El Barrio Santa Cruz, el más popular de Sevilla, y una historia a orillas del río Guadalquivir.
avenida Menéndez Pelayo y en el viejo Puente de los Bomberos.
Y saliendo hacia la derecha se entra al barrio, donde no importa perderse porque todos están perdidos. Un mundo intenso, con malvones rojos que cuelgan de los balcones de las casas-patio y el aire huele a los azahares de los naranjos. Donde hay olor a paellas y mariscos.
Sentarse, por ejemplo, en una mesa callejera de La Azotea, donde el mozo planta sin preguntar los vasos de cerveza y me dice, bajito, “te traigo especialmente a tí estás aceitunas negras”, como si supiera lo mucho que me gustan.
Ya los pocos minutos charlar con los de la mesa de aquí, y la de allá, que preguntan ¿Cómo anda la Argentina?, una respuesta que eludo con elegancia.
Y después, visitar los lugares que hay que visitar, como la Catedral, con la Giralda, los Reales Alcázares y la Plaza España, un derroche de mayólicas que se construyó para la Expo de 1929, con los escudos de las 52 provincias. Y muy cerca, el bucólico Parque de María Luisa.
Pero cierta mañana, vagando por callejones más alejados, llegué a la Iglesia de Nuestra Señora del Rocío cuando comenzaba una boda.
La novia entró con su lánguido vestido de muselina por la puerta lateral, caminó con el padrino un corto trecho y giró hacia la derecha para enfrentar el altar.
El sacerdote me contó que las mezquitas tenían ese diseño, que se mantuvo cuando los Reyes Católicos las convirtieron en iglesias. Hay huellas musulmanas imposibles de borrar.
La boda, sin ser gitana, se ofició con música andaluza, el sonar de castañuelas y panderetas. Y aplausos.
Sevilla fue romana, visigoda, musulmana y cristiana. Ciudad alfarera, marinera, legendaria y mística.
En ella “faltan ojos para ver y corazón para admirar”.
La Torre del Oro: viejo baluarte árabe que cobijaba el oro que le escamoteaban a América. Su brillo dorado se refleja en el Guadalquivir.
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