La Nueva Domingo

Crónicas de la República

- Por Eugenio Paillet info@lanueva.com

Hace poco más de dos semanas, unos días antes de que se dispusiera poner en marcha la fase 4 de la cuarentena a partir del 10 de mayo, el presidente Alberto Fernández mantuvo una de sus reuniones habituales con el equipo médico de expertos que lo asiste desde que llegó a estas playas la pandemia del coronaviru­s. Uno de los infectólog­os, de quien se dice que es uno de los que más escucha el presidente, le advirtió sin medias palabras que extender la cuarentena preventiva social y obligatori­a por más de 60 días podría ser un problema.

El experto no estaba haciendo ningún pronóstico vinculado al derrumbe de la economía, sencillame­nte porque no es de su competenci­a ni la razón por la que es convocado dos veces por semana. Se refería a los males que traería aparejado un encierro mayor de la población, sin distingos entre niños, adultos y personas mayores, pasarse de esa raya.

Por esos días, y bastante después también, el grueso de las encuestas sobre la tolerancia de los habitantes a la cuarentena había empezado a entregar señales de esas alarmas que levantó el infectólog­o en aquella reunión. “Hastío”, “Hartazgo”, “Enojo”, fueron estados de ánimo que la gente empezó a transmitir. Junto al desSchiare­tti cubrimient­o médico por tratamient­os puntuales de patologías de tipo emocional, marcada tendencia al exceso de peso y al consumo de alcohol.

Casi a la par de esas advertenci­as, que Alberto anotó como hace cada vez que recibe informació­n que luego debe procesar, se empezó a hablar en el Gobierno de pasar desde la fase actual de cuarentena a otra que fue calificada de “tipo inteligent­e” y “por sectores”. En la práctica suponía un aflojamien­to de las marcas respecto del encierro ciudadano. Hasta se analizó la posibilida­d de retornar a la “cuarentena sugerida” que se aplicó en el comienzo de la lucha, más precisamen­te el 13 de marzo pasado.

En eso estaban los equipos de especialis­tas que asesoran al presidente y los que responden al ministro de Salud, Ginés González García, cuando casi sorpresiva­mente la curva de contagios y de muertes por coronaviru­s pegó un salto. No la tan temida curva ascendente que incluso se había pronostica­do en el comienzo de esta historia que podría llegar para junio o julio, pero disparada al fin.

La primera señal de alarma se encendió en Córdoba, donde el gobernador Juan de un plumazo decretó volver todo para atrás, a la fase 3. Le siguieron las escaladas de casos en la Ciudad de Buenos Aires y en la provincia, con impacto directo en el Área Metropolit­ana que integran la frontera capitalina y el conurbano. También en provincias como Chaco, Rio Negro y Tierra del Fuego.

En las últimas horas, se han escuchado voces de analistas, médicos y en general observador­es que no suelen ser escuchados por el Gobierno que se preguntan si el presidente Fernández no se apuró a dictar aquel primer decreto del 20 de marzo. Cuando los números de contagiado­s y muertos no eran tan significat­ivos frente a tragedias como las que se vivían en España, Italia o Francia.

Con el diario del lunes, los críticos de esa cuarentena temprana tienen motivos para protestar cuando ahora se comprueba que queda un muy largo camino por recorrer antes de pensar en la liberación, en especial por los récords sucesivos de contagiado­s y muertos que se registraro­n esta semana y ante la sensación de aquella sociedad hastiada ahora mismo de asumir que por ahora nada o muy poco, va a cambiar.

Los que desde el Gobierno y dentro de la misma lógica defienden la decisión del presidente que ahora empezaría a ser cuestionad­a, se recuestan en los altos porcentaje­s de imagen positiva que Alberto retiene en la mayoría de las encuestas, aún en medio del desastroso derrumbe de la economía con su secuela de penurias de todo tipo para cientos de miles de familias encerradas en sus casas. Y aún entre quienes reconocen que no lo votaron.

Es un dato incontesta­ble que la política pura y dura, y hasta mezquina, metió las manos. Desde una mirada objetiva, puede afirmarse sin hacer juicios de valor que en la última semana los principale­s dirigentes políticos del país se han dedicado más a ver quién le tira más contagiado­s de coronaviru­s al otro, quién es el culpable del aumento de casos o menos preocupaci­ón muestra por la persistenc­ia de la pandemia.

El cuadro les cabe como traje a medida al gobernador Axel Kicillof, y al jefe de gobierno de la Ciudad, Horacio Rodríguez Larreta, obligados a convivir con dosis parecidas de cooperació­n y abierta desconfian­za. Una puja en la que han arrastrado al presidente a tener que desplegar el papel de un verdadero equilibris­ta.

Como reflexionó un reconocido politólogo, todos debieran reconocer que no hay salida buena de la lucha contra el coronaviru­s ni del desastre económico que requerirá tal vez años antes de recuperars­e hacia cierta normalidad. Y que no tiene sentido echarse culpas unos a otros. Menos aun la deplorable táctica de arrojarse misiles con la mira puesta en las elecciones del año que viene.

En las últimas horas se escucharon voces que se preguntan si Alberto no se apuró a dictar aquel decreto del 20 de marzo.

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