Bajo estos mismos cielos... Inglaterra reconoce la independencia de la Argentina.
El primer día del año 1825, la corona inglesa reconoció oficialmente la independencia de la República Argentina –o sea, de las Provincias Unidas del Río de la Plata− declarada en 1816 en Tucumán y el 2 de febrero se firmó en Buenos Aires el primer tratado
Frase ibu sam quo quae essimpost, et dipsundit offic tem ex et quaep quodiorum alignis siquodiorum alignis sim verum res aut omno asdear 120 Frase ibu sam quo quae essimpost, et dipsundit offic tem ex et quaep quodiorum alignis siquodiorum alignis sim verum res aut omno asdear 120
En ejercicio de las relaciones exteriores, el general Gregorio de Las Heras, gobernador de Buenos Aires, firmó con el cónsul Woodbine Parish el “Tratado de Amistad, Comercio y Navegación”. Aquel paso será decisivo: durante los siguientes 120 años la Argentina será, en palabras de un funcionario argentino, “una de las joyas más preciadas de Su Graciosa Majestad”. La dependencia económica de la Argentina respecto del comercio, los capitales e inversores británicos será una marca de orillo que identificará al país, casi, como un miembro más de la comunidad de intereses ingleses que se agrupará un siglo después en el Commonwealth -“fortuna o riqueza común”-, con intensidad de negocios, superiores incluso a los que se realizaban con Australia, Canadá, Sudáfrica o Nueva Zelanda.
El peso decisivo de las inversiones y el comercio británico, ejercerán una fuerte influencia en las primeras etapas de la organización nacional -tanto bajo el gobierno de Rosas, como en las primeras presidencias constitucionales- y reforzaron su presencia desde el gobierno de Roca, en 1880, en particular al controlar las más importantes líneas del ferrocarril, ariete del progreso nacional. El pacto de 1825 que le otorgó facilidades especiales a la Corona inglesa mantuvo su vigencia a través de las décadas. La complementariedad de las economías respectivas convirtió a Inglaterra en la gran compradora de las exportaciones argentinas, y el país, a su vez, adecuó su producción a esa relación privilegiada, dando origen a un perfil agroganadero exportador con centro en la producción de la región pampeana. Por su lado, los empréstitos, como el contraído con la casa Baring, ataron al Estado argentino a una onerosa deuda externa que se haría casi “eterna”.
Los acuerdos especiales con Gran Bretaña se renovaron en 1933 con el pacto firmado por el vicepresidente Roca (hijo del anterior) y el encargado de negocios británico Walter Runciman, presidente del British Board of Trade. Por este nuevo tratado la Argentina aseguró a Inglaterra una cuota anual de carnes. El profesor H. S. Ferns, uno de los más respe- tados estudiosos del tema, destaca que “entre 1860 y 1914 (la Argentina) llegó a ser uno de los pilares de la economía británica”.
Los matices y diferencias entre los diversos gobiernos del siglo que comentamos son más que notables: unos fueron democráticos y otros autoritarios o directamente dictatoriales, algunos tuvieron un perfil más conservador y otros una impronta progresista, hubo gobiernos “populares” y aristocráticos; sin embargo, la común aceptación de la decisiva influencia británica los exhibe a todos ellos como parte de una Argentina política y económicamente anglocriolla, característica si se quiere curiosa ya que el proceso inmigratorio culminaría en el país con una impronta poblacional claramente ítalo-española.
Desde Mayo, una notable influencia inglesa
Desde la misma Revolu- ción de Mayo, Inglaterra que había fracasado poco antes en dos intentos de invasión militar consolidó posiciones políticas y diplomáticas en la capital del Plata, operando con su diplomacia desde Río de Janeiro. Algunos patriotas, como Carlos de Alvear, los hermanos Rodríguez Peña, o el diplomático Manuel García, actuaron de modo abierto y especularon incluso con convertir a estas tierras en un protectorado de SMB; otros, como San Martín o Belgrano, en cambio, temerosos de que el republicanismo derivara en “anarquía” -como pregonaban Artigas o Dorrego-, simpatizaban con el modelo de monarquía parlamentaria. Rivadavia, por su lado, era un defensor enconado de las teorías políticas utilitaristas que había conocido de boca de su creador, Jeremy Bentham, durante su estadía en Londres. Los ingleses, “reyes de los mares” y con una revolución industrial en marcha que los potenciaba como productores de mercancías, recorrían el mundo a la caza de materias primas y ya alejados de la idea de incorporar nuevas colonias.
Hacia 1825, en consecuencia, los intereses británicos en Buenos Aires estaban sólidamente afincados y una colonia respetable residía en Buenos Aires mientras el derrumbe del imperio español en América abría una oportunidad única. Así, Woodbine Parish fue designado cónsul británico en octubre de 1823, lo que -se aclaró explícitamente- no implicaba aún un reconocimiento oficial. Desde ese año, también, se estableció un servicio marítimo regular que unió Buenos Aires y Liverpool.
Inglaterra demoraba un reconocimiento explícito mientras fortalecía las relaciones con hombres de su confianza, como el grupo rivadaviano: Francia y los Estados Unidos representaban potenciales y nada despreciables amenazas para sus influencias en el Río de la Plata. El 2 de diciembre de 1823 nacía la “Doctrina Monroe”, impulsada por el presidente norteamericano, que no sólo reconocía la emancipación de los países hispanoamericanos, también declaraba -en una actitud ex profeso destinada a los ingleses- que cualquier intento de una potencia europea por interferir en territorios americanos tendría que enfrentar a los Estados Unidos. La declaración refrendó una resolución anterior: el 8 de marzo de 1822 los Estados Unidos habían reconocido oficialmente al gobierno de Buenos Aires.
Canning se vio urgido a mostrar buena voluntad con los americanos y resolver, entre otros, el problema del control del Río de la Plata. Envió cónsules a Buenos Aires, Colombia y México, donde los procesos emancipatorios estaban más avanzados. Parish, que había sido secretario del ministro de Asuntos Exteriores Lord Castlereagh, llegó a Buenos Aires el 21 de marzo de 1824. El joven describió su destino como “un sitio desagradable y desalentador”, pero se mantuvo en la misión diplomática durante nueve años.
La comunidad británica de los años veinte
En muy poco tiempo el joven Parish, rubio, frágil, refinado y elegante -a pesar de una leve cojera que padecía desde niño-, se convirtió en un personaje de referencia obligado en el reducido mundillo social y político de Buenos Aires. En 1825 envió a Canning un relevamiento de británicos en Buenos Aires: dos de cada tres comerciantes porteños eran ingleses y, de los 838 accionistas del único banco, 454 eran súbditos de SMB. Con el tiempo, su parecer sobre la ciudad cambió: “Si mis primeras impresiones al ser acarreado a Buenos Aires […] no fueron de las más gratas, pronto se disiparon, dando lugar a ideas distintas. Al atravesar la ciudad llamome la atención la regularidad de las calles, la apariencia de los edificios públicos e iglesias, y el alegre aspecto de las blanqueadas casas, pero mucho más el aire de independencia de las gentes, que me presentaban notable contraste con la esclavitud y escuálida miseria que tanto nos había repugnado en Río de Janeiro”.
El Congreso Constituyente de las Provincias Unidas, que sesionó entre 1824 y 1827, consideró el Tratado de Amistad, Comercio y Navegación con Gran Bretaña el 2 de febrero de 1825. El cónsul Parish se movió en la trastienda del Congreso con todo desparpajo, jugando su influencia personal para obte-
ner su ratificación: “Todas las noches me vi obligado a retocar las Actas del Congreso”.
Términos del acuerdo
El acuerdo reconocía a Inglaterra como “nación más favorecida”, concepto que se extendía a los súbditos de SMB y que era recíproco para los ciudadanos de las Provincias Unidas, establecía que “los habitantes de los dos países gozarán respectivamente de la franquicia de llegar segura y libremente con sus buques y cargas a todos aquellos parajes, puertos y ríos en los dichos territorios, adonde sea o pueda ser permitido a otros extranjeros llegar, entrar en los mismos y permanecer y residir en cualquiera parte de dichos territorios respectivamente; también alquilar y ocupar casas y almacenes para los fines de su tráfico y generalmente los comerciantes y traficantes de cada Nación respectivamente disfrutarán de la más completa protección y seguridad para su comercio, siempre sujetos a las leyes y estatutos de los dos países respectivamente”.
El resto del Tratado -comenta Ferns- “estaba dedicado a desarrollar los detalles particulares de estos principios en los cuales iba a fundarse ‘la perpetua unidad entre los dominios y los habitantes’ de las partes”. Otros artículos aseguraban la libertad religiosa, cuestión que, según Ferns, preocupaba a Gran Bretaña porque ellos tenían incorporada la tolerancia religiosa desde hacía ya mucho tiempo, mientras que en América “la Inquisición había cesado en época tardía y la inclinación a perseguir a protestantes o incrédulos, aunque había declinado mucho, no estaba del todo desarraigada. […] La cláusula final del Tratado obligaba a las dos partes a cooperar en la eliminación del tráfico de esclavos. Esta empresa conjunta simbolizaba en cierto sentido la unión de los sentimientos de Gran Bretaña y la Argentina, pues en esa fase de sus respectivas historias las dos comunidades consideraban la oposición a la esclavitud como prueba de ilustración, la seguridad para ellas mismas y, ante el mundo, de que estaban en la vanguardia del progreso y que alimentaban los ideales morales y sociales más elevados”.
Además, los británicos estarían exentos de cualquier servicio militar obligatorio y de todo empréstito forzoso, así como también de exacciones o requisiciones militares, y pagarían los mismos impuestos que los ciudada- nos del país. Un detalle muy importante: se establecía específicamente que, aun cuando se interrumpieran las relaciones entre los dos países, los súbditos o ciudadanos de cada una de las partes tendrían el privilegio de permanecer y continuar su comercio en los dominios de la otra en tanto se comportaran con tranquilidad y respetaran las leyes locales: Inglaterra preservó así su derecho a agredir militarmente a las Provincias Unidas asegurándose que, incluso en esas circunstancias, sus súbditos no pudieran ser molestados.
Cien años después, un comentario preciso
En ocasión del Centenario de la Independencia, en 1916, en un número especial el diario “La Nación” hizo un interesante comentario: “El señor Parish -subrayaba- encontró en Buenos Aires un ambiente amistosísimo. Se consideraba a Inglaterra algo así como una aliada [...] Rivadavia y sus compañeros de gobierno tenían para el comisionado inglés una consideración llena de simpatía y en las conversaciones con él reconocían y realzaban a propósito la genialidad británica, su influencia trascendental en la evolución de las ideas económicas y su influencia protectora ante las repúblicas de América. […]
”El 2 de agosto de 1825 se firmó el tratado de comercio anglo-argentino. El canje de las ratificaciones se firmó en Londres ante el señor Bernardino Rivadavia, enviado extraordinario de la república y el señor Jorge Canning, el gran ministro de SMB. El ministro de relaciones doctor Manuel García, comunicó al señor Parish esa notificación, significándole que estimaba en el más alto grado los servicios que se habían prestado al país por este tratado y que, en su reconocimiento, se había dispuesto hacerle el presente de un servicio de plata de 6.000 pesos oro, como cordial expresión de su sinceridad y amistosos sentimientos hacia el señor encargado de negocios”.
Además de García que también recibió de Su Majestad Jorge IV “una soberbia tabaquera de oro y brillantes con la miniatura en esmalte de la efigie del soberano”, también Rivadavia y Parish fueron generosamente gratificados. De regreso en Buenos Aires, Rivadavia, principal gestor del acuerdo, fue elegido primer presidente de las Provincias Unidas del Río de la Plata, el 7 de julio de 1826.