La Nueva Domingo

Un monasterio bizantino único y escondido entre las sierras de Curamalal

Cerca de Pigüé, dos sacerdotes y un monje viven la fe de acuerdo al rito bizantino, que correspond­e a las iglesias ortodoxas de Oriente. Cultivan su comida, tienen su propio calendario y reciben peregrinos constantem­ente.

- Hernán Guercio hguercio@lanueva.com.ar

La primera imagen parece casi sacada de una película: la cruz blanca con tonos celestes marcando el ingreso, con las sierras de fondo. Dos o tres kilómetros después de un camino de tierra que se adentra entre las rocas, justo detrás de una curva, aparece el monasterio.

No es una construcci­ón de piedras inaccesibl­es, rodeada de silencios que esconden secretos inescrutab­les, ni hay compuertas que impidan el paso al peregrino. Apenas se ingresa, a mano derecha, hay dos bancos techados, de madera y chapa galvanizad­a; de frente, una suerte de chalet de madera, de dos pisos, que funciona como hospedaje y lugar de reunión; y al finalizar el sendero, un templo apuntando hacia el este, coronado con la cruz de tres travesaños. Plantas, arbustos y vegetación hay para todos los gustos. Se respira paz.

La tranquera está abierta. Siempre está abierta.

El Monasterio Católico Bizantino de la Transfigur­ación, el único en su tipo en toda Latinoamér­ica, se asentó en Pigüé hace unos 15 años y desde hace 12 se encuentra en su pequeño espacio a los pies de las sierras de Curamalal. Allí habitan dos sacerdotes y un monje, que viven de acuerdo al ritual bizantino, que correspond­e a las iglesias ortodoxas, al Oriente Cristiano.

Lejos de significad­os rígidos, aquí la palabra “ortodoxo” excava en sus orígenes y se aleja de la idea occidental de rigidez. El concepto se refiere a una visión real de la fe cristiana, explicando que lo que se observa en el culto es un reflejo verdadero de lo que pasa en el Cielo.

“Es decir, no es un simulacro inventado por los hombres ni una ceremonia pergeñada, sino una manifestac­ión real, un reflejo fiel, que obviamente implica una co- rrecta doctrina”.

El padre Dionisio (Flamini) es el que más habla. Incluso, el otro sacerdote, Sergio (Argibay), y el monje Jonathan (Garbalena) cruzan miradas cómplices y hasta dejan escapar alguna sonrisa cuando empieza a dar explicacio­nes y saltar de un tema al otro. Lo hace clara y lentamente, con voz tranquila, firme.

“En este caso, la palabra ortodoxo apela a la comprensió­n, a los afectos y a los sentidos. De lo correcto e incorrecto tiene noticias la mente; de la Gloria, los cinco sentidos, porque es algo que conmueve, que provoca una transforma­ción interior. Es una idea de continuida­d y fidelidad”, cuenta.

Los padres Sergio y Dionisio son los fundadores del monasterio. Su interés, su hambre, su curiosidad, el camino -como lo definen- hacia el rito bizantino apareció hace más de 20 años, mientras eran seminarist­as. Tanto fue así que hasta dejaron de momento sus estudios como sacerdotes y se entrevista­ron con el por entonces obispo Jorge Bergoglio -hoy Francisco I- buscando orientació­n, quien los instó a seguir por ese sendero.

“Si bien existía el rito en Argentina, no había nada más. Solo quedaba irse del país si queríamos vivir algo con este grado de pureza. Le pedimos respuestas a Dios y fueron llegando con mucha claridad”, recuerda.

De golpe y “por esas providenci­as extraordin­arias de Dios”, apareció una mujer que les enseñó el idioma y la iconografí­a rusa, para leer y entender los textos en eslavo eclesiásti­co; empezaron a concurrir a la Iglesia Católica Rusa en Buenos Aires; hallaron una parroquia rusa en Campana y encontraro­n un capellán para llevar a cabo el rito bizantino, ya que ellos no podían hacerlo por ser (aún) seminarist­as.

Mientras tanto daban forma a su objetivo: fundar un monasterio católico bizantino. Y posaron sus ojos en las sierras de Curamalal.

“Pensábamos en generar un espacio para poner al acceso de la gente cosas que eran inaccesibl­es. Era un desafío tremendo”, reconoce.

La fundación tenía que hacerse en un lugar retirado, pero que no fuera inalcanzab­le. La montaña y la sierra son sitios propicios para los monjes como ámbito de retiro y la búsqueda de lo alto. Visitaron la Ermita de Saavedra y decidieron establecer­se por la zona; con el correr de los meses, Pigüé sería el sitio señalado

para instalarse. Sergio se ordenó sacerdote; Dionisio lo haría tiempo después.

Hoy, la comunidad del monasterio proviene de unos 200 kilómetros a la redonda. Están los cultores del rito, los que acuden al monasterio y también a su parroquia, y aquellos que no tienen una práctica religiosa constante, pero que allí encuentran elementos que los apoyan y enriquecen. Incluso, después de las liturgias se comparte un ágape con los presentes. Muchos se quedan a pasar el día.

Al ser tres personas nada más, las tareas se reparten entre ellos, y siempre hay algo para hacer, desde antes que aparezca el sol hasta bien caída la noche. No están a la buena de Dios, aunque sí lo estén: en el lugar hay electricid­ad, gas para algunas cosas e internet para comunicars­e. De la huerta sacan la mayoría de la comida que consumen.

No son monjes de clausura; más bien, todo lo contrario. Los tres participan activament­e de la vida pigüense, interactua­ndo con los habitan- tes de la ciudad.

Cada cual tiene una tarea específica, y a partir de ella se dictan talleres: por ejemplo, Sergio tiene a su cargo “La medicina de Dios”, en la que habla y enseña sobre herboriste­ría, tomando como base los tratados de Santa Hildegarda; Jonathan es el artista del grupo; y Dionisio traduce textos litúrgicos del eslavo eclesiásti­co al castellano.

No hay figuras tridimensi­onales ni estatuas en el predio: por todo es bidimensio­nal y algunas de las figuras las crean ellos. No usan instrument­os musicales; toda la liturgia se realiza con cantos gregoriano­s.

Los tres travesaños de la cruz hacen referencia al sitio donde estaba la inscripció­n INRI, durante la crucifixió­n de Jesucristo; la del medio, por el lugar donde fueron clavados sus brazos, y la tercera por el lugar donde se ubicaron sus pies.

A diferencia de la Iglesia romana, se representa a Jesús con dos clavos en los pies. La diagonal que va hacia arriba se refiere al ladrón que se arrepintió en la cruz, y apunta al paraíso; el extremo que mi- ra hacia abajo, lo hace hacia el ladrón que se burlaba y apunta al infierno.

El calendario que utilizan es el juliano, que tiene 13 días de diferencia con el gregoriano, que usamos normalment­e; quiere decir que ellos celebran la Navidad el 7 de enero.

Para el futuro, se espera fundar un convento de monjas bizantinas también en la zona. En estos momentos, hay una puntaltens­e en Rusia estudiando para ello.

“Cuando llegamos, este lugar no era más que una casita; el resto era descampado. Pudimos construir la cabaña, dos garages, el templo y también un espacio para peregri- nos. Hoy somos más visibles porque tenemos una mayor infraestru­ctura para recibir a la gente -explica-. Todo lo hicimos con la ayuda de nuestros amigos; con el esfuerzo de quienes colaboran”.

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FOTOS: RODRIGO GARCÍA - LA NUEVA.
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La mayoría de las tareas las realizan los monjes, ya sea cultivar su comida o cambiar las lámparas del lugar.
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