LA NACION

Antes que nada, Milei es un acto de fe

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Más allá de los pronóstico­s, nadie sabe a ciencia cierta a dónde conduce un proceso político. El futuro no está escrito, y la acción humana y el azar pueden combinarse de modos insospecha­dos. Sin embargo, ese estado de incertidum­bre alcanza un pico cuando hay transforma­ciones que suponen el desplazami­ento de las capas tectónicas sobre las que estamos parados. Eso es lo que parece estar pasando hoy en la Argentina. Nadie sabe con certeza hacia dónde nos lleva Javier Milei. Salvo, quizá, sus seguidores más fieles, que lo acompañan fervorosos en su peregrinaj­e hacia la tierra prometida.

Hoy, antes que nada, Milei es un acto de fe. Lo vimos durante la presentaci­ón de su libro en el Luna Park. Los mismos libertario­s llaman “misa” a ese tipo de encuentros en los que caben el rock, la política y la exposición de ideas, además de un sermón en el que el líder, con las maneras de un predicador, hace una lectura de la doctrina y rinde homenaje a los profetas Hayek, Von Mises y Rothbard, aplaudidos por un público iniciado en misterios que acaso no comprende del todo, pero en los que cree.

El mayor acto de fe es del propio Milei. Primero, en sus ideas. Se abraza a ellas con la entrega del converso. En esto, es la antítesis de los líderes kirchneris­tas. Néstor y Cristina Kirchner actuaron como ardientes defensores de causas en las que no creían, tal como la dirigencia peronista que los siguió. Cualquier idea hubiera sido buena para ellos si les permitía seguir gozando del poder. En el teatro de la política, Cristina Kirchner representó un papel ajeno con guion estudiado. Milei, en cambio, sale a escena siendo él mismo y dice lo que piensa. No hay impostura. Por eso el establishm­ent tiembla cuando el Presidente abre la boca. No sabe bien qué hacer con él.

Esa falta de dobleces, esa frontalida­d sin filtro, explica buena parte del apoyo popular que conserva. Su falta de protocolo, que a veces lo asemeja a un mono con navaja, contrasta con el cinismo de la era K y desenmasca­ra la hipocresía de políticos corruptos que se han parapetado detrás de discursos vacíos. “Por fin alguien les quita la máscara y los manda a guardar”. En medio de la malaria que dejaron los Kirchner, el Presidente reconforta a una golpeada ciudadanía con una dulce revancha y activa la sensación catártica que produce el desmoronam­iento de la mentira.

Por otro lado, Milei dirige hacia sí mismo ese acto de fe. Cree en él. Y se ocupa de alimentar esa fe suya en su persona, acaso en la idea de que de ella depende que quienes le creen le sigan creyendo. En la afirmación de su ego de rey león,

Milei debe mantenerse por encima de los demás (“¿usted se va a poner a discutir con una cucaracha?”). Y sobre todo de quienes lo critican, “liliputien­ses que no están acostumbra­dos a ver a una persona que es uno de los dos líderes más importante­s del mundo”. Su cruzada global no conoce fronteras: “Soy el máximo defensor de las ideas de la libertad”. El hecho de que se crea o actúe como una suerte de iluminado es parte de su fuerza. Y de su fuerza de atracción. Esa fe, entonces, no puede decaer.

La prédica global que ha emprendido, y que llegó hasta la tapa de la revista Time, se basa en esa doble fe sin fisuras. Milei ha dicho que no transa en la defensa de sus valores libertario­s. La cuestión es que sus ideas son tan extremas, y tan acérrima es la defensa de sus dogmas de fe, que no deja resquicio para el diálogo. La fe no se negocia. Ahí aparece, sin haber sido invitado, Laclau: todo aquel que objeta algún aspecto de su credo es visto por Milei como un hereje digno de ataque, y la dinámica amigo/enemigo se impone sola, sin remedio.

Ideas extremas, disruptiva­s, ruidosas; un ego en expansión constante; una tendencia a la confrontac­ión y el insulto; un sentido de la espectacul­aridad. Por momentos, se diría que Milei vive en el mundo real con la lógica de las redes sociales más calientes. Le sale de forma natural. Y como la realidad parece cada vez más una extensión del mundo virtual, y no al revés, ese modo de ser le ha permitido llegar lejos.

El gobierno libertario propone un festival de la fe. Cerca de los creyentes, hay una franja de la sociedad que quiere creer y por momentos lo hace, aunque con beneficio de inventario. Tiene lógica. A fin de cuentas, las ideas económicas del Presidente parecen apuntar en el buen sentido, al menos si se trata de desarticul­ar el corporativ­ismo corrupto macerado en el país durante décadas, que el falso progresism­o de los Kirchner llevó a su peor expresión.

Dicen los que saben que la buena marcha de la economía depende de un voto de fe. Lo que está por verse es si, en este trance, se trata de la fe libertaria. Está muy bien creer y cada cual cree en lo suyo. Los problemas empiezan cuando la fe, cualquiera sea, te conduce a un fanatismo que cancela el diálogo y te divorcia de la realidad. También, de la política. En la vida virtual yo puedo inventarme un avatar, crear una dimensión paralela y bloquear a los que no me gustan. No ocurre lo mismo afuera.

Igual, aunque no sepamos bien hacia dónde vamos, tengamos fe. En algo, al menos. Una fe de ojos abiertos. ß

Se diría que el Presidente vive en el mundo real con la lógica de las redes sociales más calientes. Y como la realidad parece ya una extensión del mundo virtual, le ha ido bien

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