La Nueva Domingo

Orientamos la brújula hacia Catamarca, una provincia que regala paseos silencioso­s, paisajes de montaña, rutas que atraviesan pueblos de adobe y caminos en donde las tejedoras son protagonis­tas.

DUNAS SILENCIOSA­S, MONTAÑAS ALTÍSIMAS, RUTAS DE ADOBE Y DE TEJEDORAS, BODEGAS Y AGUAS TERMALES. PASEAR POR CATAMARCA ES DESLUMBRAR­SE CON RELIQUIAS DE MÁS DE TRESCIENTO­S AÑOS DE ANTIGÜEDAD.

- Texto y fotos: Florencia Tapia Gómez.

Las bodegas y las aguas termales completan el recorrido.

Catamarca ocupa un poco más de cien kilómetros cuadrados de nuestro país, pero la diversidad de paisajes y climas que presenta hace que parezca mucho más. Es una de las provincias menos recorridas del Norte de nuestro país, y sin embargo, es dueña de una belleza sorprenden­te. Puna y desierto, volcanes y lagunas, arroyos y valles. Naturaleza, cultura, historia, artesanía, pueblos originario­s, aventura… todo reunido en este lugar descomunal. Sobre la Ruta Nacional 60 se encuentra Tinogasta, una de las ciudades más importante­s de la provincia, cuyo nombre viene de la lengua kakana, y quiere decir “reunión de pueblos”. No bien uno comienza a recorrer los caminos de esta ciudad de origen diaguita, se da cuenta de que, en realidad, está más cerca de la capital riojana que de la catamarque­ña: todos los carteles son publicidad­es vecinas, por lo que avanzamos un poco confundido­s. Al mismo tiempo, también entendemos que este es uno de los departamen­tos más poblados: tiene doce distritos, entre ellos, acaso los más importante­s, Tinogasta y Fiambalá. La primera está pintada por olivares centenario­s, montañas de seis mil metros de altura y adobe vestido de rosa. A su vez, es sinónimo de degustar vinos, dejarse atrapar por sus cielos y montañas, y charlar con maestras tejedoras, guías y expertos que revelan los secretos mejor guardados de una misteriosa tierra que preserva la historia de nuestros antepasado­s. Si uno hace silencio, escucha el viento y a algún coplero o coplera que parece mucho mayor de lo que es. Coplas que son llantos, que son quejidos, que son alegría, y que van al ritmo de un golpe pausado. Cuentan lo que pasa en el alma y resuenan en la de los que escuchan.

La ruta del adobe

Cada casa o capilla de adobe irrumpe con una belleza sinigual. Sean blancas, rosas o color barro, simples o llamativas, todas se distinguen del cielo, contrastan­do con el entorno. La silueta que este material les da a las construcci­ones combina con los campanario­s y las vasijas de la zona, de una manera única. Los techos de paja y la madera completan los detalles de este estilo arquitectó­nico que baña de identidad a Tinogasta. La ruta del adobe, que se extiende apenas un poco más de cincuenta kilómetros y se puede completar en el día, es un salpicado de casas e iglesias dignas de conocer mientras se pasea de pueblo en pueblo. Nos resulta inevitable preguntarn­os cuándo y por qué a alguien se le ocurrió edificar allí. No obtenemos respuesta, solo el aire seco, un dejo a olvido, y una paz y una pureza que resplandec­en. A escasos metros de la plaza principal de la ciudad, en el hostal Casa Grande, nace esta ruta. La señalizaci­ón es buena, así que cualquiera puede dejarse llevar hasta la Iglesia del Rosario de Anillaco, con paredes rosa y un fondo montañoso impactante (es la primera iglesia de toda Catamarca). También es muy recomendab­le la Iglesia de Nuestra Señora de Andacollo, en el pueblo El Puesto, con columnas y arcos redondeado­s, campanario doble y una cruz de madera oscura. Un párrafo aparte merece el oratorio de los Orquera, rodeado de árboles añosos y nativos, construido en el 1700 por dos mujeres. Y en Fiambalá se destacan la blanca Iglesia de San Pedro, con sus molduras y su campanario; y la Comandanci­a de Armas, colmada de bellos objetos de épocas pasadas. Es que la ruta del adobe es un trayecto de incomparab­les obras arquitectó­nicas, reliquias con más de tresciento­s años de antigüedad. A la vera de la cordillera de los Andes, una decena de pueblitos catamarque­ños conforman un corredor turístico que revela una de las técnicas más ecológicas y ances-

trales de construcci­ón. “El adobe es una mezcla de barro, paja y estiércol amasado al sol, ya sea para formar bloques o para producir estructura­s continuas amasadas in situ”, nos explican. Y seguimos maravillad­os.

Watungasta: arqueologí­a y adobe

Catamarca en sí es un gran yacimiento arqueológi­co, uno de los centros más poblados en el mundo precolombi­no, donde se establecie­ron diferentes pueblos y etnias que, a través del paso del tiempo, dejaron su historia plasmada en los diferentes escenarios naturales. Recorrerlo de la mano de un arqueó- logo, como el licenciado Fernando Morales, es una suerte que no muchos se pueden dar el lujo de tener. Junto a este experto que relata apasionada­mente cada una de las idas y vueltas de nuestra civilizaci­ón, desandamos huellas y sitios de ensueño. Nos cuenta que la región de Tinogasta fue habitada durante diez mil años; que en el valle del río Abaucán habitaban pueblos cazadores y recolector­es; y que entre 1475 y 1535, los Inkas dominaron la región y la incorporar­on a su imperio. En lengua inka, Watungasta quiere decir “Pueblo real” o “Pueblo grande”. Se trata de un sitio arqueológi­co Incaico, que hoy forma parte de la ruta del adobe. Las 25 hectáreas de superficie que abarca estaban ocupadas desde mucho antes de la llegada de los Inkas por los pueblos originario­s agricultor­es de la zona (siglo V), pero fue el imperio Inkaico el que le dio su arquitectu­ra monumental.

Los Seismiles

Para los que aman la naturaleza en estado puro, Los Seismiles es una cita obligada. Sin dudas, se trata de uno de los caminos con montañas más imponentes y hermosos de la Argentina. La majestuosi­dad se traduce en lagunas policromát­icas, fauna de la Alta Cordillera, volcanes altísimos, campos de piedra volcánica, salares, precipicio­s y quebra- das. Todo exulta perfección. En total, son 248 km hasta la ontera con Chile, y la última vez que se puede cargar na  a es en Fiambalá. El nombre responde a los catorce volcanes de más de seis mil metros de altura que se suceden a medida que uno se acerca al vecino país cordillera­no: Monte Pissis está inactivo, es el más alto del mundo (6792 m) y se disputa el segundo puesto de pico más alto de América con Ojos del Salado. Después del Himalaya, es la segunda zona más alta del Planeta. Otro hecho que la vuelve tan especial es el Paso San Francisco: se trata de un sitio Ramsar (así se les llama a los que contienen tipos de humedales representa­tivos, raros o únicos), uno de los dos que hay en la provincia catamarque­ña. En este punto cardinal del país hay dunas de casi tresciento­s metros que, rodeadas de naturaleza, sin ruidos ni multitudes, esperan que alguien se deslice por ellas, dejando que el viento los haga vibrar de adrenalina y libertad. En ellas también se pueden emprender fabulosas cabalgatas. La experienci­a es bien rara: uno podría jurar que no está subido a un caballo, sino a un camello, y que desanda un desierto. Pero no.

Caliente, caliente

En los alrededore­s de Tinogasta hay aguas termales con piletas naturales, cuyas temperatur­as oscilan entre los 38 ºC y los 70 ºC. A su vez, hay aguas termales agrestes que emergen a mil seteciento­s cincuenta metros sobre el nivel del mar, y se concentran en catorce piletas de piedra cordillera­na (con temperatur­as entre los 51 ºC y los 28 ºC). La región cuenta con ciento cincuenta de las cuatrocien­tas fuentes termales del país. Algunas de las más importante­s: las de Fiambalá, La Aguadita, La Higuerita, Las Grutas y Laguna Verde. Las termas de Tinogasta, conocidas como Aguada de los Chanampas, quedan a tan solo siete kilómetros del centro de la ciudad.

Arte y humildad

En casas de techos bajos y en patios de tierra, nos reciben las tejedoras y tejedores de Catamarca, quienes mantienen viva una tradición. Cuatro palos de algún viejo árbol y una planta que trepa les da sombra y reparo. Ahí se sientan por horas, al aire libre, pero protegidos del sol, a trabajar en eso que saben hacer desde pequeños. Ser tejedor es un oficio que se aprende en la casa, viendo a abuelos y padres. Sus tejidos llevan horas: entre ellos y cada prenda debe haber varias historias contadas o rumiadas. Tiñen las lanas con tintes naturales extraídos de los vegetales de la zona. Acaso son recetas heredadas de generación en generación. Verlos hilar enmudece: hablan poco, su mirada es esquiva, sus manos están agrietadas. Transmiten paz. La lana corre entre sus dedos mágicament­e. La variedad de puntos que conocen es infinita, como la admiración que provoca esta gente silenciosa de un rincón de nuestra Tierra.

Sabores originario­s

Conocer un destino es saborear sus comidas y preparacio­nes icónicas. Por estos pagos, hay dos reductos memorables. Uno de ellos es “El Patio de los Pereyra”. Imagínese entrar al rancho de una familia, con música típica de estos lares de fondo. Aquí no se guardan las apariencia­s, y el sifón, la tierra y los perros son los dueños de casa. Mesas simples y mucho ajetreo: los platos no paran de salir, y todo es una delicia. No es un asado de domingo en nuestro propio hogar, pero algo de eso hay. Los Pereyra comienzan a cantar y la sensación que nos invade es que se acortaron las diferencia­s y las distancias: estamos en casa. En Tinogasta abunda el vino, desde bodegas del patero artesanal hasta los más sofisticad­os, en tambores estacionad­os con aromas exquisitos (lo que los lugareños llaman “vinos de altura”). Finalizamo­s el paseo en la bodega Juan Logo, donde nos agasajan con una picada de aceitunas, pasas de uva, quesos y salames en una casa de adobe del siglo pasado, con sus mesas y sillas originales. Y sí, somos parte de una postal auténticam­ente catamarque­ña.

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Las cabalgatas en dunas son unas de las grandes atraccione­s de Tinogasta
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 ??  ?? Arriba: Nuestra Señora de Andacollo, en el pueblo El Puesto. Abajo: En Fiambalá, la Iglesia de San Pedro
Arriba: Nuestra Señora de Andacollo, en el pueblo El Puesto. Abajo: En Fiambalá, la Iglesia de San Pedro
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Izquierda: Los Seismiles, un camino con montañas impactante­s. Abajo: una tejedora y su producción

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