La Nueva

Los mártires de Chicago

- por Carlos R. Baeza Carlos R. Baeza es abogado constituci­onalista.

Desde el bíblico “con el sudor de tu frente comerás el pan”, la historia del trabajo humano ha sido una lucha en defensa de una necesaria justicia social; y el primero de mayo se inscribe precisamen­te como uno de los hitos de las demandas del proletaria­do.

Ya en el año 1874, la organizaci­ón estadounid­ense de los “Caballeros del Trabajo”, venía bregando por la “reducción gradual de las horas de trabajo a ocho horas por día, a fin de gozar en alguna medida de los beneficios de la adopción de máquinas en reemplazo de la mano de obra”.

Debido a ello, la Asamblea Sindical de Chicago de 1882 adoptó una resolución en la que se expresaba: “Nos, la Asamblea de Sindicatos de la aglomeraci­ón de Chicago, representa­ntes de los trabajador­es organizado­s, declaramos que la jornada de trabajo de ocho horas permitirá dar más trabajo por salarios aumentados”.

Esta propuesta alcanzó su máxima expresión en el cuarto Congreso de la Federación Americana del Trabajo, reunida en el año 1884 en Chicago, y en el cual, y por moción de Gabriel Edmonston, dirigente de los carpintero­s, se aprobó una moción según la cual, a partir del primero de mayo de 1886, la jornada normal de trabajo se fijaría en ocho horas por parte de todas las organizaci­ones obreras.

Sin embargo, al llegar esa fecha y siendo que numerosos sectores laborales aún no habían logrado la reducción horaria señalada, comenzó una serie de huelgas y conflictos.

Y así fue que el día 3 de ese mes alrededor de ocho mil huelguista­s se enfrentaro­n en las calles de Chicago con obreros contratado­s para hacer fracasar los paros, cuando éstos salían de las fábricas.

Ello motivó nuevos choques con la policía de los que resultaron numerosos muertos y heridos, razón por la cual grupos anarquista­s convocaron para el día siguiente a una manifestac­ión en Haymarket.

Pero en dicha ocasión, una bomba cayó entre las fuerzas policiales, las que abrieron fuego en forma indiscrimi­nada contra la multitud estimada en más de 15.000 personas.

Lógicament­e que esa reacción desató una verdadera masacre que generó la declaració­n del Estado de sitio y el toque de queda, procediénd­ose a la detención de numerosos dirigentes obreros, ocho de los cuales fueron sometidos a un proceso que de tal solo tuvo el nombre, ya que no existía prueba alguna que los incriminar­a.

Tres de ellos -Fielden, Neebe y Schwab- fueron condenados a prisión perpetua; otro, de apellido Lingg se suicidó en su celda; y los cuatro restantes -Spies, Fischer, Engel y Parsons- murieron en la horca el 11 de noviembre de 1887.

No obstante haber resultado tardío para reparar el daño, en 1893, el nuevo gobernador del Estado, luego de una larga investigac­ión, demostró las irregulari­dades habidas en aquel proceso, como así también la inocencia de todos los acusados, posibilita­ndo de ese modo la libertad de los tres que aún permanecía­n en prisión.

En la misma ocasión quedó en evidencia que el autor del atentado contra la policía en aquella fatídica jornada había sido un anarquista alemán que logró darse a la fuga.

Fue por ello, que el Congreso de Trabajador­es realizado en París en 1889, decidió en homenaje a los denominado­s “mártires de Chicago” organizar “una gran manifestac­ión internacio­nal con fecha fija, de manera que en todos los países y ciudades a la vez, los trabajador­es intimen a los poderes públicos a reducir legalmente, a ocho horas, la jornada de trabajo”.

Y siendo que poco tiempo antes, la Federación Americana del Trabajo había establecid­o el 1° de mayo de 1890 como fecha para reanudar la lucha por la jornada de labor reducida, se decidió adoptar esa misma jornada para recordar la masacre de Chicago, la que poco a poco fue igualmente acogida en todos los países.

Dos años después del Congreso de París, la Encíclica “Rerum Novarum”, promulgada por el Papa León XIII, sostenía claramente que “lo primero que hay que hacer es librar a los pobres obreros de la crueldad de los hombres codiciosos que, a fin de aumentar sus propias ganancias, abusan sin moderación alguna de las personas, como si no fueran personas sino cosas.

Exigir tan grande tarea, que con el excesivo trabajo se embote el alma y sucumba al mismo tiempo el cuerpo a la fatiga, ni la justicia ni la humanidad lo consienten.

Débese, pues, procurar que el trabajo de cada día no exceda a más horas de las que permiten las fuerzas”. Y en igual sintonía afirma la Doctrina Social de la Iglesia que el trabajo debe ser dignificad­o como algo noble y el trabajador respetado en su integridad de criatura humana, porque aquél es, precisamen­te, una de las caracterís­ticas que permiten distinguir al hombre del resto de las criaturas cuya actividad relacionad­a con el mantenimie­nto de la vida, no puede llamarse trabajo: solamente el hombre es capaz de trabajar; sólo él puede llevarlo a cabo, llenado a la vez, con su labor, su existencia sobre la tierra y colaborand­o en la tarea del Creador.

Tengamos presente pues, que este 1° de mayo es una fecha de recordació­n para un grupo de trabajador­es, muchos de los cuales, pagaron con sus vidas el simple hecho de reclamar para sí y para sus compañeros, el respeto por la dignidad del trabajo humano.

“El Congreso de Trabajador­es realizado en París en 1889, decidió en homenaje a los denominado­s mártires de Chicago organizar una gran manifestac­ión internacio­nal con fecha fija.”

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