Mecanismos moleculares
Los investigadores prosiguieron su investigación, adentrándose en los mecanismos moleculares que vincularon a la práctica de actividad física con un menor riesgo oncológico. Fueron entonces capaces de identificar dos vías moleculares involucradas.
La primera fue la proteína quinasa JNK1, aunque todavía no está muy claro de qué modo actúa. El estudio sí demostró que el ejercicio activó un gen supresor de tumores llamado p53, que a su vez parece regular al p27, un inhibidor del ciclo celular que puede detener el crecimiento canceroso de las células fuera de control.
“Es probable que el ejercicio pueda retrasar la aparición del cáncer de hígado y mitigar su gravedad, si no prevenirlo por completo”.
Farrell, investigador de la Escuela de Medicina del Hospital de Camberra, Australia, que publico sus hallazgos en la revista “Journal of Hepatology”.
Su investigación se realizó en modelos animales especialmente desarrollados para su trabajo. El doctor Farrell y sus colegas modificaron genéticamente a ratones para aumentar su apetito, lo que les hizo desarrollar obesidad y diabetes cuando eran adultos jóvenes, y luego les inyectaron una dosis baja de un agente cancerígeno antes de dividirlos en dos grupos.
Un grupo tenía acceso a una rueda de ejercicio, en la que corrían hasta 40 kilómetros por semana; el otro grupo no tuvo oportunidad de realizar actividad física y rápidamente desarrolló obesidad. Pero como resultado de su apetito artificialmente aumentado, incluso los ratones activos tenían obesidad cuando habían pasado 6 meses.
Lo interesante del estudio es que la posibilidad de hacer actividad física en forma regular marcó una notable diferencia en el riesgo oncológico. Al final de la prueba, los ratones inactivos tenían enfermedad de hígado graso, un importante factor de riesgo del cáncer de hígado, mientras que el otro grupo no. De hecho, el 64% de los ratones sedentarios finalmente desarrolló cáncer hepático, contra el 15% del grupo más activo.