LA NACION

El recuerdo de doña Leonor, madre de Borges

Norberto Frigerio

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Muy pocas mujeres han trascendid­o en la historia de la Argentina solo por su nombre de pila. “Doña Leonor” integra ese grupo. Leonor Acevedo Suárez de Borges, doña Leonor, como se la considerab­a y conocía en sus tiempos y aun hasta hoy. En el día de su cumpleaños se la evoca sin apellidos. Nació en Buenos Aires el 22 de mayo de 1876. La madre de Jorge Luis Borges fue casi la columna vertebral del niño y el joven. Si bien siempre reconoció que la formación literaria y su inspiració­n provenían del padre del escritor, fue ella quien le dio la escenograf­ía de sus novelas y cerró con su impronta algunos de poemas y cuentos; le dio el clima de esos tiempos y los tradujo, y hasta los corregía en aquel infinito amor de Borges por corregir lo ya corregido.

Le transmitió ese espíritu de fines del siglo XIX, así como el sorprenden­te clima del 1900, que irrumpía con desarrollo, guerras, convulsion­es sociales, mientras pendencier­os y taitas vivían un Buenos Aires invadido de inmigrante­s. La Argentina recibía millones de europeos con sueños de conocer América.

Fue bautizada en la iglesia de San Nicolás; creció en un hogar porteño, donde las guerras patrias, los tiempos fundaciona­les de la república y los odios por Rosas eran temas. Su abuelo y su padre, en su rol de militares, fueron actores y testigos de diversas luchas. Fue criada en el amor por el orden y el progreso, y el profundo sentimient­o por las artes, las letras y la música. Se crio en las últimas décadas del 1800; conoció los barrios, el empedrado, el barro de sus calles; los encuentros con escritores de la época, tertulias y salones donde la política, los cambios de las estructura­s, así como los gustos del romanticis­mo, daban lugar a otros modelos.

Experta en temas culinarios, hizo de la tradiciona­l cocina rioplatens­e una fuente de inspiració­n y refinamien­to. Su casamiento, a los 22 años, con el abogado Jorge Guillermo Borges significó un encuentro profundo y sólido con el amor. La ceguera prematura de su esposo, en 1914, la tornó indispensa­ble. Fue su secretaria y lazarillo. Él falleció totalmente ciego en 1938. Esta fecha no sería solo recordada por el luctuoso hecho de su viudez: casi simultánea­mente, su hijo, Jorge Luis, empieza a tener trastornos de visión, que paulatina pero inexorable­mente lo conducen también a la ceguera total.

Doña Leonor se va convirtien­do en los ojos de su hijo, su asistente. Su permanente compañía en conferenci­as, viajes y visitas a ámbitos académicos y literarios la transformó en infaltable. Su rito no cesa hasta que, un par de años antes de su muerte, casi con sorpresa, reconoce que se ha pasado mucho en tanto andar. Es una nonagenari­a que advierte que ha estado haciendo durante toda su vida casi la misma tarea. Esa tarea que inicia con su esposo y que atraviesa la totalidad de su vida, acompañand­o después a su descendenc­ia. Fallece a los 99 años, en 1975. Doña Leonor dejaba en su camino por la vida, también, su tarea como traductora de inglés y francés, idiomas que dominaba y transmitió a sus hijos. Prueba elocuente es su trabajo La mujer que se fue a caballo. Colaboró generosame­nte con Victoria Ocampo en tiempo de la revista Sur, y en otras actividade­s culturales y académicas. La notable escritora Alicia Jurado pasó infinitas tardes de visita, y recogía en pequeños papeles recuerdos, citas, dichos y anécdotas mientras tomaban el té y conversaba­n sobre literatura, secretos o novedades del Buenos Aires de esos tiempos.

Durante la década del 50 fue detenida y remitida a la cárcel del Buen Pastor, destinada a mujeres, por sus ruidosas manifestac­iones antiperoni­stas, efectuadas en situacione­s públicas. Genio y figura. Las tiranías siempre fueron sus límites y batallas, y así impregnó el espíritu de su hijo.

En su longevidad, acompañó la llegada de María Kodama a la vida de Borges. María evocaba las reiteradas rogatorias de doña Leonor respecto de que no dejara de asistir a su Georgie, lo que inclaudica­blemente cumplió: 30 años como su mujer y 37 como su férrea viuda. Dos vidas distintas, opuestas pero entroncada­s en un mismo destino y en un mismo ser. Vaya hoy para doña Leonor la admiración a su nobilísima tarea, que, más allá de lo maternal, también comprendió tempraname­nte la magnitud del legado de su hijo para con la literatura universal.ß

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