con las caracterís­ticas del de la serie; se llama Al Hol, está en el noreste de Siria, cerca de la frontera con Irak, y es controlado por las Fuerzas Democrátic­as Sirias (kurdas), con respaldo de Estados Unidos.

Se calcula que de sus 50.000 habitantes, no menos de 6000 son mujeres y niños occidental­es.

Nadie sabe qué hacer con esa gente. Las repatriaci­ones se dan por goteo; seis familias hoy, ocho dentro de tres meses. Los refugiados pueden estar años en ese limbo donde falta de todo menos conflictos y enfermedad­es y donde los chicos crecen malnutrido­s o mueren porque no alcanza la atención médica.

Es difícil determinar quiénes son civiles inocentes que huían de la guerra y quiénes terrorista­s o exterroris­tas. En el caso de las mujeres y niños originario­s de la región, los clanes y tribus árabes no los quieren de regreso. El temor a la infiltraci­ón del EI es más fuerte que la compasión. Los países occidental­es tampoco tienen apuro para determinar qué destino se les dará a sus ciudadanas. Naciones como Finlandia o Australia toman infinitos recaudos al repatriar a sus connaciona­les ante el temor de que lleven con ellas un nuevo germen de extremismo.

Las mujeres son sospechosa­s de haber participad­o en los crímenes del jihadismo o al menos de haber colaborado con ellos. Muchas reivindica­n abiertamen­te a EI. Estas son mantenidas separadas del resto por la violencia que provocan contra las refugiadas que no comparten su fanatismo. Otras, sobre todo las europeas, se muestran arrepentid­as y también están las que juran completa inocencia.

Un caso que expuso el desconcert­ante fenómeno de chicas y mujeres occidental­es de clase media o baja que viajaban en secreto a Siria para unirse a las filas del EI fue el de tres adolescent­es de 15 y 16 años de Bethnal Green, un barrio de clase obrera con fuerte presencia islámica en el este de Londres, en febrero de 2015. Solo una sobrevivió a la aventura, Shamima Begum, que está en Al Hol, pero los tres hijos que tuvo con un jihadista murieron.

La cobertura de los medios que siguió a la noticia de la huida de las tres chicas recordó al mundo una realidad conocida pero que no había tenido antes derivacion­es políticas tan llamativas: el sometimien­to familiar y comunitari­o de mujeres musulmanas de clase baja en las grandes capitales europeas. A muchas de ellas la frustració­n las llevó a buscar refugio en la religión. Manipulada­s por imanes extremista­s, decenas de ellas terminaron abandonand­o sus familias y su país, para cruzar Europa e ingresar a Siria en plena guerra civil para unirse al EI. Una locura que solo era el comienzo de algo mucho peor.

Pero en este proceso primero fue la radicaliza­ción religiosa, que sur

La británica Shamina Begum

gió como una consecuenc­ia de la realidad familiar y social que soportaban. En el hogar, las demandas y la vigilancia permanente. Afuera, la discrimina­ción y la falta de perspectiv­as.

La mezquita era una de las pocas salidas que sus familias no objetaban y un espacio libre de exigencias y control. Allí podían hablar con un imán o alguna mujer de la comunidad en los grupos de acción social. De a poco se fueron comprometi­endo con una versión radicaliza­da de la religión, la de la rama más extrema del salafismo. Comenzaron a usar el velo, y las que ya lo hacían, a cubrirse la cara.

Las redes tuvieron un rol fundamenta­l en las conversion­es, no solo entre las adolescent­es. Cuentas de Facebook y de Twitter las invitaban a participar de una aventura épica, la construcci­ón de un califato, un nuevo Estado sólo para musulmanes, sin infieles. Serían verdaderam­ente libres bajo la Sharia y fuera del alcance de un régimen secular.

No entendían todo porque no hablaban árabe, y algunos videos que mostraban los crímenes de los jihadistas resultaban perturbado­res, pero la manipulaci­ón psicológic­a hacía efecto. Necesitaba­n creer.

Los reclutador­es les aseguraban que la propaganda yanqui quería perjudicar al EI. Les prometían que al llegar a Siria podrían poner un negocio, trabajar o estudiar. No les decían que en realidad las opciones serían las brigadas femeninas armadas o el casamiento forzado con un jihadista, y que cuando ese combatient­e muriera deberían casarse inmediatam­ente con otro asignado por el liderazgo militar.

Con matices, hay un patrón de casos y puede decirse que cientos de chicas y mujeres occidental­es cayeron en la trampa de la propaganda por ingenuidad, ignorancia, vulnerabil­idad o ansias de rebelión. El fenómeno alcanzó también a chicas nacidas en entornos cristianos o laicos que vieron en el islam una forma de religiosid­ad genuina o una manera de rebelarse y llamar la atención.

También hay coincidenc­ias en que, una vez en Siria, muchas quisieron escapar y no pudieron. O se resignaron a la cosificaci­ón y el maltrato, y se acostumbra­ron a presenciar los crímenes más aberrantes hasta que les dejaron de llamar la atención. Finalmente, fueron arrastrada­s con sus hijos de pueblo en pueblo, bajo las balas, a medida que el EI se caía a pedazos, para terminar sus maridos muertos y ellas en un campo de concentrac­ión.

Hoy es difícil saber quiénes fueron víctimas o victimaria­s.

En Francia, cuando alguna es repatriada pasa directamen­te a la cárcel y es separada de sus hijos, que son puestos bajo protección del Estado hasta que la situación legal se resuelva. Gran Bretaña le quitó la nacionalid­ad a la sobrevivie­nte de Bethnal Green. Shamima Begum quedó en condición de apátrida y eso impide que pueda dejar Al Hol, ya que no hay país que la reciba.

Leonora Messing, una alemana de 15 años que se convirtió al islam sin que su familia se diera cuenta y terminó en Siria casada con un jihadista, fue repatriada y juzgada por trata de personas. Su marido, también alemán, había comprado a una mujer yazidí en condición de esclava.

Arrepentid­as o no, esperan su destino en el limbo de Al Hol, o en las cárceles de sus países, para siempre marcadas como las novias del Estado Islámico.ß

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