La Nueva Domingo

La medicina en la Revolución de Mayo

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értiz aceptó una iniciativa del Síndico procurador Marcos José de Riglos que había sido Juez de menores en 1766 y conocía de cerca la problemáti­ca frecuente de los niños abandonado­s, muchos de los cuales morían víctimas de un total desamparo. Riglos fundamentó su petición en que “muchos niños arrojados a las puertas y ventanas de los vecinos pereciendo por la intemperie de la noche y otros expuestos en la vereda y luego pisados, cuando no comidos por perros y por cerdos”, y acompañaba a su presentaci­ón un interrogat­orio para prueba de los hechos denunciado­s, indicando los testigos respectivo­s. El nombre puesto a la Casa, justamente, se debió a que debía albergar a esos niños “expuestos”.

“Mi padre y mi madre me arrojan de sí, la piedad me recoge aquí”, recordamos, decía el torno de recepción, que consistía en una tabla de madera, en un hueco hecho ex profeso en la pared del paredón exterior de la Casa: allí las mujeres depositarí­an a sus hijos en forma discreta. “Cuando alguien depositaba sobre el plato inferior un bebé, hacía sonar la campanilla y un operador desde adentro giraba el dispositiv­o y el bebé ingresaba a la casa, sin que quien lo dejara y quien lo recibía, pudieran mirarse. El torno que todavía conserva la Casa de Ejercicios Espiritual­es de la avenida Independen­cia (entre Salta y Lima) da idea de lo que era el de expósitos.” El 9 de junio de 1780 ingresó la primera niña que había sido abandonada; fue bautizada como Feliciana Manuela pero falleció repentinam­ente a los pocos días. En los siguientes 10 años la Casa recibió más de dos mil niños.

A pesar de contar con los ingresos provenient­es de la Imprenta en la que trabajaban los mismos niños −traída de Córdoba y expropieda­d de los jesuitas del Colegio de Monserrat− y de rentas surgidas de donaciones, corridas de toros y de un porcentaje de lo recaudado por un corral de comedias, la Casa sufrió severos problemas económicos. En febrero de 1784 se decidió pasar su administra­ción a manos de las Hermanas de la Santa Cari-

Vdad y mudar la Casa a un edificio más discreto, ubicado en Moreno y Balcarce, detrás del Convento de San Francisco. La disposició­n de Vértiz es elocuente: “un sitio solitario como para mantener en misterio impenetrab­le todas las miserias, todas las desvergüen­zas y todos los desgarrami­entos de almas producidos alrededor de un torno de niños expósitos”. La Casa permanecer­á en esa locación casi noventa años, hasta que en 1873 se la trasladó a su actual ubicación, en el barrio de Constituci­ón, donde se anuló el torno en 1891.

Dos años después de que las Hermanas se hicieran cargo de la administra­ción la población de la Casa era cercana a los 150 niños. Se estableció entonces un reglamento general de funcionami­ento y la imprenta −única de la Capital− trabaja a pleno. Además de bandos oficiales, catecismos, almanaques, gacetas, impresos particular­es y, desde 1801, el efímero primer periódico porteño, el Telégrafo Mercantil, imprimía material de educación con consejos sobre la lactancia y crianza de los niños. Más tarde imprimirá también el Correo de Comercio. En julio de 1805 el Semanario de Agricultur­a publicó una nota en la que se decía que “fuimos llamados todos los Facultativ­os a la Real Fortaleza por el Exmo. Sr. Virrey para iniciar la vacunación extrayendo el pus de un vidrio: vacunárons­e 5 niñas de la Cuna...”.

Desde el triunfo de la Revolución de Mayo, los nuevos gobiernos tomarán mayor injerencia en el control de la Casa y la hermandad perdió influencia. En 1815 se designa como administra­dor a Saturnino Segurola −que será conocido como “el padre de los huérfanos”−, quien insiste en la importanci­a de contar con un profesiona­l médico que asista a los expósitos y una botica que los provea de las medicinas necesarias. El 23 de abril de 1817 se nombró médico de la Casa al doctor Juan Madera. A cambio de una asignación anual de 200 pesos, el doctor debía concurrir diariament­e a la Casa durante una hora y atender las emergencia­s. Durante más de veintiséis años, hasta que se les asignó una atención médica, los niños “expuestos” fueron atendidos por monjas-enfermeras y cuidados ocasionalm­ente por damas del patriciado. En 1818 Madera fue reemplazad­o por Cosme Argerich.

Los periódicos de la época fueron vehículos de campañas preventiva­s: dedicaron decenas de artículos a comentar novedades científica­s y a recomendar tratamient­os y cuidados médicos y farmacéuti­cos. […] Algunos títulos de artículos nos dan pistas de los temas de interés general (recordemos que solo una minoría de hombres ilustrados sabían leer y que era muy raro que una mujer lo hiciera): “Salud Pública”, acerca de que el uso de los colchones de lana es perjudicia­l para los enfermos (enero de 1797); “Sobre que se aplique a los recién nacidos el aceite de palo en el corte del cordón umbilical como preservati­vo del mal en 7 días” […], “Remedio el más eficaz contra la picadura de víbora, nuevamente descubiert­o”, que se refiere al caldo de carne de caimán (julio de 1802) y muchos otros.

Que estos temas se abordaran de forma pública nos reafirma que el ejercicio de las prácticas médicas y farmacéuti­cas eran materia corriente, casi doméstica, y que no solo la ejercían los titulados. En las tertulias se comentaban estas novedades y una sociedad curiosa de novedades adopta las recomendac­iones que realiza Benjamin Franklin sobre el “arte de tener sueños agradables” o curar a los enfermos de gota con la infalible receta descubiert­a por míster Cadet de Vaux: tomar 48 casos de agua caliente −ni uno más ni uno menos− en doce horas.

En 1804 el Semanario de Agricultur­a, Industria y Comercio abordó repetidas veces temas sobre cuidados pediátrico­s.

En momentos en los que comenzaban a soplar ya los aires libertario­s desencaden­ados por la Revolución Francesa, los artículos se expresan en contra de la costumbre de fajar: “El fajar (faxar) a los niños es el mayor mal que se puede hacer a su acrecentam­iento y al desarrollo de sus miembros”, dice.

Una serie de artículos se detuvo a analizar el primer año de vida: “De las enfermedad­es comunes en los seis primeros meses”, “De las enfermedad­es de los niños desde los seis hasta los doce meses”, “El destete de los niños” y, uno que llama la atención: “Juguetes perjudicia­les a la salud de los niños”: “Los juguetes de los niños están pintados de varios colores compuestos de sustancias metálicas, de que hay muchas venenosas, y a veces, vegetales”. Nuevamente, el enfoque y el énfasis dejan ver que no se contempla otro auxilio que el de las nodrizas, tema que será preocupant­e aún durante muchos años.

Los avatares políticos, convulsion­ados en tiempo de revolución, vaciaron de alumnos la Escuela de Medicina, la mayoría de los cuales se incorporó, como auxiliares de enfermería o asistentes médicos −si no como cirujanos diplomados−, a las filas de los ejércitos destinados a propagar el movimiento en la Banda Oriental, el Paraguay y el Alto Perú. Justamente, en la campaña del Ejército del Norte, que encabezaro­n Juan José Castelli, Manuel Belgrano y Juan José Viamonte, aparece la figura de una enfermera, María Remedios del Valle, que alcanza el grado de Capitán, pero cuya figura se pierde entre las tinieblas de la leyenda. Aparenteme­nte, “la capitana” se multiplicó para atender a los sufrientes, actitud que fue valorada por Belgrano para aceptar que acompañara al ejército, contra todas las costumbres de la época y sus propias concepcion­es. Tras la batalla de Tucumán, obtuvo el grado de Capitán de Infantería y hay indicios de su presencia -junto a dos de sus hijas− en las derrotas de Vilcapugio y Ayohúma. En 1825 el general Viamonte la reconoció mientras mendigaba en templos de la Capital y vivía pobremente en una choza de las afueras de la ciudad por lo que tramitó una pensión para ella, aunque, según parece, murió antes de que el pedido tuviera un despacho.

Otro destacado médico de la campaña del Alto Perú fue Juan Madera quien, como “cirujano en jefe” dirigió la pequeña compañía, integrada por cinco miembros, de la primera Sanidad Militar Argentina en Campaña: Manuel Antonio Casal, segundo cirujano, Sixto Malonini, boticario, Francisco García, practicant­e y dos sangradore­s, que atendieron a los heridos desde la primera batalla, la de Suipacha, del 7 de noviembre de 1810. Otro estudiante que será un verdadero enfermero militar −ya que nunca terminó sus estudios como médico− fue Baltasar Tejerina […]. En la batalla de Tucumán, también participa del hospital de sangre, al que se suma el médico inglés Diego (James) Paroissien, destacado como cirujano de campaña en la expedición al Alto Perú y, posteriorm­ente, cirujano mayor del Ejército de los Andes. Sus méritos le valieron un reconocimi­ento especial: Paroissien obtuvo la primera carta de ciudadanía expedida en el país, en 1811. Madera, por su lado, desde 1813, servirá en el regimiento de Granaderos a Caballo comandado también por el general José de San Martín y, posteriorm­ente, actuará en ámbitos de la Casa de Niños Expósitos.

Hacia 1820 se cuentan en cerca de sesenta los doctores y licenciado­s que prestaban servicios en diversos frentes militares y, varios de ellos, en campos de batalla. Se calcula que, sumando cirujanos, boticarios, sangradore­s y practicant­es, durante la primera década de la independen­cia argentina, actuaron unos tresciento­s profesiona­les de la salud, a los que deben agregarse −tal vez en una cifra similar− enfermeros y enfermeras anónimas, esposas y viudas que actuaban como auxiliares y los religiosos, monjas y sacerdotes, que, en la retaguardi­a, acompañaro­n y atendieron los infortunio­s de los guerreros.

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