? Arrepentimientos?
El proveedor de material periodístico me planteó que una empresa señera de los Estados Unidos estaba por abrir una revista femenina y que me ofrecía su conducción. ¿Yo en Nueva York? Me pareció un cuento de locos. Para el idioma inglés contaría con una t raductora permanente, el contrato podía tener un plazo fijo, me destinarían vivienda y un sueldo considerable. Cuando se me aca- baron las excusas, el oferente se dio cuenta de que no valía la pena insistir. Aún hoy, no conozco Nueva York. He tenido la oportunidad de convivir en España con un escritor español y todavía conservo el libro de poemas que me dedicó. Las fotos, en el basurero, ¿para qué? ¿Cruzar el Atlántico para convivir con un desconocido? No existía Internet, por lo tanto, nos comunicábamos por correo y vía telefónica (el otro día encontré uno de sus mensajes ma n u s c r i t o s que, por ingenioso, no lo tiré). Eso sí, después de estas propuestas, llegué a t rabajar en una inmobiliaria, una consultora y una agencia de publicidad, sin chistar. Y, como debía ocurrir, me la pasé enamorada del amor hasta bien grandecita: si el otro era insufrible, no lo advertía o era mi falta de adaptación. No soy de fácil conquistar pero cuando me decido, atravieso océanos de paradojas, convencida de que una discapacidad ancestral e inevitable me impide elegir en lugar de ser elegida. Un señor, muy sabio él, me aconsejó evitar la soledad en mi edad adulta. ¡Faltaba tanto! No lo hice. Y este es un remordimiento genuino, casi parecido al de Borges: “Mi mente / se aplicó a las simétricas porfías / del arte, que entreteje naderías”. Sé que aún estoy a tiempo de aprender inglés, practicar gimnasia con regularidad, encontrar al hombre que me complete (que en una de esas no es competitivo ni Don Juan ni está unido a otra pareja). Saramago sostenía: “no sirve el arrepentimiento si no borra nada del pasado: más bien hay que utilizarlo para modificar”. Mi amiga Inés abandonó su cátedra de Historia porque su marido, que terminó marchándose con otra, le pidió que se dedicara al hogar. Por suerte, a este pedido no sucumbí. Y Tolstoi abandonó su casa familiar “para no morir en una estación de tren”. Pero dedicó su obra prodigiosa a predicar un cristianismo puro, del que estaba pesaroso por no haberlo ejer- cido en su plenitud. Escogió la t risteza y el mea culpa. Me arrepiento de mi credulidad, mi buena fe, mi apuesta sonriente y convencida a una mirada, una frase auténtica, una decisión heroica sin efectuar la debida investigación. No me censuro mis matrimonios, que incluyeron hijos. Me repruebo no haber persistido, como me relatan lectores consecuentes, a los que les tengo sana envidia. “Soy grande, me contradigo, yo soy todos los hombres, yo soy el universo”, decía Whitman. En el balance es meritorio no haber huido. Dormir sobre un pecho amado, estremecerse ante una mano que sujeta la nuestra, sentir el éxtasis de la pasión, i nundarse en cuerpo y alma de un otro constituyó un instante feliz… ¡pero a qué precio! Un carácter es un destino. Bailé a la luz de la luna, vi un cielo tapado de estrellas, me estremeció hasta los huesos el deseo de un hombre, supe esperar, recibir y ver partir… con o sin retornos. Culpar a terceros por ciertos padecimientos no es noble. Me recrimino no haber penetrado en la esencia de mis padres ya ancianos, a los que les exigí la misma solidez que en mi infancia. Lo mismo que hoy pretenden mis hijos de mi persona. Resumo, entonces, afirmando que el peor arrepentimiento no es por las cosas equivocadas que hicimos, sino por las cosas correctas que hicimos por las personas equivocadas.