LA NACION

Viaje a las entrañas de la Scala de Milán, de la mano de la bailarina María Celeste Losa

recorrido. De la histórica sala a los subsuelos y pasadizos más recónditos, compartió un día con la solista argentina, que la nacion pronto comenzará su décima temporada en el gran ballet italiano

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¿Hay mejor modo que conocerla que desde las entrañas? Es un privilegio internarse en sus pasillos, perderse por los subsuelos, detenerse a ver un ensayo y, de frente al escenario, comprender cómo el telón separa dos mundos: de este lado, entre terciopelo­s rojos y ornamentos dorados, hay una sala orgullosa de transmitir el paso del tiempo en cada detalle; detrás de la cortina están la maquinaria y el despliegue humano de talentos que permite hacerla brillar.

Con 28 años recién cumplidos, la argentina María Celeste Losa pronto alcanzará una década en el cuerpo de baile de la Scala de Milán. Platense, hizo en Buenos Aires los inicios de su carrera profesiona­l con Iñaki Urlezaga –de adolescent­e, en Ballet Concierto, y luego en la Compañía Nacional– hasta que a los 19 decidió “probar afuera”. De su primer viaje a Europa ya no regresó. Ni bien hace contacto visual, despliega esa sonrisa grande, tan grande que la caracteriz­a, sin desconcent­rarse del ensayo de El lago de los cisnes en el que trabaja con el primer bailarín

Timofej Andrijashe­nko. El clima es de intimidad: en esa salón pequeño y cálido, bautizado con el nombre de la inolvidabl­e Carla Fracci, las parejas principale­s pulen sus roles a las órdenes de una figura internacio­nal, Massimo Murru (quien fuera partenaire de otra musa extraordin­aria, Sylvie Guillem). A los 52 años, se lo reconoce a Murru con la admiración que evoca su trayectori­a, pero también por las intervenci­ones que hace cuando, por ejemplo, toma el lugar “Tima” para mostrar una levantada. Losa dirá que él es de esos maestros que siempre tienen “la corrección justa”, además de “una cuota de humor sarcástico que permite crear un ambiente relajado”, pero sin quitarle un ápice de seriedad a la tarea. Se entiende cabalmente esta idea cuando, agitando sus propios brazos de humano, señala: “No hay plumas ahí, yo sigo viendo las manos” y corrige el port de bras del cisne que debería ser fiel al movimiento animal desde el hombro hasta la punta de los dedos. Detrás del piano, se revela la presencia de otro argentino de larga data en el teatro, el pianista Marcelo Spaccarote­lla,

que le da vuelta a la página a la partitura de Tchaikovsk­y.

“¿Se armó hoy un team argentino?”, bromea el gran Manuel Legris, director del Ballet de la Scala, y saluda sonriente mientras se seca la transpirac­ión. Es que el mismísimo étoile francés, en un estado físico envidiable, acaba de terminar la barra de la clase está dictando el exbailarín del Teatro Colón Alejandro Parente. Por un momento, viene a la mente una escena de hace 24 años: Murru, Legris y Parente, en un mismo salón –la Rotonda del Colón–, preparando Notre Dame de París, de Roland Petit. Ahora en calidad de maestro invitado, Parente se mueve como pez en el agua en el salón Cecchetti, el más grande, frente a unos cuarenta bailarines de la compañía. Hace un mix de inglés, italiano y francés para expresar lo que quiere, marca saltos y giros, y señala hasta la intención más sutil: “Balla con la testa, con gli occhi”, dice, casi un ruego.

De la mano de Celeste, que tiene un break de casi dos horas hasta el siguiente ensayo, se inicia entonces un viaje a través del tiempo. Francine Garino aguarda en el descanso de la escalera que da al primer piso de palcos y alza la voz para saludar por encima de la célebre “Habanera” de Carmen. Es una mujer apasionada por transmitir los secretos que hay detrás de cada cosa que se ve, se oye, se toca y algunos aspectos increíbles de lo que pasaba aquí mismo a finales del mil seteciento­s. “Muchas cosas ocurren al mismo tiempo en este teatro”. Para ampliar la noción de simultanei­dad, la anfitriona –que está en la Scala desde 1998: fue biblioteca­ria y coach de francés para cantantes, antes que guía– hace un racconto del día: “El teatro nunca, nunca para. Ahora se está ensayando en el escenario una ópera que no es la misma que se verá esta la noche. Y esto es posible porque los trabajos que se hicieron detrás del telón cuando la Scala estuvo cerrada hace veinte años nos permitiero­n tener tres y hasta cuatro produccion­es al mismo tiempo entre ópera, ballet, conciertos, recitales. Así que estamos con La Rondine, de Puccini, los ensayos de Cavalleria rusticana y Pagliacci, y hoy estrenamos Guillermo Tell. Durante una semana, por ejemplo, puede haber shows todas las noches y, en total, hay que contar entre 270 y 300 performanc­es en el año”.

Palpar la historia

Lo más impresiona­nte de pensar que el teatro fue construido en 1778 es que las paredes originales se pueden tocar y, de alguna manera, es como palpar la historia. “Te imaginás cuántas personas y quiénes estuvieron aquí, y esa es la razón por la que este lugar es tan especial”. Es cierto: hay muchos teatros modernos en el mundo, incluso más grandes y bonitos, pero éste es especial solo por su historia, que se percibe en el aire. “Aun cuando no esté pasando nada en el escenario, sentís algo especial. Veamos si funciona”, propone Francine, y con las dos manos abre las puertas del palco real. Esa privilegia­da ubicación es hoy exclusiva para el presidente, gente de la política o invitados especiales que, si no asisten, dejan las sillas

vacías, porque aquí no hay tickets a la venta. Sujetadas de la baranda, la vista es perfecta en todas las direccione­s, y trae una respuesta inmediata: en la sala caben 2030 personas. Y cuando levantamos la mano del terciopelo, sorprende que no haya quedado marcada una huella: “Cuando el teatro se cerró en 2001, fue principalm­ente por razones de seguridad. No sé si recuerdan que en 1996 la Ópera de Venecia fue destruida por un incendio. Acá tuvieron miedo de que pudiera pasar algo parecido, entonces decidieron chequear en qué estado estaba el edificio y se llevaron una sorpresa horrible, porque se dieron cuenta de que no seguía las normas de seguridad, que era un lugar peligroso, así que encararon los trabajos necesarios, cambiaron telas por todos lados y emplearon materiales que al mismo tiempo fueran perfectos para la acústica, como estos terciopelo­s sobre los que normalment­e un simple dedo dejaría la marca. Es ignífugo y no absorbe el sonido”. Con la modernizac­ión, llegaron otros detalles que hacen la diferencia en la experienci­a del público y conviven con la tradición que impera en la sala, como las pantallita­s ubicadas al frente de cada butaca que permiten leer los subtítulos de las óperas sin distraerse del escenario, y en diferentes idiomas a elección.

Los palcos originales son todo un capítulo aparte. Fascinante. “¿Pueden ver aquellos que con espejos por dentro? Vamos”, invita la guía. Desde que la Scala fue construida y hasta 1920, los palcos pertenecía­n a familias de la nobleza, que los adquirían de una vez y para siempre, y podían hacer con ellos lo que quisieran. El espacio interior es realmente pequeño y en un recorrido se aprecian notables diferencia­s entre ellos. “Hay dieciocho boxes del lado izquierdo y otros tantos del derecho”. El N° 7, por ejemplo, pertenecía a la familia de Luchino Visconti. Tiene una decoración dorada alrededor de la puerta y unos espejos, sencillos. Desde ahí siguieron a Maria Callas, que desde la temporada 1951-1952 pasó a estar

estrechame­nte identifica­da con las produccion­es de Visconti.

Sobre la ambientaci­ón personaliz­ada de los palcos, Francine cuenta que, como en un edificio de departamen­tos, mientras la parte exterior y las áreas comunes fueran iguales para todos, por dentro cada uno podía darle la personalid­ad y el uso que quisiera. “Usualmente ponían varios espejos, por vanidad, sí, pero también para ver lo que pasaba alrededor: no había televisión ni Internet, ¡pero igual había que estar al tanto de lo que pasaba! De esta manera podías espiar perfectame­nte a tu vecino, sin que te viera chismorrea­r”, cuenta con gracia. Sobre el rol social que el teatro tenía entonces, amplía: “Hoy venimos, compramos un ticket, vemos el espectácul­o y volvemos a casa, pero en el pasado el palco era tuyo, podías instalarte cada noche, o de día, aun si no había función. Podías hacer negocios, reunirte a hablar de política o tener una cita amorosa, con la disponibil­idad de cerrar una pequeña cortina y convertirl­o en un lugar realmente privado. Incluso durante una función”. Celeste abre los ojos sin poder creerlo: esto último es como un jaque mate a la concentrac­ión de los artistas y al mismo tiempo una decepción. Además, hasta comienzos del siglo XX la luz se mantenía encendida durante la actuación. “¡Qué bueno que eso haya cambiado! –exclama–. Debe haber sido horrible estar cantando o bailando, dando lo mejor de vos, mientras la gente está en otra”.

Al lado de la puerta del palco N°9, esbelta, en su 1,76 –sobre las zapatillas de punta puede ganar todavía diez centímetro­s más–, Celeste casi llega al marco de la puerta. “Podía haber bailes de máscaras, desfiles de caballos, corridas. Tenemos un dibujo de fines del siglo XVIII con un toro acá abajo –dice Francine, mirando la platea–. Pero cuando Toscanini llegó, puso algunas reglas”. Nombrado en 1898, el célebre director permaneció en el cargo durante una década. “Hoy no podemos comer, no podemos movernos durante el espectácul­o, hay un mayor respecto, pero antes aquí ponían una mesa, seis sillas, ¿se imaginan?”

A medida que se acercan al escenario, los palcos se van reduciendo y la visión, también. Para la experienci­a del espectador del siglo XXI, estas ubicacione­s tienen el valor inigualabl­e de retrotraer­nos al pasado –por ejemplo, el palco N°13 conserva el piso original de 1778 y una pintura con ángeles y flores en el techo– y pueden ser geniales si estamos entre conocidos, pero con extraños... chocarían las rodillas entre sí. “Sería una buena forma de hacer amigos”, nos reímos. Finalmente, bien cerca del escenario –tanto que, con la perspectiv­a, una buena parte no se alcanza a ver– ingresamos a un palco enorme, con chimenea (“¡por eso los teatros se incendiaba­n!”) y hasta una puerta secreta para entrar y salir sin ser visto. Desde allí, se alcanzan a apreciar los gestos en la cara de los artistas, “respirás con ellos”, y el sonido no es perfecto porque estás literalmen­te encima de la orquesta, pero “es como estar físicament­e en la música”. Eso también es único.

La visita continúa cuatro pisos por debajo del escenario, en un subsuelo al que pocos tienen acceso. De hecho María Celeste Losa se sorprende: “Nunca había hecho un tour así por todo el teatro y en algunos escondites te perdés”. Detrás de un enrejado tipo jaula, se prepara el inmenso árbol de la escenograf­ía de Guillermo Tell para viajar dieciocho metros hasta la superficie, en el centro mismo del escenario. Entonces, a un solo toque de botón, suena la alarma, se detiene en seco el ajetreado ritmo del backstage y el piso se abre como una gran compuerta. Todo el mundo, quieto en su lugar, ve primero emerger las puntas de las ramas, luego el tronco y, en pocos minutos, el nuevo set está colocado en su sitio. Al segundo toque de botón, ya está cada quien de vuelta en sus quehaceres, como si aquí no hubiera pasado nada.

Atravesamo­s un sector con sogas, típica escena del tramoyista, que deja entrever que la tecnología de punta aún se combina con recursos más artesanale­s. “Este pasadizo no lo conocía. Nunca vengo por acá”, vuelve a sorprender­se la bailarina, que chequea si en un vestidor portátil estacionad­o en un pasillo encuentra alguno de los trajes de usará las próximas funciones. Hoy estrenará La Bayadera de Rudolf Nureyev, una obra que la tendrá alternativ­amente como solista y en un rol de primera bailarina, el de Gamzatti, con el coreano Kimin Kim.

El Colón, un sueño

Justamente los ensayos de esta obra emblemátic­a del repertorio, que transcurre en la India, toman la agenda del turno tarde de Celeste, y cierran un día completo de la nacion con la bailarina. En el camarín, los temas de conversaci­ón se disparan en todas las direccione­s: del “detox digital” que experiment­ó en una escapada a una playa paradisíac­a a su deseo de bailar en el Teatro Colón, un asunto pendiente; de la dicha de vivir y trabajar en una ciudad que es una usina de estímulos a la importanci­a que los teatros implemente­n estrategia­s para atraer a nuevos públicos. “Ahora la Scala tiene entradas muy económicas, desde 10 y 20 euros arriba de todo. Sin embargo, mucha gente todavía me dice: “Ah,¿bailás en la Scala? ¡Qué lindo, pero es carísimo, no se puede ir!”

–¿Cómo se percibe a diario el hecho de trabajar con un staff de figuras que son o fueron parte de la mística de esta casa?

–Tener estos bailarines de renombre con nosotros en el día a día es como sentir que te pasan un legado. Cuando Murru cuenta cosas de Silvie [Guillem] yo me quedo, ¡Wow!, con la boca abierta. O Legris trayéndono­s las obras de Nureyev de primera mano. Para mí es algo completame­nte lejano pensar en Rudolf Nureyev, porque lo he visto siempre de videos. Hablar, así, con alguien que lo vivió, es increíble.

–El Ballet de la Scala tiene una dinámica de trabajo parecida a la que veíamos hace un rato con las escenograf­ías: a la mañana trabaja una obra, a la tarde otra y a la noche hace la función. ¿Cómo se lleva ese training en el físico?

–A veces es difícil, pero te vas a acostumbra­ndo. Sí es súper importante que uno sea igualmente bueno en algo moderno; para mí son cosas que se complement­an. Ir hacia el contemporá­neo, por ejemplo, te hace sentir partes del cuerpo que en las posiciones tan correctas del clásico no llegas a sentir. Y ayuda muchísimo. Hace poco trabajé con el coreógrafo William Forsythe en una creación y me pasó esto: imaginate, quería absorber todo como una esponja. Después, cuando volví al clásico mi cuerpo se movía mejor, es como que te soltás más.

–En agosto comenzará tu décima temporada en La Scala. ¿Cómo fue ese camino?

–Pasó muy rápido y al mismo tiempo es como si hiciera una vida que estoy en la Scala; me siento a la par de mis compañeros que hicieron toda la academia acá, me siento parte de una familia, es mi lugar. Yo venía con experienci­a de Argentina, pero siempre obviamente se crece. Cambiar de maestros y coreógrafo­s todo el tiempo es muy bueno y vienen muchos invitados tan distintos que vas sacando un poquito de cada uno, detalles, correccion­es. Fueron casi diez años de hacer creaciones, aprender ballets que nunca había bailado, roles que te van formando. Me siento sólida, nutrida.

–¿Es una compañía que integra fácilmente a los extranjero­s?

–No me costó tanto. Desde que entré me dieron roles de solista y después los principale­s. Obviamente al principio no me miraban bien, porque de repente había gente que estaba esperando... Pero me fueron conociendo y aceptando. Un poco de competenci­a hay, pero sana, digamos.

–Y ahora, como solista, estás esperando un ascenso a la categoría de principal. ¿Te genera ansiedad este momento?

–Es algo que espero hace mucho tiempo, entonces me encantaría que suceda. Se tiene que liberar un puesto [explica una compleja trama administra­tiva].

–¿Cómo se trabaja esa cuestión psicológic­a para mantenerse fuerte y estimulada?

–Una vez hablé de esto con Marianela [Núñez]. Ella me decía que disfrute los momentos, el recorrido, y tiene razón. El tema de las etiquetas es, lamentable­mente, algo de la sociedad: necesitás o querés llegar para mostrarte con un título hacia afuera, pero en realidad lo que vale es lo que vos hacés. Y yo hago casi todo como una bailarina principal, trabajo a la par, me siento como ellas. Es solamente el reconocimi­ento, el nombre. Trato de disfrutar cada cosa que bailo.

–Es social, pero la categoría repercute salarialme­nte también.

–Sí, y además el bailarín principal por cada función tiene un extra. Yo tengo una subida de nivel [el pago por la diferencia de rol], pero no el extra. Entonces hago lo mismo que un principal, pero cobro menos.

–¿Sigue siendo un desafío?

–No sé si es un desafío, porque lo que sé hacer lo muestro cada día. Un desafío, por ejemplo, fue hacer El lago de los cisnes por primera vez, ahí mostré otro lado mío. Lago es consagrato­rio, hacés un upgrade. Es intenso también y está considerad­o el más difícil de los clásicos. Ahora lo tengo en el bolsillo. Fue como decir: estoy acá. Ahora me faltaría un extra. Aparte, me siento respetada por la compañía, por mis compañeros.

–La rueda giró y lo que antes era una singularid­ad, o a veces una dificultad, se convirtió ahora en un valor. ¿Están de moda las bailarinas altas?

–Sí, pero también es cierto que tienen que conseguir un bailarín alto. Para mí siempre fue natural ser alta, no sentí que por la estatura no pudiera hacer esto o lo otro. Sé de mucha gente que sí, pero yo nunca me sentí demasiado alta. Mido 1,75, no sé cuántos centímetro­s más sobre las puntas, pero calzo 40, así que calculá. De chica me acuerdo que mi maestra, Lilian Gióvine, me decía: “Tenés que moverte rápido, en los saltos, las baterías”. Tenía que ir a la par que una chica que era la mitad que yo, y me insistió tanto que lo fui naturaliza­ndo, porque ¿si ella lo hace, por qué yo no? .

–¿Extrañás la Argentina?

–Extraño mi vida familiar, mis amigos de danza, pero nunca desde que me vine dije “me quiero volver”. Tengo dos hermanos, una hermana, siete sobrinos, y cada vez que voy trato de agrupar a todos. Bailar allá es algo que extraño; la última vez, en 2019, fue para la gala de Buenos Aires, en el Teatro Coliseo. Ahora tengo un proyecto [participar­á de dos funciones de El lago de los cisnes de Jorge Amarante en el Teatro Astral y en el Coliseo Podestá, de La Plata, el 14 y 16 de agosto]. Lo que me encantaría sería ir a bailar al Colón, un sueño que quiero cumplir.

–¿Y tu vida fuera de la Scala?

–Tengo poco tiempo y muchas puntas para coser, porque a veces me duran un día y hay funciones que uso dos pares. Entonces coso y coso hasta hacerme un stock de 30 pares y entonces recién ahí, paro. Vivo con mi novio, que también es argentino, así que estamos acá juntos (al principio éramos novios a distancia). Me gusta salir con amigos; es muy rica la ciudad y siempre está en movimiento, hay de todo para hacer, del Salone del Mobile a la Fashion Week: ¡me encanta la moda! También empecé a tocar el piano de manera autodidact­a, me gusta dibujar, hacer cosas relacionad­as con el arte: siempre voy a museos, acá las muestras se renuevan todo el tiempo. Y viajar, cada vez que puedo: tengo amigas argentinas en compañías por todo el mundo.

–¿Segeneraun­aconexióne­special entre ustedes que están afuera?

–¡Un montón! Te sentís en la misma situación: estás en casa, afuera de tu casa. Cuando charlamos es bárbaro porque nos pasan cosas similares.

–Tenés una vida dinámica en tus redes sociales, donde no solo te mostráscom­obailarina,sinotoda tu variedad de intereses.

–Me gusta mostrarle al público cómo soy, cómo es la bailarina del teatro, pero también cómo soy yo, Celeste. Por ejemplo, que no como solamente ensalada. Quiero desestruct­urar la figura de una bailarina, que vean mis intereses, lo que hago día a día, un poco del backstage.

–¿Y qué te devuelven?

–La gente se sorprende, no sabe cómo funciona: “¡Ah, te maquillás vos!” o “¿Tenés que coser las puntas?, ¿cuánto te duran las zapatillas?” Cosas así me dicen, que si no se las cuentas a alguien, no se ven fácilmente. Les encanta saber eso.

–Después de tantas redes, te fuiste a hacer un

detox.

–Lleva mucho tiempo: para preparar un video tengo que quedarme después del ensayo una hora más. Obviamente que lleva trabajo, porque lo hago yo misma. Si hoy quiero subir algo, lo subo; si mañana no quiero subir, no subo. Trato de hacerme un plan, un calendario, pero si no lo cumplo no pasa nada. Pasé tres días en Filipinas sin nada de teléfono y, de verdad, tenés otro tiempo, otra interacció­n, te das cuenta de que esto genera adicción, porque si tengo cinco minutos libres... ¡me voy a Instagram!

–Además de la vida digital, ¿qué otras cosas caracterís­ticas de la épocaqueno­stocavivir­sentísque te atraviesan: del feminismo a la cultura de la cancelació­n?

–Me gusta que en el ballet siempre el rol femenino fue prepondera­nte. Me parece bueno resaltarlo, como algo que se puede llevar a otras disciplina­s, mostrarlo como un poder. Cuando tengo que hacer papeles fuertes me encanta, porque es una manera de mostrar al público cuán fuerte puede llegar a ser una mujer.ß

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Losa estira los pies en el backstage de la función de Giselle, donde representa a Mirthha, la reina de las Willis
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Una vista perfecta desde el palco real, hoy destinado solo al presidente e invitados especiales
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Junto con el ex étoile de la Scala, Massimo Murru, y varios integrante­s de la compañía
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 ?? ?? “Hacer El lago de los cisnes fue un gran desafío”, cuenta Losa
“Hacer El lago de los cisnes fue un gran desafío”, cuenta Losa
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Junto con el director Manuel Legris, quien trabajó con Nureyev

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