Evocación de la montonera, 1829
“Era yo comerciante… y estaba parado a la puerta de mi tienda viendo llegar seiscientos hombres de Facundo con el alarde triunfal que del polvo y la embriaguez. ¡Qué espectáculo! Habían montado en briosos corceles, tomados de los prados artificiales; y entonces usaban, para guarecerse en Los Llanos de los montes de garabato, enormes guardamontes, que son dos recios parapetos de cuero crudo, a fin de salvar sus piernas y aún la cabeza del contacto de sus espinas de dos cabezas, como dardo de flecha. El ruido de estos aparatos es imponente, y el encuentro y choque de muchos como el de escudos y armas en el combate. Los caballos briosos, y acaso más domesticados que sus caballeros, se espantaban de aquellos ruidos y encuentros extraños, y en calles sin empedrar, veíamos los espectadores avanzar una nube de denso polvo, preñada de rumores, de gritos, de blasfemias y carcajadas, apareciendo de vez en cuando caras más empolvadas aún, entre greñas y harapos y casi sin cuerpo, pues que los guardamontes les servían de ancha base, como si hubiera también querubines de demonios medio centauros. He aquí mi versión del camino de Damasco, de la libertad y de la civilización. Todo el mal de mi país se reveló de improviso entonces: ¡la Barbarie!”. Yo había sido educado en familia que simpatizaba con la Federación y renegué de ella de improviso; y dos años después entregaban la llave de la tienda para ceñir la espada en 1829 contra Quiroga, los Aldao y Rosas. ¡En las horas del reposo, que eran la proscripción, abrir escuelas y enseñar a leer a las muchedumbres!.