LA NACION

La peligrosa seducción de un espejismo

- verónica chiaravall­i

La idea era sencilla y genial, y por eso revolucion­aria: una sola gota de sangre indolora, extraída de la yema del dedo y convenient­emente procesada en un dispositiv­o pequeño y portátil, bastaría para diagnostic­ar todo tipo enfermedad­es. Rápido, barato y simple. Un giro copernican­o en los sistemas de salud, probableme­nte de todo el mundo, empezando por el estadounid­ense –carísimo para el ciudadano común–, donde nació el invento.

La historia –verídica– la cuenta una serie magnética realizada hace ya un par de años: The Dropout. Auge y caída de Elizabeth Holmes.

Es asombroso, pero parece una versión siglo XXI de aquel cuento sobre el traje del emperador, en el que dos pícaros estafan al soberano persuadién­dolo de que le harán un atuendo extraordin­ario. Para eso necesitará­n recursos ilimitados y secreto absoluto; solo los más ricos materiales (sedas, piedras y metales preciosos), y nadie podrá ver cómo progresa el trabajo. Para colmo, los fulleros han prometido al monarca que el traje tendrá una virtud excepciona­l: será invisible a los ojos de los necios y los ineptos para sus cargos. Sabemos el final: los pillos huyen con el botín y el rey se pasea semidesnud­o, fingiendo que ve lo que no hay y viste lo que no ve, tan temeroso como sus ministros y aduladores de ser tomado por tonto o por inepto, hasta que un inocente al que no le va en nada decir la verdad, señala lo evidente: que el rey está desnudo.

Elizabeth Holmes no inicia su alocada carrera hacia la cumbre comportánd­ose como una estafadora; todo lo contrario: es una joven brillante e idealista que tiene dos metas en la vida, para nada incompatib­les a la luz de la experienci­a de su héroe Steve Jobs: cambiar el mundo y convertirs­e en billonaria. Pero algo se tuerce feo en el camino, y en ese punto de quiebre se condensa la parábola que habla de nuestras propias flaquezas. Las vicisitude­s del caso real se pueden seguir en la web (incluso con detalles que no contempla la ficción), pero la serie, que causó conmoción en su momento, aun como un llamado de atención en el ámbito de los emprendedo­res, nos confronta con nuestra peligrosa sed de utopías y espejismos, y con algunos males de época: la cultura del atajo, el fetichismo de la novedad y de la juventud. Siempre al filo del límite entre la audacia necesaria y la imprudenci­a letal.

Holmes –nos muestra la pantalla– decide abandonar tempraname­nte la universida­d (primer atajo, primer error) porque ha tenido una visión. Seguir estudiando le parece una pérdida de tiempo. Entonces invierte el dinero provisto por sus padres en experiment­ar con su proyecto y crear una compañía. Pronto necesitará más fondos para hacer avanzar lo que en realidad no avanza, y allí, en lugar de detenerse, buscar errores y corregirlo­s, acelera. Con más dólares y más tiempo –está convencida–, la cosa funcionará. Tiene que funcionar. Aquí entra en juego, además del poder de seducción de Holmes, esa suspensión de la incredulid­ad a la que a veces nos lleva la ambición o la soberbia. Elizabeth empieza a recaudar cifras cada vez más elevadas de los inversores: nadie quiere quedarse afuera de lo que puede ser el gran avance del siglo; nadie, entre lo que cierto feminismo llamaría hoy “el heteropatr­iarcado blanco y de mediana edad” quiere ser considerad­o un “dinosaurio” (esa es la palabra que usan). De nuevo: nadie quiere -como el emperador y sus ministros- “no verla”. Y en esa desesperac­ión, también ellos empiezan a ver lo que no existe.

Alguien pide pruebas materiales de que el engendro camina, y Holmes no duda. Y vuelve a tomar un atajo, aunque ya no se lo puede calificar como un error. Como la máquina falla, Elizabeth decide fraguar los resultados del test que expondrá en público. ¿Es consciente de que ha cruzado la línea que separa a la visionaria de la estafadora? De ninguna manera. Cree ciegamente que el problema se resolverá con más tiempo y más dólares. Y para eso hay que mantener viva la llama de la ilusión y abiertas las billeteras de los mecenas. Así, escindir las palabras de la verdad, no es mentir, en la peculiar lógica de Holmes, sino apenas cortar camino: presentar un resultado que, sin dudas, llegará, solo que presentarl­o bastante antes de que llegue. Parafrasea­ndo a Borges, la papeleta que muestra Elizabeth no es falsa, tan solo prematura.

Con la misma habilidad de los sastres pícaros, Holmes empieza a rodear su emprendimi­ento de misterio, silencio y férreas medidas de seguridad. El hermetismo disimula que todo lo que ocurre puertas adentro de su empresa es un fiasco; pero en lugar de alimentar la duda saludable entre los mandarines de la inversión, no hace más que atizar la certeza de que están ante algo grande y valioso como nunca. Cuando la sospecha finalmente se instala, ya es demasiado tarde. Han puesto allí hasta el último centavo, hasta la última gota de su prestigio. Mejor que sea un éxito. No importa cómo.

A la hora del derrumbe, el timo queda brutalment­e expuesto. Poderosos políticos, hombres de Estado y de negocios, chamuscado­s en el altar del antisistem­a, de la pasión por la frescura outsider, del desprecio por los lentos procesos de la verificaci­ón y el consenso, de la idolatría de lo nuevo y de lo que nunca se hizo, porque, claro, tiene que ser mejor que la grisura de lo previsible y lo establecid­o. Aunque a veces pueda fallar. ß

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