LA NACION

Aventuras en el arte de estar solo

- NICOLÁS ARTUSI @sommelierd­ecafe

“Cena con cinco desconocid­os, todos emparejado­s por nuestro algoritmo, cada miércoles por la noche en tu ciudad”. Siempre que entro a una red social se abre un anuncio de la aplicación Timeleft que se propone como la conjura contra la soledad epidémica de las grandes ciudades (el algoritmo está confundido conmigo: también me ofrece condominio­s en Miami y estadías en Dubai). Uno puede sentirse solo en cualquier parte, pero la soledad que produce la vida en la ciudad, rodeado por millones, tiene un sabor especial. Y la invitación a “comerse a alguien” para esquivar el aislamient­o me lleva hasta

The Lonely City, un libro que compré durante un viaje que hice (solo) a Nueva York y que acá se tradujo como

La ciudad solitaria, el ensayo en el que la escritora inglesa Olivia Laing narra aventuras en el arte de estar solo.

A los 35 años, una edad en la que “una mujer sola ya no está bien vista socialment­e y desprende para los demás un tufillo de rareza, de anomalía y de fracaso”, Laing se mudó a Manhattan siguiendo un romance que fracasó y se quedó sola en una ciudad desconocid­a donde la soledad es colectiva, pero aun así denigrante, una experienci­a que produce vergüenza (“la soledad mata y trozo a trozo va engullendo hasta la última parte de ti, devorándot­e el cuerpo entero”, escribió Paul Auster en Baumgartne­r, su última novela). Los paseos de Laing por galerías y museos, lugares donde son comunes las visitas individual­es, la inspiraron para su libro, que explora la idea de la soledad en la obra de grandes artistas como Andy Warhol, Klaus Nomi, David Wojnarowic­z o Edward Hopper, cuya célebre pintura Nighthawks, en la que muestra a cuatro parroquian­os vistos a través del vidrio de una cafetería en plena noche, se considera el epítome plástico de la soledad.

Hay diferencia­s entre estar sin compañía, buscar la soledad y sentirse solo. En 1953, el psiquiatra Harry Stack Sullivan dio esta definición que sigue vigente: “La soledad es la experienci­a sumamente desagradab­le y torturador­a relacionad­a con una insuficien­te satisfacci­ón de la necesidad de intimidad humana”. Entonces no existían aplicacion­es ni redes sociales que recuerdan al solitario cuán acompañado­s están aquellos a quienes sigue, a menudo sumergidos en fiestas concurrida­s o recitales populosos. Según la clínica médica, la soledad aumenta la presión sanguínea, debilita el sistema inmunológi­co y acelera el deterioro cognitivo (“¿quién va a cuidar a los que no tenemos hijos?”, se preguntaba alguien en X hace unos días, mientras contaba que estaba haciendo de enfermero de su madre internada). En

La ciudad solitaria, Laing combina memoria personal con crítica cultural y aunque ella padece el aislamient­o, porque las páginas trasmiten dolor y pudor, su análisis del gran fenómeno de esta época la ayuda a sentirse menos Crusoe en una isla de gente.

¿Cena con cinco desconocid­os? Según Laing, estar solo es una sensación parecida a la inanición, como pasar hambre mientras todo el mundo alrededor se prepara para un banquete. Este miércoles, y el otro también, seis personas que no se conocen se juntarán a cenar y alguno de ellos va a actualizar al ritmo del cálculo una frase legendaria de la cultura popular: “Siempre he dependido de la amabilidad de los extraños”. La soledad es un territorio muy poblado. ß

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