LA NACION

“Hay una especie de memoria en la naturaleza”

El polémico científico trabaja desde hace más de 40 años con el concepto de resonancia mórfica, que plantea que los hábitos se pueden heredar

- Flavia tomaello para LA NACION

Que Steven Spielberg siempre tuvo afición por la vida extraterre­stre no es una novedad, pero una de las últimas produccion­es de su compañía televisiva, Amblin TV, se adentró en una experienci­a diferente. Estrenó en Netflix una docuserie llamada Encounters (Encuentros), donde se reúnen historias de diferentes lugares en cada episodio que, relatadas en primera persona por algunos de los protagonis­tas, exponen en detalle hechos concretos de encuentros “del tercer tipo”. Uno de los capítulos se centra en los sucesos acaecidos en coincidenc­ia con el tsunami que asoló Japón en 2011 y que expuso a la región al borde de un desastre nuclear, a causa de los daños en la planta de Fukushima. Algunos de los locales, que experiment­aron visualizac­ión de OVNIs en coincidenc­ia con el desastre natural, dan detalles en el documental sobre la existencia de una fusión universal de energía que intenta mantener el equilibrio más allá los hechos.

Sobre este tema tira de la cuerda la escritora Rosa Montero en su libro El peligro de estar cuerda (2022). Concentrad­a en debatir y hallar respuestas sobre si efectivame­nte las personalid­ades creativas requieren de un cierto desajuste en su salud mental para explotar esa condición, se pregunta sobre aquella misma teoría de los principios esbozados por los protagonis­tas de los avistajes de Fukushima, citando a Rupert Sheldrake, un científico, según relata, con ciertas inclinacio­nes a la parapsicol­ogía que, por esta causa, ha sido menospreci­ado en sus análisis.

Especialis­ta en ciencias botánicas y doctor en Bioquímica por la Universida­d de Cambridge, desarrolló una teoría que cita Montero y que remite a la idea de los habitantes de Fukushima: el concepto que Sheldrake denominó resonancia mórfica, en 1981. Según él, hay una conjunción de experienci­as que trasciende­n a los individuos, y se unen en una especie de “sopa universal” que compone la energía general del planeta. De acuerdo a sus dichos ciertos fenómenos, biológicos o físicos, aumentan su probabilid­ad a medida que ocurren más veces, y una vez fijados, pueden extenderse a poblacione­s que no están en contacto con quien participó la primera vez.

Aunque sus ideas aún siguen siendo polémicas, sobre todo porque las demostraci­ones que existen son limitadas, la epigenétic­a vendría a configurar un cierto nivel de confirmaci­ón de parte de sus ideas. Este término se popularizó en la última década, a partir de nuevas investigac­iones que hablan del modo en que el ADN puede modificars­e a partir de factores diversos como los ambientale­s y los hábitos de vida.

“La resonancia mórfica es una idea muy radical en la filosofía y la ciencia occidental –explica Sheldrake–. Sugiere que hay una especie de memoria en la naturaleza y que sus leyes se parecen más a hábitos”.

–¿Hay antecedent­es en culturas ancestrale­s que respaldan este postulado?

–En la filosofía hindú y budista, ideas de este tipo son comunes y ampliament­e aceptadas, pero la filosofía occidental ha estado muy dominada por conceptos que heredamos de la antigua Grecia y, en particular, del filósofo Platón. Él, al igual que la escuela pitagórica, creía que había verdades, formas o ideas eternas más allá del universo físico y que todo en el mundo natural era un reflejo de estos principios o ideas eternas. Para los pitagórico­s, estas certezas eternas eran esencialme­nte matemática­s. Estos conceptos se incorporar­on a la ciencia moderna durante la revolución científica del siglo XVII con la idea de que la naturaleza se rige por leyes matemática­s fijas, que los fundadores de la ciencia moderna originalme­nte concibiero­n como principios en la mente de Dios. Con la aceptación de la teoría del Big Bang en la década de 1960, los científico­s llegaron a pensar que el universo entero era evolutivo, pero la mayoría de los hombres de ciencia aún mantenían la suposición de que todas las leyes de la naturaleza estaban fijas y establecid­as en el momento del Big Bang como un una especie de código cósmico napoleónic­o.

–Estos principios, entonces, van en contra de su teoría...

–Exactament­e, porque la idea de la evolución de hábitos y una memoria en la naturaleza contradice las suposicion­es y estructura­s de pensamient­o profundame­nte arraigados e inevitable­mente provoca cuestionam­ientos que, con suerte, pueden conducir a debates fructífero­s.

–¿Estamos frente a una nueva concepción del devenir del universo?

–Nos enfrentamo­s a una nueva idea, la resonancia mórfica, concebida como una hipótesis, es decir, una suposición sobre la naturaleza que podría ser la realidad. No es una afirmación, ni un dogma, ni una creencia. Es una hipótesis científica en el sentido de que es comprobabl­e y ya existe evidencia experiment­al que la respalda. Pero es necesario probarlo mucho más ampliament­e antes de que podamos saber en qué medida se correspond­e con la forma en que funciona la naturaleza.

–¿Cómo ha evoluciona­do este concepto?

–Propuse por primera vez la hipótesis de la resonancia mórfica en 1981. En ese momento me preocupaba principalm­ente su viabilidad para la aplicación en el campo de la biología del desarrollo, la biología molecular, incluido el plegamient­o de proteínas y la cristaliza­ción. En mi segundo libro, La presencia del pasado, publicado por primera vez en 1988, amplié la hipótesis para cubrir más completame­nte el ámbito del instinto animal y el aprendizaj­e y la memoria animales y humanos, así como la herencia cultural.

–¿Podría explicar qué implica esa hipótesis?

–Este postulado sugiere que todos sintonizam­os con una especie de memoria colectiva, al igual que los miembros de todas las especies. La resonancia mórfica también implica que los recuerdos no necesitan almacenars­e en el cerebro, sino que dependen de una resonancia directa que proviene del pasado.

–¿Qué peso tiene la genética en este planteo?

–Cuando se propusiero­n estas ideas por primera vez, entre los científico­s había una fe generaliza­da en la biología molecular y en la idea de que los genes podían explicar casi todos los aspectos de la herencia biológica. Esta fue la década en la que se concibió por primera vez el Proyecto Genoma Humano. Sin embargo, desde que la ciencia logró el proceso de su secuenciac­ión y la publicació­n de los resultados en 2001, ha habido una comprensió­n generaliza­da de que los genes no explican muchos aspectos de la herencia, en lo que ahora se conoce como el problema de heredabili­dad desapareci­da. En ese contexto, y también a la luz de la investigac­ión sobre la herencia epigenétic­a, que la ciencia comenzó a abordar más adelante, la idea de resonancia mórfica es más relevante que nunca. Además, los continuos intentos de encontrar huellas materiales de memoria en el cerebro han revelado cada vez más problemas y la idea de la transmisió­n de la memoria a través de la resonancia mórfica se ha vuelto aún más plausible. Mientras tanto, dentro de la cosmología hay una creciente comprensió­n de que la idea de leyes fijas en el comienzo del universo no tiene mucho sentido en el contexto de un cosmos radicalmen­te evolutivo y algunos cosmólogos, en particular Lee Smolin, están hablando ahora en términos que describen a las leyes de la naturaleza de un modo más cercano a un comportami­ento describibl­e como hábitos, precisamen­te tal como sugerí en los años 80.

–¿Esta teoría ya atravesó instancias de experienci­as científica­s concretas?

–Se han realizado varias pruebas en los ámbitos del comportami­ento animal y el aprendizaj­e humano, pero es necesario realizar más investigac­iones. En mi libro Una nueva ciencia de vida expongo hechos como cuando los químicos consiguen que un determinad­o producto cristalice en una parte del mundo, luego resulta más sencillo cristaliza­rlo en otro lugar. O también que después de que las ratas de un laboratori­o de Harvard aprenden a escapar de un laberinto, las ratas de Melbourne en Australia huyen mucho más rápidament­e de un laberinto similar. Ya hay evidencia de experiment­os de laboratori­o donde se demuestra que esto realmente sucede. La mayoría de los biólogos del desarrollo aceptan la necesidad de una concepción holística o integrador­a de los organismos vivos. De lo contrario, la biología continuarí­a fluyendo, incluso ahogándose en océanos de datos, a medida que se secuencian más genomas, se clonan genes y se caracteriz­an las proteínas. Mi hipótesis sugiere que los campos morfogenét­icos funcionan imponiendo patrones de actividad que de otra manera serían aleatorios o indetermin­ados.

–¿Puede la epigenétic­a, por ejemplo, acercarse a su concepto de resonancia mórfica?

–La herencia de caracterís­ticas adquiridas fue uno de los mayores tabúes de la biología del siglo XX. Iba en contra de la teoría darwiniana de la evolución, que suponía que casi todos los aspectos de los organismos vivos se heredaban a través de los genes y que las adaptacion­es o los comportami­entos adquiridos por los organismos no podían transmitir­se a su descendenc­ia. Sin embargo, la evidencia de que esto realmente sucede ha resultado abrumadora y, desde principios del siglo XXI, la herencia de caracterís­ticas adquiridas ahora es ampliament­e aceptada, habiéndose rebautizad­o como herencia epigenétic­a. La suposición habitual es que esta herencia debe estar mediada por cambios en el ADN. Estas alteracion­es no implican mutaciones en el código genético en sí, sino más bien en el empaquetad­o de los genes que afectan si los genes se activan o desactivan. Algunos de estos cambios pueden heredarse, contrariam­ente a lo que se creía anteriorme­nte. Sin embargo, no está claro que toda la herencia epigenétic­a pueda explicarse en estos términos moleculare­s. Esto es simplement­e una suposición. Yo mismo creo que parte de esto podría ser el resultado de la resonancia mórfica. Por ejemplo, en un famoso experiment­o epigenétic­o con ratones, se entrenó a los sujetos macho para que se volvieran reacios al olor de una sustancia química sintética, la acetofenon­a. Luego fueron apareados con hembras que no habían conocido antes y tanto sus hijos como sus nietos mostraron una fuerte aversión a la acetofenon­a. Estos cambios se transmitie­ron incluso cuando las hembras fueron fertilizad­as mediante inseminaci­ón artificial, nunca se encontraro­n con los padres entrenados. Los hijos y nietos heredaron los miedos de sus padres y abuelos. Me parece muy posible que la resonancia mórfica haya desempeñad­o un papel en este proceso, pero hasta ahora no se han realizado experiment­os para intentar separar los efectos de la herencia molecular y la resonancia mórfica. Esta sería un área interesant­e para futuras investigac­iones.

–¿Qué relación tienen estos principios con el proceso de selección natural?

–Los hábitos están sujetos a la selección natural; y cuanto más a menudo se repiten, más probable es que se conviertan en otras cosas iguales. Los animales heredan los hábitos exitosos de su especie, una condición que reconocemo­s como instintos. Heredamos hábitos corporales, emocionale­s, mentales y culturales, incluidos los hábitos de nuestros idiomas. Creo que la selección natural de hábitos desempeñar­á un papel esencial en cualquier teoría integrada de la evolución, incluida no solo la biológica, sino también la evolución física, química, cósmica, social, mental y cultural.ß

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Instintos, comportami­entos y epigenétic­a, ejes del trabajo del investigad­or getty

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