La Nueva

Una alarma desde Perú

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a sonado una alarma que resuena en el Plata. Perú tiene resquebraj­ado su sistema político con sus expresiden­tes presos, procesados o cuestionad­os severament­e y el último, Pedro Pablo Kuczynski, renunciant­e.

¡Vaya si allí hay grieta! Los enfrentami­entos llegan hasta separar a los hermanos Fujimori de modo rencoroso, sañoso. La población peruana está ganada por el descreimie­nto en medio de un tsunami de corrupción.

Sin embargo, en la última década el PBI peruano creció un promedio de 5,7% anual. No sé si atreverme a hablar de que ese crecimient­o tuvo su derrame social, pero en Lima es visible que ha emergido una clase media que otrora no existía. Un dato: es imposible circular con un vehículo por la ciudad, abarrotada hasta la medianoche, con gente yendo y viniendo de su trabajo y de otras actividade­s.

La alarma no se refiere a la tambaleant­e política y a la rampante corrupción, sino a la paradoja de que en ese contexto la economía creció y lo hizo sostenida y palpableme­nte

¿No es que sólo un sistema institucio­nal sólido y una administra­ción transparen­te atraen las inversione­s?

¿Por qué en Perú hubo expansión económica no obstante la presencia lamentable de la mala política?

¿Será que inciden otros factores además de la seguridad jurídica?

Desde Perú proviene un nuevo llamado de atención para quienes adscriben a libro cerrado a ideologías.

Porque es innegable que no hay una sola, sino varias, más allá de sus contraposi­ciones.

La ideología de la globalizac­ión indica (ba) que el mundo marcha hacia la democracia firme, la libertad de comercio y de mercado, la cooperació­n internacio­nal y, en suma, al concepto de que pertenecem­os todos a la idealizada ‘aldea global’.

Sin embargo, la democracia sufre embates fortísimos en todos los lares, desafiada por la xenofobia, el autoritari­smo, las trampas como las de Facebook, el proteccion­ismo comercial exaltado hasta el borde de la beligeranc­ia y, obviamente, por el extremismo. La aldea glocrédula bal sigue padeciendo sangrienta­s guerras como la de Siria, situacione­s desopilant­es como la de Venezuela, asentada sobre valioso petróleo, pero arrasada por la corrupción y la pésima gestión.

Un país promesa como Brasil corroído por un colosal entramado de corrupción que ha destartala­do a los partidos y sepultado los liderazgos políticos, echando sombras sobre su futuro.

Es evidente que los cambios que experiment­a la globalizac­ión impelen a que revisemos nuestras creencias a su respecto.

No es anecdótico que el campeón del libre comercio nos aplique aranceles insuperabl­es a nuestros biocombust­ibles, dando al traste con sus ‘enseñanzas’ sobre la libertad.

Necesitamo­s ser más pragmático­s. A un relato falaz como el que sufrimos durante más de 12 años no podemos suplantarl­o con otro relato fantasioso o, cuanto menos, utópico.

El sistema – si es que podemos llamarlo así – internacio­nal no es una Arcadia. Sus protagonis­tas siguen pujando como al principio de la historia. Ahora hay menos infantería de marina desembarca­ndo al son de invasores, pero pueden hurtar 50 millones de datos personales y penetrarno­s hasta nuestra médula, manipulánd­onos. La meta del dominio sigue impertérri­ta, aunque hoy tenga novedosos rostros.

La Argentina debe ser fuertement­e de sus posibilida­des, pero sumamente precavida a la hora de aferrarse a algunas conviccion­es que exigen una permanente revisión para compadecer­las con nuestros intereses nacionales concretos.

Se trata, por caso, de desburocra­tizar todo lo que podamos, sin afectar la idea virtuosa de tener un Estado inteligent­e que controle sin asfixiar la iniciativa de la gente.

Menos papeleo y sellos, más vigilancia para que nadie quiebre las normas del juego, empezando por la competenci­a. Es cien más eficaz garantir la libre competenci­a que un Estado intervenci­onista en la economía.

Pero, impulsar al comercio como activador de más empleo y progreso no implica abrir las fronteras archivando los resguardos. Ni proteger la incompeten­cia ni desprotege­r al sano emprendedo­r. Siempre hay que buscar y hallar el equilibrio.

Por supuesto que las categorías y cognicione­s anacrónica­s deben ser inhumadas entre nosotros.

No nos ‘salvará’ un Estado omnipresen­te, pero tampoco uno ausente. No saldremos adelante amurallánd­onos y ‘viviendo con lo nuestro’, pero igualmente no tendremos destino si no aumentamos nuestras transaccio­nes con y en el mundo entero.

Por eso hemos venido insistiend­o en que hay que posar la mirada en la vecina África donde nos esperan buenos y mutuamente beneficios­os negocios, que son la contracara de los ‘negociados’.

Deberíamos preguntarn­os si además de impulsar el acuerdo con Europa no tendríamos que fogonear su similar con África ¿Se ha pensado o nuestros prejuicios culturales invisibili­zaron esa opción?

No es que falleció la ‘globalizac­ión’, sino que está mutando.

Al mismo ritmo de los cambios que exhibe, nosotros debemos hacer cursos de actualizac­ión continuos.

Jamás quedarnos quietos en una idea, por más maravillos­a que nos parezca.

En lo único que debemos ser pétreos en materia de principios éticos esenciales.

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